La escena es inusual. Una mujer negra de mediana edad, de hombros anchos y rostro anguloso, bien vestida, es interrogada por Pipo Mancera en Sábados Circulares. Ella misma lo describe: -“¿Por qué a usted no le gustan los políticos? No respondí. Me di cuenta que había abierto muchos los ojos, indecisa. -¡La expresión lo es todo, Carolina! -comentó Mancera”. Así narra en Casa de ladrillos la escritora brasilera Carolina María de Jesús, que había llegado en 1963 para promocionar su primer libro, Cuarto de desechos.

Entre tantas dimensiones que cobraron visibilidad con el auge de los medios de comunicación, los años sesenta trajeron la novedad de las villas miseria. De repente los pobres marginalizados que habitaban los suburbios de las grandes ciudades estaban de moda y se volvían motivo de abordaje periodístico. Aunque también las ciencias sociales se hacían eco de su existencia: allí estaba el éxito mundial de Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, un grueso volumen que con lenguaje entre coloquial y académico acompañaba la vida de una familia mexicana en su derrotero de desdichas. En nuestro país, del lado de la ficción, Villa miseria también es América de Bernardo Verbitsky le había puesto nombre al fenómeno que Antonio Berni mostraba en la saga de Juanito Laguna; en otros lugares del continente se llamaban callampas, cantegriles, tugurios o favelas.

Si la vida de los pobres brasileros había tenido su versión en Vidas secas de Gracilianos Ramos y en los textos sobre el drama del Nordeste, que en Geopolítica del Hambre de Josué de Castro encontraban su diagnóstico, la irrupción de Carolina María de Jesús con su Cuarto de Desechos, conmovió las conciencias de la época. Era un alegato contundente, prístino, trágico y a la vez insoportable. Mujer, negra y villera, reunía todos los elementos que la condenaban a la exclusión y a la vez la proponían como curiosidad más o menos folklórica para los lectores de entonces: asomarse por un rato a la vivencia de ese otro social permitía inmiscuirse en un tipo de vida, narrada en primera persona, radicalmente ajena. El libro de Carolina mostraba la contracara del proceso de industrialización creciente que el Brasil pujante vendía como el rostro virtuoso del progreso. Sin embargo aquellos que postulaban una visión romantizada, a veces piadosa, pero siempre a la postre estigmatizante de los habitantes raleados de las ciudades, no sabían bien qué hacer. Pues la voz de Carolina volvía sujetos de la experiencia descarnada a quienes solo habían sido hasta entonces objeto de indagación. Su libro olía.

Su historia era -es- la de millones: hija de madre soltera, migró en busca de oportunidades a San Pablo donde trabajó como empleada doméstica. Nacida en un pueblito rural de Minas Gerais había ido dos años a la escuela, lo suficiente para aprender a leer y escribir. En algún momento, siendo adolescente, fue presa: una nieta de esclavos capaz de leer solo podía estar haciendo macumbas. En la gran ciudad trabajó como empleada doméstica hasta que fue echada de la casa por estar embarazada. Fue a parar a una de las primeras favelas paulistas, de nombre Canindé, donde vivió entre 1947 y 1960, que se haría famosa, justamente, gracias a su libro. Allí crió a sus tres hijos, sola, trabajando como recicladora urbana: juntaba papel, aunque más de una vez, como ella misma cuenta, hurgó en la basura buscando comida. De carácter fuerte, con arraigadas creencias cristianas, llevó a partir de 1955 un diario de la vida de angustia, violencia, hambre y privaciones, que a la postre sería su boleto de salida de la favela.

Carolina siempre supo del poder de la escritura. De hecho, había logrado vender en época de Getulio Vargas algunos poemas laudatorios a un periódico y ello le había indicado un camino. En algún momento envió a diversas editoriales, incluida el Reader’s Digest, algunos de sus cuadernos -más de 5000 páginas- que garrapateó en la favela, pero no obtuvo respuesta. Hasta que una tarde de abril del ‘58 sucedió el encuentro que cambiaría su vida. El periodista Audálio Dantas, de Folha de São Paulo, que investigaba sobre la vida de la favela para una nota, la vio de una vez y para siempre. “Encontré, los pies deslizándose en el barro negro, a Carolina de Jesús en seria discusión con un grupo de desocupados locales”. “-Si continúan peleando con las criaturas pongo el nombre de todos ustedes en mi libro- amenazaba, el grito fuerte, imperativa”. El resto se adivina: Dantas quiso saber, y ella le mostró en su casucha de cartón los cuadernos. - “Leí una, dos, diez páginas, y en ellas encontré, narradas con increíble realismo y precisión, las historias de la favela, aquellas que yo, frío observador del lado de acá, hacía tanto tiempo buscaba”. “Sentí que nadie podría escribir historias tan terribles y verdaderas como aquellas escritas por Carolina. Era la miseria vista porque quien estaba adentro”. Durante un año trabajaron juntos estableciendo el texto que en agosto del ‘60 será editado con el nombre Quarto do despejo, que alcanzó un éxito de proporciones inauditas: 10.000 ejemplares vendidos en solo tres días. En un año fue traducido a 14 lenguas y conoció tal suceso que volvería a Carolina, de la noche a la mañana, una celebridad asediada por la prensa.

Toda la belleza trágica y cruda de la favela habita el libro en frases como: “Hoy es el cumpleaños de mi hija Vera Eunice. Hoy no va a haber almuerzo. Solamente cena”. “Qué horrible es levantarse y no tener nada para comer. Pensé en suicidarme”. “Los chicos encontraron pan duro, pero estaba lleno de patas de cucarachas. Las saqué y tomamos café”. “En casa de doña Nené había un olor a comida tan agradable que se me llenaron los ojos de lágrimas”. Son páginas enteras narrando como en una letanía la desgracia, con nitidez y sin mayor patetismo, de su vida. Fue un éxito arrasador.

En Argentina fue publicado en una traducción abominable por la editorial esotérica Abraxas, que vendió cuatro ediciones. También publicó la continuación, Casa de ladrillos, donde narra el vértigo del éxito, su salida de la favela, su establecimiento en un barrio de clase media alta, y sobre todo sus viajes por Argentina, Uruguay y Chile, realizados en 1963. Es un relato que muestra el tránsito inverso con un mismo destino de incuria, pues implicó el desprecio de los habitantes de la favela que le recriminaban haber contado sus miserias y a la vez la miseria humana de las clases medias, que, pese a la fascinación mutua, nunca acabó por aceptarla y, una vez pasada la novedad, acabó por descartarla. De hecho, Casa de ladrillos fue un fracaso comercial, entre otras cosas porque carecía del exotismo del primer libro y adelantaba críticas a las clases pudientes y al sistema político, aunque sutiles, no muy condescendientes. De figura solicitada por los medios -hasta llegó a grabar un disco, con su voz desafinada, que fue fustigado por la crítica- Carolina pasó en solo tres años al casi anonimato hasta su muerte en 1977. El resto de sus trabajos -diarios, poemas, aforismos- no alcanzaron a verse publicados sino hasta hace muy poco, que comenzó a ser redescubierta por la academia.

En su viaje a Argentina su exotismo la propuso para la celebración mediática, equivalente a la que recibiera en Brasil. Encuentros con la prensa, recepciones, hoteles de lujo, visitas de escritores como Bernardo Verbitsky, fueron su rutina. Y hasta recibió el premio de la Orden del Tornillo, creada por Quinquela Martin. Pero los momentos más significativos fueron las visitas a las villas miserias del conurbano bonaerense. “Hoy fui a visitar una favela de la Argentina. La favela es el drama de América Latina. Me acompañó la periodista Haydée Jofre Barroso” -una de las principales traductoras y difusoras de la cultura brasileña en el país. “Llevé café para regalar. Cuando llegamos a la Villa vinieron a saludarme algunos, descalzos y mal vestidos. Pero no pasan hambre, porque hay abundancia de carne y trigo. Y la leche es pura. Comiendo pan con carne en la Argentina ya están bien alimentados”. “No oí palabrotas, son pobres pero sanos, y tienen buenos dientes. La mayoría son bolivianos, peruanos y chilenos. Había muchos niños. Niños hermosos, criados al aire libre. Decían: Vamos a salir en el diario con usted y nos van a regalar una casa de ladrillos. Es el sueño de todos los niños de las villas. Mirándolos, yo pensaba en mi hija Vera, que me decía: ¿cuándo vamos a salir de la favela, mamá?”.

“Las mujeres son tristes y no sonríen. Quienes sonríen son los niños, que ignoran sus dramas”. “Una mujer me preguntó si todos los pobres del mundo sufren. Y si Jesús iba a volver. Hay momentos que quiero salir corriendo hasta caer de cansancio y morir- dijo”. “Pensé: estos son muertos vivos, porque no tienen ideal”. “Otra señora lamentaba el desprecio que los ricos tienen por los pobres. Ellos nos miran con asco, diciendo que somos intrusos. Y esas palabras son como un cáncer en nuestra alma. Ella es la intelectual del grupo. Y lloraba”. “Cuando volví al hotel concedí una entrevista a la revista Claudia. Por la tarde fui a la Librería del Colegio a firmar libros. Cuando entré fui aplaudida. Recibí flores y libros. Estoy engordando en la Argentina. No estoy nerviosa. ¡Viva la Argentina!”.

En otra visita detalla: “Cuando llegamos a la villa miseria, vi que era un copia de las favelas”. “Fui a hablar con una mujer que tiene 12 hijos. No sabíamos que existía una mujer negra en Brasil que comía de la basura y no le teme a los políticos -dijo”. “Oímos decir que usted ganó mucho dinero. Yo le pido que no se ponga orgullosa. Y que no olvide a los pobres”. “Escriba para nosotros. Haga que el mundo sepa que estamos abandonados”.

“Cuando regresé a Brasil me preguntaron:

-¿La Argentina es racista?

- No”.

“La luz de la puerta de mi casa estaba prendida. Toqué timbre y la sirvienta se despertó. ¡Quedé horrorizada con la suciedad de la casa! Acomodé las valijas y obligué a la sirvienta a limpiar la casa”.