Al igual que los que los precedieron en este valle de lágrimas pintando patos, marineros, locomotoras y callejones, los artistas contemporáneos también han puesto su imaginación al servicio de una imitación del mundo. Cientos se dedicaron a recrear durante los últimos años entornos susceptibles al flujo de capital social: hubo obras-biblioteca, obras-estudio de radio, obras-oficina de legales, obras-boliche, obras-obras de teatro. Ninguna era nada más que una obra de arte, ni nada más que el sistema ideal que replicaban.

En algún momento de los 2000, la Ciudad de Buenos Aires se bañó de gloria durante un par de días gracias a una obra-fábrica de budines que operó de manera clandestina en un centro comercial del barrio de Once. Pocos años después abrió, también en Buenos Aires, un museo regenteado por artistas e historiadores que funciona desde entonces en espacios no mayores a los 30m2 y que guarda su colección –internacional– en un disco duro externo; se ufana de no ser un museo de mármol y techos altos, de no precisar serlo.

La lógica de estos artistas se sostiene en la acción de licuar esos espacios y relaciones, como hace cualquier nene cuando juega a interpretar a su personaje favorito, ya sea Riquelme, Rihanna o el Hombre Araña: entidades, reales o ficticias, definidas previamente por su propia mitología pero que en el guión improvisado de un juego de chicos se abren a cualquier metamorfosis caprichosa que se dé sobre la marcha. Así, Rihanna podría volar y tirar rayos por los ojos y un museo con 500 obras podría funcionar en una ex casa de cambio diminuta ubicada en el microcentro porteño.

Claro que no todos los experimentos salen bien, ni a todos los anima la misma fantasía. Para la edición de 2013 de la feria internacional Art Basel, por ejemplo, Tadashi Kawamata y Christophe Scheidegger montaron Favela Café, una especie de bar que imitaba los espacios habitacionales improvisados y empobrecidos de América. En casillas de chapa erguidas en plena Messeplatz –la plaza pública que se encuentra justo antes de entrar al predio–, se vendían a precios prohibitivos tortas, café y falafels. Un grupo de alrededor de 150 personas decidió ocupar la instalación con equipos de música, mantitas y cervezas para manifestarse contra el hecho de que se instrumentalizaran estética y económicamente las problemáticas de grupos sociales vulnerados.

Sin un permiso oficial para tomar el espacio público (rentado por la feria), ni para poner música después del obligatorio toque de queda de las 22, la policía basilense los desalojó con particular eficacia disparándoles balas de goma, pateándolos en la cabeza y empleando una cantidad excesiva de gas lacrimógeno, según relatan la mayoría de los reportes. Si como centro de relax para la ciudadanía cosmopolita Favela Café era cuestionable, la acción represiva de alguna manera terminó legitimando, a pesar del artista, su intención mimética. El editor Greg Allen pudo preguntarse en su momento: “¿En qué sentido podría la favela de Kawamata y Scheidegger en Basel ser considerada una favela de verdad? Fue construida en un espacio público, fue tomada a la fuerza por gente que no tenía un permiso legal para estar ahí, que fueron tolerados o ignorados durante un rato y que luego fueron atacados con virulencia por un comando antimotines cuando alguien con más poder decidió que era momento de que se fueran”.

Claudia Fontes, Colchón, 1994.

No podría afirmarse que la represión en Suiza haya tenido que ver con la disminución gradual de este tipo de proyectos en los que la mímesis ocupa un lugar preponderante, pero es cierto que desde hace algunos años se han vuelto cada vez más raros. De hecho, podría decirse que ahora sucede lo contrario, un movimiento a la inversa: en lugar de un arte que se esfuerza por apropiarse de los significantes del mundo –para falsificarlos e, idealmente, limpiar de sus arterias el capitalismo–, los mundos externos se están apropiando de los significantes constitutivos del arte, de sus particularidades léxicas y de sus formas de organización. A medida que el universo de las artes visuales se integra aceitadamente a la vida cultural, a medida de que se celebran más y más ferias de arte, mientras crecen los proyectos inmobiliarios y los planes de exención impositiva para inversores, las ideas de “muestra”, “performance”, “colectivo”, “bienal” y cualquier otra vinculada a estas, aparecen cada vez con más insistencia pero con menos definición.

Un ejemplo podría ser la Bienal de Arte Joven que se realiza desde hace ya algunos años en capital y que redefine todo lo que uno se imagina que debería ser una bienal. Este evento es una especie de concurso en el cual se mezclan el teatro, la realización audiovisual, la música y las artes visuales; se dictan cursos para intérpretes y productores, se organizan clínicas, se cede espacio temporal para talleres y se otorga financiación para proyectos y residencias. De bienal, entendida idealmente como una plataforma cohesiva de discurso instituida a partir de trabajos artísticos, tiene el nombre nada más. Se comprende, por supuesto: Plan Municipal Bianual de Desarrollo y Financiación al Campo Artístico, si bien más correcto, suena muy de principios del segundo semestre de 1946. Entonces una bienal, antes que una posibilidad para pensar problemáticas puntuales y generalizadas a través del arte, pasa a convertirse en una X de neón que señala simplemente el tiempo presente y marca la ubicación de algún tipo de recompensa. Buenos Aires, mientras tanto, prueba zapatos de cristal en los pies de ferias, museos, curadores y artistas extranjeros mientras sigue a la espera de que surja su verdadera bienal; una aparición cultural milagrosa que destruya el monopolio de arteBA, rompa las cadenas de la obra y la acerque definitivamente al público en días de mágica comunión.

Desde el pasado septiembre se celebra en los museos de Bahía (el de Bellas Artes y el de Arte Contemporáneo, cuyos edificios comparten predio y administración), la nueva edición de la Bienal Regional, que, siguiendo esta línea de mutaciones, es más bien un premio adquisición disfrazado de bienal. Entre las obras seleccionadas aparecen trabajos de Horacio Culaciatti y Guillermina Sibart, Agustina Quiles y Ramiro Ravasi; la misteriosa instalación de Marcos Calvari y Florencia Silva y la obra sonora de Javier Ortiz. Entre las ganadoras, que pasan a formar parte del patrimonio de los museos, están Princesa Forever, de Jazmín Giordano, y Asociación para la Restitución del Patrimonio Artístico, un proyecto dirigido por Agustín Rodríguez y Guido Poloni que merece aunque sea este breve recuento.

Lo que hace ARPA, en primer lugar, es contar una historia, que va más o menos así: en el ocaso del milenio pasado la Fundación Antorchas llamó a un concurso para que una institución provincial con el corazón bien puesto recibiera una donación de dos colecciones de obras contemporáneas argentinas conformadas por trabajos de Cristina Schiavi, Pablo Suárez, Elba Bairon, Marcelo Pombo y Gumier Maier, entre otros. Las ciudades de Bahía Blanca y Tandil hicieron una presentación conjunta para recibir ambos grupos, respetando la exigencia de las bases que consistía en ofrecer una contraprestación. Para Bahía, esta contraprestación fue la promesa de construir un depósito acondicionado que resguardara no solo las nuevas donaciones sino además el acervo que el museo viene acumulando desde la primera mitad del siglo XX y que incluye, entre sus más de 800 obras, valiosos trabajos de Raquel Forner, Naum Knop y Emilio Pettoruti. Por motivos desconocidos, que pudieron o no haber tenido que ver con el inminente colapso socioeconómico de 2001, los entonces Secretario y Subsecretario de Obras y Servicios de Bahía, Elvio Patrignani y Carlos Madarieta, con respaldo del Subsecretario de Cultura Héctor Margo, no habilitaron dentro del presupuesto anual ninguna partida que garantizara la construcción del depósito. Al incumplir las condiciones, Antorchas les retiró a las ciudades australes la potestad sobre el destino de las obras, llamó a un nuevo concurso, el Museo Castagnino ofreció como contraprestación pedir donaciones personales a otros varios artistas y generar así un nuevo museo, robusto e inédito. Esta es la génesis del famoso MACRo, cuya reputación de haber revitalizado el ánimo cultural rosarino durante los 2000 parece ser incuestionable y que Claudio Iglesias describió alguna vez como “la única colección pública de arte contemporáneo argentino digna de mención”. Fin.

La Asociación para la Restitución del Patrimonio se reúne, entonces, para contar esta historia, que es una historia de negligencia política; se convierte así en una obra-libro de denuncia, otro capítulo de best seller argentino firmado por López Echagüe. Pero la manera que encontraron para narrar este episodio no fue a través de una publicación, ni de noches de terror alrededor de una fogata, sino con un acto de sutil venganza plástica. Rodríguez y Poloni convocaron a todos sus amigos (un 75% de la población artísticamente activa de la ciudad, podría decirse) para que reprodujeran todas aquellas obras que deberían haber estado en Bahía pero que terminaron en Rosario. Y como el que entrega esta rara bienal es un premio adquisición, ahora el museo cuenta en su depósito con copias degradadas de las obras que sirvieron para justificar la existencia del MACRo.

Espacio de la instalación de ARPA.

Un biólogo molecular diría que no existe sistema viviente sin la reproducción, sin la necesidad desesperada de los organismos de replicarse a sí mismos. Con su salón de espejos, lo que hace ARPA no es plantear un escenario ucrónico en el que la historia se torció en determinado punto para que Bahía Blanca se convirtiese en Rosario, heredara su tradición pictórica y su amigable hidrografía. El chiste no es el llanto de un par de estudiantes de arte encaprichados con poder tener las obras que la política les negó. No hacen pasar a las copias por obras reales, sino que las vuelven a traer al museo que las rechazó como un regalo distorsionado de carbón, pesadas, inmostrables y sin valor.

Lo falso no involucra solamente a lo falso, sino que obliga a rever todos los objetos y procesos alrededor de lo falso, incluídos los sistemas legales, la política, el mercado global, la tecnología y los cuerpos involucrados en su creación. ARPA habla justamente de un momento histórico puntual y presente en el que la historia del arte argentino ha cobrado una densidad particular, empieza a tener una vida autónoma y se mira a sí misma para reproducirse. La irrupción de una generación de artistas mayormente nacidos en los 80 y a principios de los 90, que son profesores y ocupan puestos burocráticos, piensan el arte argentino a través del arte argentino, con un alcance ampliado gracias a internet. Este acceso a los márgenes mismos de la periferia les permite considerar el corpus vernáculo directamente como información. Información que se replicará y reaparecerá degradada o ennoblecida, infinitamente, en infinitas muestras, como un rumor que se termina convirtiendo en verdad. La información, por supuesto, es poder; un poder que permite reclamarle al mundo las cosas nuestras que la política y los flujos de la historia hicieron desaparecer. 

El toque de violencia que en la falsa favela de Basel hizo que las realidades de copia y original se solaparan parece estar contenido de alguna manera en las copias de ARPA y en la rigurosa investigación detrás de ellas. Aunque del arte contemporáneo se haya dicho que es como una bala que viaja a toda velocidad pero no impacta nunca contra nada, de la Bienal Regional y los risueños museos bahienses nos queda esperar que puedan ensanchar ese toque de violencia, como las falsificaciones que saturan los mercados populares a cielo abierto. Sobre en un momento como este en el que le metieron once tiros en un baldío a la réplica de El Asesino, de Bony, para hacerla perfecta, y ningún vecino se asomó a ver qué pasaba.u

La Bienal Regional de Arte 2016 se puede visitar hasta el 18 de febrero en Museos de arte MBA-MAC, Sarmiento 450, Bahía Blanca. Martes a viernes de 14 a 20. Sábados y domingos de 17 a 20.

Oscar Bony, El Asesino, 1998.