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"TITANIC"

Por José Pablo Feinmann


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T.gif (67 bytes) El capitalismo es una filosofía política y económica del Progreso. Si, en Marx, la Historia progresa por medio de sus contradicciones dialécticas, si esas contradicciones aseguran su resolución progresiva (en tanto cada nueva forma contiene a la anterior y la supera negándola hasta llegar a ese final feliz que es la superación de los antagonismos, la sociedad genérica, sin clases, sin dominación, sin oprimidos ni opresores), en el capitalismo, por el contrario, la fe en el Progreso se alimenta de la fe en la ciencia, en la tecnología. Si el marxismo apela a la solidaridad, a la unión y a la generosidad para construir una sociedad de hombres libres, el capitalismo apela al egoísmo para posibilitar la libre competencia. Al cabo, sólo el egoísmo reclamaba Adam Smith de los hombres para que la Historia tuviera un sentido y avanzara. Si cada uno actúa según su egoísmo, la mano invisible del mercado trazará la armonía que dinamizará los hechos, que les entregará un orden, un significado. La sociedad de libre competencia se basa en el egoísmo de las personas. No podría basarse en otra cosa, ya que es del egoísmo de donde surge la competencia, a la que el capitalismo embellece con la palabra "libre". Pero, a su vez, el egoísmo abre el horizonte de una sociedad de la riqueza. El capitalismo se propone como un sistema productor de riquezas. Al aplicarse esas riquezas --o buena parte de ellas-- a la tecnología, el capitalismo promete un futuro para todos, aunque dentro de la desigualdad. Lo que ocurre es que el capitalismo no se avergüenza por la desigualdad. ¿O puede no ser desigual la sociedad de libre competencia? Los hombres son libres e iguales para competir, si de esa competencia surge la desigualdad, es otra cuestión. Es una desigualdad que ha surgido de la igualdad de oportunidades, de la libertad. Como sea, los mejores harán avanzar la Historia por el camino del Progreso, y en ese horizonte podrán incluirse todos, los pobres y los ricos.

El final del siglo XIX y el comienzo del siglo XX expresaron la apoteosis de la idea de Progreso. Y esa apoteosis se materializó en un deslumbrante objeto creado por el homo faber. Un grande y maravilloso objeto. Un barco. Se le puso un nombre grandioso y se lo lanzó a las aguas. Se lo llamó Titanic. Era el mes de abril de 1912. En el Titanic cabían todas las clases. Estaban los que habían triunfado en la sociedad de competencia y los que no habían triunfado pero también tenían un lugar en el enorme barco; iban en tercera, pero iban. No estaban excluidos de la gran marcha hacia el Progreso.

El capitalismo era así: como ese gran barco. No eliminaba las desigualdades (jamás se lo había propuesto) pero construía un enorme espacio en el que todos entraban. ¿Para qué pedir más? ¿No era suficiente con mantener la humanidad a flote? Y si algunos pedían más, sólo necesitaban esperar. La tecnología era tan poderosa, avanzaba tan velozmente que acabaría por dar, si no igualdad, felicidad para todo el mundo. El Titanic fue resultado de esa jactancia majestuosa. Hasta que se dio de narices con un iceberg y se hundió. Sólo dos años después estallaba la Primera Guerra Mundial.

Si en Auschwitz se hundió la creencia en un progreso moral de la humanidad, con el Titanic se hundió la certeza de un progreso tecnológico. O material, por decirlo así. Sólo bastó un pedazo de hielo. De este modo, en abril de 1912, el hundimiento de un barco se constituye en la metáfora más poderosa del fracaso del hombre en su lucha por dominar la naturaleza, por sojuzgarla instrumentalmente, por someterla y ponerla a sus pies por medio de la ciencia.

El "corto siglo XX" del que habla Eric Hobsbawm en Age of extremes, the short twentieth century 1914-1991 (Hay edición española: Historia del siglo XX, Grijalbo-Mondadori) puede tener otra periodización desde el estreno --y conmoción mundial-- de Titanic, el film de James Cameron. Para Hobsbawm, el siglo XX empezaba con la guerra del '14 y terminaba con la disolución de la Unión Soviética. En 1914 se hizo añicos la fe racional-positivista del progreso indefinido basado en la tecnología capitalista. En 1991 cae la utopía socialista y su postulación de un progreso basado en el cambio de las relaciones de producción, que habría de conducir a una sociedad igualitaria.

Titanic abre otra posible periodización de este siglo, que continuaría considerándolo corto, aunque no encontraría sus hitos en 1914 y en 1991, sino en 1912 y en 1997. El corto siglo XX se extiende desde el Titanic hasta Titanic. Desde el barco hasta la película. En 1912 se hunde el barco y ahí --no es necesario esperar hasta el estallido belicista de 1914-- naufraga la idea capitalista del progreso indefinido basado en la técnica. En 1997 surge la película y la ve todo el planeta. Y la razón más honda de esa visión compulsiva radica en que el Titanic de Cameron expresa lo que todos sienten: la tecnología fin de milenio conduce a la catástrofe. El Titanic se vuelve a hundir. ¿Como no va a hundirse si a su capitán Bill Gates le estrellaron un pastel de crema en la cara, tal como en una vulgar y añeja película muda? El siglo no termina en 1991. No termina con el fin de los socialismos reales. Aún subsisten utopías del progreso luego del derrumbe de la URSS. Una, al menos: Bill Gates, para decirlo con un nombre. La tecnología de punta. El victorioso sistema de libre mercado, basado en la competitividad y en el vertiginoso desarrollo tecnológico. Pero no: otra vez el horror. El mercado no es para muchos. Esta vez el Titanic no tiene lugar para todos. No hay tercera clase: el Titanic cree poder navegar sin esos pobres tan pintorescos que le daban alegría al vientre del barco con su música simple y bulliciosa. Y los que están arriba saben que el iceberg está cerca. Que puede tener muchos rostros. Incluso el rostro anónimo, encolerizado y barbárico (es decir, ya no pulido por la racionalidad de las ideologías libertarias) de los que quedaron afuera.

Pero el espíritu de hierro del capitalismo --hecho de egoísmo y fiera competitividad-- sobrevive en Titanic. Sobrevive en la rolliza Kate Winslet. Es tan gigantesca su voluntad de vivir que abre sus manos y suelta las de su amado DiCaprio. Está absolutamente segura de su muerte. Y no se aferra a él. Y no se hunde con él: esta Julieta se niega a morir con su Romeo. El le pidió que se salvara y ella --¡sí!-- se salva. Y lo suelta y lo abandona y protagoniza la escena menos romántica de la historia del cine. Y toca muy fuertemente el pito. Y llega un bote. Y ella se sube. Y lo resigna a Leo bajo el helado mar. Y vive hasta los 101 años, para entrar triunfal en el siglo XXI... y contar el cuento.

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