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PERCHE ME PIACE

 

POR MARIO WAINFELD

t.gif (67 bytes)  Alejandro Romay subió al estrado, habló hasta por los codos, elogió a amigos, enemigos y competidores, excedió el tiempo pactado para su intervención. Se bajó y olvidó la estatuilla que se le había instituido como premio a su trayectoria. La gente de la tele, vestida de primera, se puso de pie y coreó su apellido. A la cabeza de todos se veía a Carlín, sobriamente caracterizado de Carlos Andrés Calvo (en la entrega de los Martín Fierro pululan famosos disfrazados de sí mismos). Del otro lado de la pantalla millones sonreían, incluido el firmante de esta columna.

Como se dice en otro lugar de esta página, la tele es una gran familia. Romay pasó a retiro efectivo pero sigue siendo (algo así escribió alguna vez el crítico Gustavo Noriega) el abuelo tránsfuga y querible. Un representante del capitalismo nativo, alguito tramposo, rapaz, autoritario. cortesano del poder, a menudo evasor de impuestos, pero simultáneamente generador de empleo, nativo, nacional y popular. Rémora de un pasado controversial pero acaso no tan malo, sobre todo si se lo compara con el presente. Además, Romay es un personaje de la TV que supimos conseguir que no será gran cosa pero no es la peor del mundo, ni mucho menos y --como ocurre con nuestros dirigentes-- se parece mucho más a la sociedad argentina (si tal cosa existe) que lo que solemos admitir.

La autocelebración de la tele es, antes que nada, imperdible. Los discursos de los premiados son más simpáticos que los de la entrega de los Oscar y acá se habla más de la realidad, este año de los inundados, el pasado de la Carpa Blanca o de Cabezas. Son rollos simplotes, a veces panfletarios, pero suelen ser políticamente correctos y no es poco que eso se diga, se difunda y se aplauda en un país en el que hace veinte años expresarse, usar el pelo largo o militar era un grave delito.

Tal como sugiere el viejo chiste sobre el último deseo del Papa, "perche me piace" es el primer motivo de todo. En Capital y el GBA había el lunes más de 1.500.000 de televisores prendidos y la sociología elemental sugiere que frente a cada aparato había más de una persona. Como los campeonatos de fútbol, los premios Martín Fierro son sospechosos, un negocio para pocos y fascinan multitudes. Como el fútbol, también sublevan a algunos intelectuales o críticos que cuestionan lo cuestionable, pero también se enojan con lo que no comparten. Algunos exhuman textos escolásticos de hace dos o tres décadas, hojean a hurtadillas Para leer al Pato Donald y descalifican en block a los que el lunes miraron por TV. Tienen derecho, tal vez tengan razón, pero usualmente parte de (¿el primer motivo?) de la crítica es lisa y llanamente que non les piace. Y bueno, como seguramente diría el Papa del chiste, ellos se lo pierden.

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