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PANORAMA POLÍTICO

EL DESCONFÍO
Por J. M. Pasquini Durán

t.gif (67 bytes) Nadie puede creerlo y la mayoría ni siquiera lo intenta. Son demasiados los que prefieren pensar en un asesinato a distancia. Y son muchos, siete de cada diez según los encuestadores, los que suponen que "lo suicidaron", sin importar lo que digan jueces, fiscales, policías y forenses. En el país que no logra desde hace veinte años la verdad sobre el trágico itinerario de miles de detenidos-desaparecidos, todos desconfían de los relatos oficiales. En el país de los ricos increíbles, de los corruptos sin castigo, de las investigaciones que nunca terminan y de los funcionarios que toman vacaciones en lugar de renunciar cuando están imputados por algún delito, nadie cree en la igualdad ante la ley. En el país de la injusticia social, donde los miserables le roban a los pobres, los códigos de honor son extravagancias. En el país donde el poder habla con múltiples discursos al mismo tiempo, la credulidad se ha vuelto más escasa que la virginidad.

Con el último acto de su vida, Alfredo Yabrán tampoco logró convencer de su sinceridad. Igual que en sus escasas apariciones públicas, en su muerte hay una cierta teatralidad planificada que alimenta la desconfianza. Hasta la jueza de instrucción de Gualeguaychú, Graciela Pross Laporte, con la debida cautela, caratuló la causa 7814, de la que nunca se olvidará: "Actuaciones para establecer formas y circunstancias en que perdiera la vida quien habría sido identificado como Alfredo Enrique Nallib Yabrán". Cualquiera que sea su conclusión final, será difícil que pueda explicar cómo es que alguien que escribe sus cartas de despedida el martes 19, puede esperar hasta el día siguiente para ejecutar la propia sentencia.

Con razón numerosos comentarios públicos tienen que apelar a ejemplos de la ficción -–cine, televisión, novelas-- para encontrar escenas "puestas" de este modo: la picada en la mesa, los hogares encendidos, el suicida que aprieta el gatillo cuando escucha el roce de las llaves en su puerta, las cartas a pocos metros del cuerpo, la soledad, el sitio elegido... ¿Cómo explicar el arrebato final en la conducta calculada y fría del que espera casi un día entero la llegada de la comisión policial para cometer suicidio, como si necesitara testigos que certifiquen que fue por mano propia?

El impacto popular fue enorme, agrandado por la desconfianza que rodeó la obra y la vida del hombre que en dos décadas acumuló riquezas varias veces superiores a las que reunió Frank Sinatra en medio siglo de fama mundial. Nadie pudo ignorarlo o evitar el comentario y como sucede con los escándalos mayúsculos cualquier otro dato de la realidad fue desbordado por el gesto individual. La renuncia de Suharto en Indonesia, el plebiscito por el acuerdo de paz en Irlanda, otro niño asesino en Estados Unidos, los inundados del nordeste argentino, la violencia policial en Córdoba, el archivo de la causa por enriquecimiento ilícito de Augusto Alasino, presidente del bloque de senadores peronistas nacionales y comprovinciano de Yabrán, el juicio de Alfredo Angeloz, todo quedó sumergido en la atención pública. Esa realidad de todos modos pugna por recuperar su sitio, como ocurrirá sin duda: la renuncia de Alberto Rodríguez Giavarini al gobierno comunal, presentada ayer, es un indicador que esa realidad sigue allí, pujando por emerger entre los escándalos, como se merece.

La descripción que hizo Enrique Krause, discípulo de Octavio Paz, sobre un reciente momento histórico de México, puede usarse aquí: "El país quedó en vilo, con el pasado a cuestas, sin certeza sobre el futuro" (La presidencia imperial). Hubo una sola excepción: en su habitual reunión de los jueves, al día siguiente del suicidio, por decisión del presidente Carlos Menem el gabinete no trató el asunto que ocupaba al resto del país, según explicó el ministro de Defensa, Jorge Domínguez, que hizo de vocero al finalizar las deliberaciones. Más que todas las estridencias, este clamoroso silencio es la mejor evidencia de la penetración de esta muerte en el territorio del poder. Ninguna palabra o argumento puede ser útil al oficialismo si no sirve para sacarlo del centro de las sospechas populares que vinculan su propia obra con la de Yabrán.

El coautor del annus mirabilis económico del menemismo, Domingo Cavallo, no trepidó en hacer ese nexo en términos estremecedores: "Menem le teme a Yabrán", aseguró hace tiempo. En las últimas horas siguió en su huella, buscando conexiones mafiosas -–ahora llegó al otrora famoso Al Kassar-— con la Casa Rosada. Dispuesto a edificar su carrera política con los escombros de sus enemigos, este cronista de la mafia arriesgó hasta el nombre del presunto sucesor de la red de negocios y contactos, con lo cual enlazó también al Exxel Group, donde revista el sucesor, que compró las empresas postales de Yabrán en una operación tan rápida como imprevista. En su momento, la compraventa sonó a un intento de atenuar los motivos que empinaban las críticas contra el presumido autor intelectual del asesinato de Cabezas.

Anuncios de este tipo colaron en el ánimo popular, porque se fraguaron en el caldero de muchas otras denuncias y pruebas de corrupción y privilegio. Estas lacras pasaron de ser la desviación individual de algunos para convertirse, en la convicción popular, en un método para el ejercicio del poder. Esa convicción tornó creíble la existencia de mafias de Estado, en cuya jefatura o gerencia fue colocado el todopoderoso señor de los carteros.

Ese método acaba de ser confirmado por un extenso comentario editorial de Criterio (14/5/98) que merece ser reconsiderado más de una vez. En un tramo del análisis puede leerse: "Junto a las relaciones institucionales con la Iglesia, en el gobierno de Menem han existido siempre canales paralelos de contacto con obispos afines...Lo cierto es que el dinero ("por debajo de la mesa", agrega en otro párrafo) no ha faltado en estas relaciones". Yabrán también aportaba fondos al arzobispado de Córdoba.

Ya es cosa sabida que el difunto se convirtió en la punta de un triángulo, cuyos otros vértices ocuparon Menem y Duhalde, desde que el cruel asesinato de José Luis Cabezas fue interpretado como variante táctica del internismo caníbal. Hasta la deposición en el tribunal de Dolores de Silvia Belawsky, ex esposa de Prellezo, que disparó la orden de captura contra el empresario, fue incorporada a las sospechas, que la miran como una arrepentida sin ley, que no pudo ser acallada ni siquiera después que el oficialismo, alineado con Menem, bloqueó la sanción de la ley del arrepentido que reclamaba Duhalde, a la espera de muchas otras confesiones. Esa ferocidad intestina sigue, sin dar ni pedir cuartel, por lo que es dable suponer que esta nueva muerte cae como sal sobre las heridas abiertas.

En las actuales condiciones, cualquier especulación desde el oficialismo llega a la opinión pública impregnada de las suspicacias por el fratricidio en trámite. Hay una dificultad mayor, todavía, para que la palabra gubernamental recupere el crédito público. Vale la pena volver a la narración de Krause sobre la historia reciente de México, porque en sus observaciones hay conceptos que alumbran las perspectivas políticas en situaciones como ésta. El ensayista mexicano sostiene que en un determinado momento la evolución histórica de su país "se transformó en una empresa político-teatral, en un acto permanente de simulación colectiva", donde "las palabras perdieron su sentido". "La máscara se fundió con la cara".

Y sigue: "Había cinismo y demagogia en el proceso, pero también autoengaño, porque no se trataba de una dictadura desembozada sino de un sistema que, para legitimarse, se apoderaba de la verdad, la volvía oficial. Ahí estaba la clave de la corrupción, que no era un defecto connatural de los mexicanos (ni de los argentinos, se puede agregar): era un producto natural de la mentira convertida en verdad institucional. Para que la corrupción desapareciera, debía desaparecer la mentira". O sea, sólo en la verdad y justicia puede encontrarse una convivencia sana y transparente, como lo reclaman los defensores de los derechos humanos. Son condiciones que la política, en democracia, aún no pudo garantizarle a la sociedad para su presente ni tampoco para el pasado cuarto de siglo. ¿No habrá que buscar en esta insatisfacción la razón última del indiferente, del escéptico y hasta del cínico?

El crimen de Cabezas, hace dieciséis meses, marcó un punto de inflexión en el ánimo colectivo, hastiado ya de siete años de tribulaciones de todo orden a propósito de otros crímenes, sobre todo el de María Soledad Morales, en Catamarca. La impunidad se volvió insoportable para la sociedad. Esa indignación, porque además de robar se mataba, se combinó con la profunda decepción por las promesas incumplidas de progreso económico y de empleo para todos. La principal coartada de la impunidad de los años pasados se desmoronó cuando el Gobierno agotó los argumentos para explicar por qué el bienestar de casi todos siempre se postergaba sin fecha, debido a que la nueva prosperidad de la macroeconomía nunca desbordaba de los estrechos círculos de la elite económica y de los políticos enriquecidos de la noche a la mañana.

Aquel hastío público, que se expresó en las urnas del 26 de octubre, alentó a jueces y fiscales de la base del Poder Judicial para que se animen a desafiar el poder de los influyentes. La ola de inquietud logró inclusive atropellar las cavilaciones permanentes del gobernador bonaerense, empujándolo a una alentadora reforma de la policía de su distrito, que todavía está en curso. Los observadores más optimistas prefieren imaginar que en esas actividades puede hallarse el embrión de un proceso más amplio, que remede aquel de las manos limpias (mani pulite) que tuvo lugar en Italia. Desde esa perspectiva, la muerte de Yabrán puede ser otra vuelta de tuerca en demanda de la verdad, condición básica para acabar con la corrupción y la impunidad, que sirven de red protectora a las mafias que lucran con los negocios públicos.

Hay dos maneras de enfrentar el futuro: con esperanza o con miedo. En la política del último año los dos bloques partidarios con chances de disputar la presidencia en 1999 parecían encarnar esas dos posibilidades. Hoy, sin verdad ni justicia, en la sociedad predomina la indiferencia por la política junto con la repulsión por las prácticas visibles de los más poderosos. Si estos sentimientos generalizados no dejan paso a la voluntad de producir cambios esenciales, terminará por encanallar las aspiraciones democráticas. Cuando la sociedad se abandona a la resignación ante la fatalidad de situaciones que, a primera vista, son inmanejables para el ciudadano común, ganan terreno los Borbones de la modernidad, déspotas ilustrados y dogmáticos que supeditan la libertad política y la justicia social a las demandas de las economías corporativas trasnacionales, eso que ahora se llama globalización como sinónimo de destino manifiesto. Si es así, habrá que esperar más de lo mismo.


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