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PANORAMA ECONOMICO
La Argentina está matando
Por Julio Nudler

t.gif (862 bytes) El modelo argentino, tanto que lo criticaron, finalmente se impone: Brasil se propone devaluar más lentamente el real (aunque el presidente Cardoso relativizó el anuncio del presidente del Banco Central), y Chile redujo sus restricciones al ingreso de capitales. Ambos vecinos se acercan así a la Argentina, que no devalúa nada ni limita de ninguna forma la entrada de dinero, lo que de 1991 en adelante le generó retraso cambiario y la dejó completamente expuesta a los flujos y reflujos de las enormes masas de capitales especulativos. Pero ahora, con la plata saliendo de la periferia para buscar refugio en Estados Unidos y la Unión Europea ante la crisis asiática y rusa, la elogiada actitud trasandina de repeler al capital caliente perdió toda sensatez. Por eso, bajaron de 30 a 10 por ciento la porción inmovilizada (encaje) de los fondos ingresados.

Como interpreta Pedro Lacoste, Chile intenta suavizar el enfriamiento de su economía: quiere recibir más capitales para no tener que recortar tanto las importaciones, en el contexto de un déficit en cuenta corriente --por el intercambio internacional de mercancías y servicios-- que se acerca al 7 por ciento del PBI, unos dos puntos más que en el caso argentino. De hecho, el precio mundial del cobre, gran carta exportadora trasandina, se derrumbó, y Chile ha resuelto vivir un tiempo de prestado para no sufrir toda la dureza de la crisis.

Brasil, a su vez, piensa ralentar el ritmo devaluatorio del real, hasta ahora varios puntos por encima de la tasa de inflación, para inducir así una caída en los tipos de interés y una consiguiente aceleración del crecimiento, quizá pensando en las elecciones de octubre. El contexto de esta política es un déficit fiscal desbocado, que equivale a un 6,5 por ciento del PBI (en la Argentina no pasa de un punto) y genera una espiral de deuda pública. Para la ortodoxia, es una locura.

La crisis financiera no representa ya una preocupación casi exclusiva de banqueros centrales y ministros de Economía. Ahora los que peor duermen son los jefes de gobierno mismos porque el golpe de mercado se globaliza. Según escribe el financista Roger Altman en el Los Angeles Times, el poderío de los mercados financieros es, junto al de los arsenales nucleares, el mayor que jamás haya experimentado el mundo. Frente a esa amenaza, hasta el FMI parece una hoja desprendida en la tormenta. Todos sus recursos suman hoy unos 15 mil millones de dólares en monedas duras, y otros 23 mil millones en un pozo especial para préstamos. Buena parte de esa plata la invertiría en un nuevo auxilio para Rusia, quedándole poco o nada para un eventual rescate a Brasil o la Argentina.

Aquí, mientras tanto, los números bailan una equívoca danza de estadísticas erróneas. Repentinamente se descubrió que las calculadoras oficiales se habían tragado unos mil millones de dólares en exportaciones (ahora hay quien supone que la omisión trepó a 1200 millones), y el propio Carlos Menem se jactó en mala hora de la resultante mejoría del balance externo. En realidad, lo que más impactó a los inversores externos no fue eso sino la poca confiabilidad de los datos, peligro al que están muy sensibilizados desde que quedó al descubierto cómo mentían los coreanos acerca de sus reservas y su deuda externa. La defensa en el caso argentino es que la mancha no alcanza al Banco Central, fuente de los números más estratégicos para los calificadores de riesgo.

Por de pronto, si la exportación fue mil millones superior, el ingreso de capitales debió de ser inferior en igual medida respecto del que se había supuesto. Es tan poca la idea que Economía y el BCRA tienen del ingreso y el egreso de fondos que ni uno ni otro se percataron del error. El único dato que conocen con precisión es la variación de reservas, que por sí misma no dice demasiado. Tiempo atrás, y en sentido inverso, cuando se "descubrió" la llamada aduana paralela --que según Domingo Cavallo es un puro invento de sus enemigos--, si era cierto que se habían importado muchos miles de millones más que los registrados, el ingreso de capitales (como financiación de esas importaciones) debía haber sido mayor en igual medida. ¿Lo había sido realmente, aunque pareciese disparatado? Hasta hoy no se sabe.

La duda estadística envuelve, en realidad, todo el cálculo del Producto Bruto, que en la Argentina se calcula solamente desde el lado de la producción, sin el necesario cotejo con la medición del ingreso que reciben los factores y que debe desembocar en un total idéntico. Para no hablar de la economía negra, cuyo tamaño depende de la fantasía de cada cual.

Lo que tampoco se conoce es por qué Roque Fernández y Alieto Guadagni toman ciertas decisiones poco congruentes con las demás. Para algunos, fue el lobby de Siemens y NEC. Para otros, una medida oficial para castigar el ocultamiento de ganancias por parte de las telefónicas. En todo caso, sorprendió que el aperturista equipo económico actual --que viene de reducir los derechos específicos que protegen a los textiles-- decidiera subir del 10 al 16 por ciento los aranceles para la importación de centrales de conmutación y cables de fibra óptica. Con ello quedó equiparado el tratamiento aduanero de esos bienes de capital con el vigente para las partes y piezas que los integran.

Alemanes y japoneses venían presionando en esa dirección con un argumento obvio: si los componentes de un equipo pagan menos derechos que éste, no convendrá fabricarlo en el país. El desnivel aduanero favorecía así a importadores de centrales, como Ericsson, Alcatel e Italtel. Sin embargo, para darles el gusto a Siemens y NEC no era necesario subir todo al 16 por ciento: también podría haberse hecho la equiparación al 10. Si Economía prefirió igualar hacia arriba fue, además del obvio objetivo de recaudar más, porque quiere penalizar los falsos precios de transferencia que utilizarían las telefónicas --como también otras empresas privatizadas-- para así situar sus beneficios de multinacionales donde más les conviene. El aumento de arancel es, en este sentido, un impuesto a la sobrefacturación, en la que --según los críticos-- incurrirían las compañías de servicios públicos en sus importaciones directas.


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