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FERVORES
Por Juan Gelman

t.gif (862 bytes) En Saint-Denis -–afueras de París-- hay un pequeño museo que casi nadie visita: en pocasna36fo01.jpg (10114 bytes) habitaciones exhibe sobre todo material gráfico de la Comuna de 1871, la primera insurrección proletaria, ese intento de "asalto al cielo" que dijera Carlos Marx. Abundan las caricaturas que disecan y ridiculizan al gobierno provisional de Francia, tal vez más numerosas que las asestadas a los prusianos que sitiaban la capital comunera luego de derrotar a las tropas de Napoleón III, "el Pequeño" que dijera -–nuevamente-- Carlos Marx. La autoridad nacional francesa se sustentaba en realistas y conservadores que se mostraban más hostiles a la Comuna que los propios sitiadores. El 21 de mayo de 1871, los primeros desataron "la Semana Sangrienta", dando cuenta de que los caricaturistas de la Comuna no se habían equivocado de blanco.

Entre los fugitivos del desastre se encontraba Jules Vallès, un periodista y escritor de barba y tupida cabellera al filo de los 40 de edad. Había sido jefe de un batallón de la Guardia Nacional que defendía París del asedio alemán y fue por eso condenado a muerte por el gobierno francés. O no tanto por eso: había dirigido Le Cri du Peuple (El grito del pueblo), el periódico socialista más importante de la Francia de entonces y vocero inflamado y riguroso de la insurgencia de los trabajadores; muchas de sus páginas se exponen en el museo. O no sólo por eso: la rebelión de los obreros parisinos en defensa de la patria daba carne y hueso al fantasma del comunismo que recorría Europa, según definió -–otra vez-- Carlos Marx. La medida del pánico de las clases dirigentes francesas puede leerse en las cifras que arrojó la represión: 20.000 parisinos muertos, 38.000 detenidos y más de 7000 deportados. Vallès recorrió ocho años de exilio en Bélgica, Suiza e Inglaterra. Había sido de los últimos en deponer las armas.

Desde adolescente se alzó contra una educación hogareña de dureza campesina y catolicismo tradicional. Tiene 16 años cuando la revolución de 1848 lo empuja a participar en clubes republicanos y manifestaciones estudiantiles con entusiasmos que embarazan al padre, docente en un establecimiento secundario de Nantes, quien lo interna tres meses en un manicomio. En 1851, Napoleón III voltea la república y establece el Segundo Imperio. Vallès se instala en París y comienza una vida periodístico-bohemia de comida escasa y hoteles baratos en la Rive Gauche, deudas constantes, cafés literarios y azarosas colaboraciones con medios a los que la censura imperial otorgaba corta vida. Escribe para oscuras revistas que duran semanas, apenas tres números a veces. Le pagan salteado, en ocasiones en especie, un sobretodo viejo, un par de zapatos. Entonces compone brindis para banquetes, o sonetos para bautizos, o trabaja en diccionarios a centavo por línea. Para el de Pierre Larousse propone un artículo en que afirma: "En el campo de batalla de Waterloo sólo pensábamos en los derrotados de los barrios obreros de París. Yo saludo, no a los héroes muertos, sino a los trabajadores vivos". Esa colaboración fue rechazada, pero el saludo de Vallès se concretó finalmente en la Comuna de París.

La derrota no melló sus ideas. Amnistiado en 1880, regresa a la ciudad y vuelve a editar Le Cri du Peuple. Su socialismo es peculiar: más que de doctrina, se alimenta de ideas y sentimientos antiautoritarios y libertarios. Escribe Jacques Vingtras, una autobiografía novelada en tres tomos sobre cuyo estilo planean cada tanto los estrépitos de Eugenio Sue y de Paul Féval. A esas alturas habían encanecido su barba y cabellera, no su fervor revolucionario.

Tenía 52 años cuando falleció en febrero de 1885. Había escrito: "Quiero al pueblo y él, a cambio, me quiere un poco". Siguieron su cortejo fúnebre, desde el Boulevard Saint-Mitchel hasta el cementerio de Père Lachaise, unas 300.000 personas que lo querían "un poco". Entre ellas, el joven escritor Maurice Barrès, constructor -–con Charles Maurras-- del acérrimo nacionalismo de derecha que ahora asoma groseramente en Le Pen. Por entonces Barrès leía a Vallès todos los días y pensaba que era uno de los maestros de la prosa francesa.

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