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Lationamérica no existe, viva Latinoamérica

 

Por Rosa Montero *

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t.gif (862 bytes) Hace seis o siete años, cuando visité por primera vez la Feria del Libro de Buenos Aires, los periodistas porteños me interrogaron una y otra vez, como si se hubieran puesto de acuerdo en tan pasmoso asunto, sobre qué opinábamos los españoles sobre los argentinos. Hace unos meses regresé a la Feria, y en esta ocasión nadie me planteó semejante pregunta. Tal vez a los argentinos ya no les interese lo que los españoles opinamos; o tal vez ahora tengan una idea más clara de sí mismos. Es posible que Argentina estuviera atravesando, hace unos años, el mismo proceso de desconcierto y búsqueda que también hemos vivido los españoles; me refiero a esos confusos momentos de cambio en los que necesitábamos de la mirada de los otros para poder ser algo. Todo crecimiento rápido es así: duelen los huesos.

Digo todo esto al hilo de una idea que se me he metido recientemente en la cabeza; de la convicción de que se está gestando, en los últimos tiempos, otro modo de vernos entre Europa y América: un modo tal vez menos romántico, pero más sólido. Latinoamericanos y españoles llevamos siglos de malentendidos a las espaldas, porque es difícil saber distinguir las diferencias cuando se tienen tantas cosas en común, del mismo modo que resulta muy costoso reconocer lo que tenemos en común cuando nos separan tantas diferencias. ¿Suena paradójico? Es lo que es. Las relaciones entre América latina y la península siempre fueron confusas.

Mi primera juventud, estoy hablando de los años setenta, fue de un latinoamericanismo exacerbado. Empezando porque en mi generación leíamos mucho más a los autores del boom que a los escritores españoles. Jóvenes como éramos, y en los momentos finales del franquismo, nuestra actitud política era mayoritariamente izquierdista. Idealizábamos a Latinoamérica con encendido verbo de conspiradores de opereta; el futuro y la revolución vendrían de allí, así como el triunfo del Pueblo y la subversión total de los valores; España, pensábamos, tenía que dar la espalda a Europa (cosa que ya hacíamos) y unirse a ese continente formidable. El hecho de que de la Tierra de Promisión nos separaran varios miles de kilómetros y un océano de auténtica ignorancia no nos arredraba lo más mínimo. Esta mentira progresista del amor a la Latinoamérica revolucionaria equivale, en el otro extremo de la escala, a la mentira conservadora de España como la Madre Patria. Son dos imágenes míticas, dos falsedades basadas en el desconocimiento y el deseo.

Tras la muerte de Franco, a los españoles nos llegaron unos años intensos, turbulentos. Durante cierto tiempo España dejó de mirar a Latinoamérica y se ensimismó en la contemplación de su propio ombligo; el país se encerró en sí mismo, como un adolescente en crisis puberal. Ahora, dos décadas más tarde, los españoles hemos conseguido salir del abismo en el que permanecimos durante dos siglos, desterrados de nuestro entorno y de la Historia. Ahora sabemos ya, para mal y para bien, que somos Europa; y empezamos a tener una imagen menos distorsionada de nosotros mismos.

Y es desde aquí, desde esta construcción más o menos sólida del ser, desde donde nos estamos comenzando a conectar con los demás. No sé si me excedo en optimismo, pero tengo la sensación de que, en los últimos años, Latinoamérica y España están aproximándose de un modo más real. Poco a poco empezamos a leer a los nuevos escritores de allá, a ver el nuevo cine del otro lado; poco a poco empiezan a leernos y vernos en Latinoamérica. Y, al mismo tiempo, la diversidad del continente se patentiza.

Porque la idea de Latinoamérica como un todo también es un mito, una mentira. El estupendo escritor uruguayo Napoleón Baccino me decía quejoso hace algunos años: "A veces parecería que toda la literatura latinoamericana ha de ser realismo mágico. Pero ¿qué tiene que ver Montevideo con el Caribe?". Hace un par de meses me preguntaron en la televisión de Venezuela qué opinaba de la mujer de América latina. He aquí una cuestión de respuesta imposible: ¿de qué mujer hablamos? ¿De la porteña y ultraurbana? ¿De la indígena andina? Tal vez haya que admitir que Latinoamérica no existe, como un ente unitario, y que sólo desde el reconocimiento de la diversidad puede construirse un ámbito común.

De la misma manera, el reconocimiento de la distancia entre españoles y latinoamericanos nos está acercando más que nunca. El planeta es cada día más pequeño; las fronteras se borran y en el aire se va tejiendo, día tras día, ese territorio fabuloso y transparente de la lengua común. Qué emoción y qué vértigo, qué inmensa fortuna es poder sentarse a una mesa con una docena de personas de una docena de países diferentes, y entendernos todos en el mismo idioma. Y sabernos tan iguales y tan distintos.

* Escritora española. De La Jornada de México para Página/12.


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