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Una pareja de Flores hizo su casa en un Fiat 600

Son uruguayos, enamorados de Zitarrosa. Tienen como casa un fitito desvencijado. Historia de vida al borde de un basural.

 

 

 

Norma Gómez y Líber Mattos cocinan su propia comida.

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Por Carlos Rodríguez

t.gif (67 bytes)  Son dos náufragos en la gran ciudad. Su refugio, su tabla de salvación, es el esqueleto descascarado de un viejo Fiat 600, cuya estructura --que les sirve de hogar-- apenas se vislumbra debajo de unas lonas que ayudan a frenar los aguaceros, el viento y el frío. Norma Gómez tiene 37 años que parecen más, muchos más. Se vino desde el barrio Sayago, de su Montevideo natal, donde dejó a tres hijos que ahora tienen 13, 16 y 20 años. Justifica el abandono recordando el calvario que vivió con su ex marido: "El es bueno como padre, pero malo como compañero; me pegaba, la última vez casi me mata y me tuve que ir porque era lo mejor". Para poder salir tuvo que encontrar antes la mano extendida de su actual pareja, Líber Walter Mattos, a quien cuesta adivinarle sus 55 años en el rostro todavía fresco y siempre moreno. Los dos viven en un baldío del Bajo Flores, acosados por los mismos fantasmas: tuberculosis, alcohol, pobreza.

Hasta 1993, Norma vivió en Montevideo con sus tres hijos: Claudia Stefanie (13 años), Ingrid Pamela (16) y Pablo Washington (20). Ella vendía puerta a puerta, desde calentadores a kerosene hasta curitas o papel higiénico. Su ex marido --ni su nombre menciona--, además de golpearla, "ni siquiera trabajaba". Cuando caía la venta, Norma y su hijo mayor trabajaban en las quintas que abundan por el barrio Sayago. "En esa época el que tomaba era mi marido", dice mientras habla en el "living" a cielo abierto de su casa, cerca de una mesa sobre la que hay un tomate y un envase vacío de vino Bordolino.

En Sayago ya se conocían con Líber, que también tiene una ex mujer y una hija de 19 años, Alejandra. "El se vino primero, a buscar trabajo, y cuando tuvo algo seguro se volvió allá para buscarme", cuenta Norma mientras baja la cabeza, como avergonzada por el recuerdo de la fuga del lecho conyugal. "Mi marido estaba mal, tomaba mucho, y la última noche que estuvimos juntos creí que me mataba y por eso me fui con Líber", se disculpa como si estuviera ante el juicio final. "Mire lo que son las cosas, desde que me fui él dejó de tomar y se puso a trabajar." Norma sabe las novedades porque cada 15 días recibe noticias de sus hijos.

"Los tres primeros años en Buenos Aires fueron malos, vivimos bajo un puente (ver aparte). Una noche terrible, un uruguayo, un compatriota, nos fajó a los dos", relata Norma en referencia a ella y a Líber. "A mí me pegó en la cabeza --se toca la cicatriz de guerra-- y me quedé desmayada no sé cuánto tiempo; lo peor es que no sabía dónde estaba Líber, así que salí a buscarlo por todos lados, hasta que lo encontré tirado, lleno de sangre."

La historia terminó con los dos internados dos meses en el hospital Parmenio Piñero. Cuando salieron se instalaron en el Fiat. Líber, que durante buena parte de la charla se mantiene al margen, acostado dentro del auto, es albañil, trabajó en la construcción del barrio Ramón Carrillo y cuando las changas son escasas, se las rebusca "con el cirujeo". Tiene un carrito con el que junta cartones, botellas, cobre. Norma lo ayuda sólo por las noches. "De día me da miedo andar por los basurales", afirma.

Silvia Carrizo es enfermera, trabaja en el Centro de Salud y Atención Comunitaria Nº 24 "María Eva Duarte de Perón", y es algo así como el ángel de la guarda de esta pareja de uruguayos. Silvia, como parte de un equipo interdisciplinario, participa de un programa de lucha contra la tuberculosis, una de las patologías más comunes en esa zona de la ciudad de Buenos Aires, llena de villas miserias y marginalidad.

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Hubo que tapar el auto para evitar el frío y la lluvia.

Tienen 12 pacientes en tratamiento porque están enfermos y otros 25 que reciben la misma medicina en forma preventiva, ya que forman el grupo familiar de los afectados. "El tratamiento dura ocho meses y es difícil de llevar para gente que, como Norma y Líber, viven en muy malas condiciones", explica.

Cuando los pacientes dejan de ir al centro de salud, para la consulta médica o para recibir los remedios, Silvia y sus compañeros los salen a buscar. "Norma y Líber son muy buena gente, pero cuando caen en el alcohol dejan el tratamiento y hay que venir a retarlos para que se cuiden." Silvia tiene paciencia porque "acá vive gente que carece de contención social y psicológica y nosotros tratamos de ayudarlos".

Norma asiente con la cabeza y acota que cuando Líber abandona el tratamiento "yo hago lo mismo y lo reto". El temor por la salud de su compañera hace salir a Líber del pozo depresivo y entonces "los dos volvemos a tomar las pastillas", sonríe Norma. Por orgullo, los dos tratan de comprar su propia comida ("no sabés las busecas que hace Líber"), pero cuando las cosas se ponen muy mal, van a buscarse la vianda en el comedor comunitario "Vecinitos". Ahora, tanto Norma como Líber tienen la fantasía de regresar a Montevideo, pero los dos tienen miedo de enfrentarse, después de tanto tiempo, con la mirada y el posible reproche de sus hijos.

"A mí me gusta vivir acá", asegura Líber en uno de sus escasos bocadillos durante la entrevista. Para sacarlo del ostracismo --tenía pudor de hablar de su vida-- tuvo que bajar del cielo Zitarrosa. Mientras por la radio se escuchaba la voz inconfundible de Don Alfredo, Líber lo señaló como su ídolo: "Es el más grande". Y después, con su sonrisa y su voz pausada, Líber confirma lo que se dice de él: que es "un buen tipo".

 


Corridos por la basura


t.gif (862 bytes) Los dos domicilios que tuvieron Norma y Líber en los cinco años que llevan en Buenos Aires figuran en el mapa, pero nunca estuvieron a nombre de ellos. Tres años lo pasaron bajo el puente de Mariano Acosta y Autopista 25 de Mayo. Desde 1996 viven en un Fiat sin ruedas que, en el lugar donde iban los asientos, tiene ahora un colchón de plaza y media donde la pareja se cobija por las noches.

El Fiat, que a juzgar por su estado actual parece haber dejado de andar hace miles de años, quedó estacionado definitivamente cerca del cruce de las avenidas Castañares y Mariano Acosta, en un lugar de la ciudad que la guía Filcar ubica próximo al Parque Almirante Brown, donde está el autódromo que ha vuelto a ser escenario de las carreras de la Fórmula Uno internacional. Muy cerca están el ignoto Club Oeste y el Nuevo Gasómetro, como llaman al estadio de San Lorenzo.

"Aunque no nos vayamos a Montevideo, igual de acá nos tenemos que mudar", anuncia Norma mientras mira como avanza una montaña de basura, de la mucha que está siendo descargada ilegalmente en los baldíos de la ciudad. Líber cuenta que los hombres que manejan "el negocio" de los residuos le ofrecieron trabajo, pero al mismo tiempo le aclararon que de allí se tienen "que ir o ir".

El lugar, muy cerca de una estación del premetro que tampoco tiene nombre, ya era inhóspito antes que avanzara el basural. En un terreno enorme se levanta una sola y precaria casilla. Sus ocupantes le "prohibieron" a Líber levantar la suya. Como no son gente "de andar peleando", Líber y Norma interrumpieron la construcción de un rancho de madera y se acomodaron adentro del Fiat 600.



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