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Por Antonio Dal Masetto


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t.gif (67 bytes) Suena el teléfono y es Felisberto Núñez que sin rodeos me dice:

--Tango y gatos, ¿le sugiere algo?

--Todavía no --contesto.

--Bueno, entonces ahí va, présteme atención, es una pista que vengo siguiendo desde hace años.

Por lo tanto me dispongo a prestar mucha atención, porque la historia que me espera, lo sé, puede llevarme a cualquier parte. Conozco a Felisberto Núñez, es especialista en asociaciones imposibles; si trabajara en algún servicio secreto enloquecería hasta al enemigo.

--Primero fue el japonés, ¿estamos?

--Bien --digo--, primero el japonés.

--Era un tintorero de mi barrio. Cuando llegaba el mes de noviembre se comía algunos gatos del vecindario. Esa era la época en que las mujeres guardaban sus gatos bajo llave y en la feria se decían: "Guarda con el japonés que llegó noviembre". De todos modos, pese a las precauciones, el nipón siempre se las ingeniaba para cazar alguno y aunque nadie llegó a revisar sus cacerolas, todos sabíamos lo que ahí se cocinaba a fuego lento con una salsa liviana de tomates. Después del almuerzo o la cena el japonés se subía a la terraza de la casa de planta baja y primer piso donde vivía y tenía la tintorería y cantaba. ¿Sabe qué cantaba?

--Ni idea.

--Tangos.

--¿Cantaba bien?

--Muy mal. Era petiso y tenía un tórax como radiador de camión, pero le salía una voz finita y por eso las mujeres del barrio, seguramente para vengarse de las pérdidas de gatos, aseguraban que tenía pito chico, pero esto es secundario y lo que importa es que el japonés canoro cantaba tangos en noviembre después de devorar gatos. ¿Está claro?

--Absolutamente sí.

--El segundo fue un italiano, profesor de física. Lo conocí en un viaje que hice a Italia, charlamos una tarde en una confitería frente a la iglesia donde están los frescos de Piero della Francesca, en Arezzo. Me contó que un día tuvo una iluminación y supo que no era italiano, o que su alma y su espíritu no eran italianos, sino argentinos, porteños para ser precisos, y que la única verdad era el tango. ¿Vamos bien hasta ahí?

--Más que perfecto.

--Viajó a Buenos Aires en cuanto pudo y mamó todo lo que se puede mamar sobre tango en el corto plazo de un mes de vacaciones. Después regresó al Río de la Plata cada vez que el trabajo y el dinero se lo permitieron y lo único que hacía era concurrir a los sitios donde se toca, se baila y se aprende a bailar tangos. Cuando lo conocí planeaba otro viaje y vivía con doce gatos que se llamaban Pascual Contursi, Azucena Maizani, Aníbal Troilo, Atilio Stampone, Osvaldo Fresedo, Ignacio Corsini, Ricardo Tanturi, Angel Vargas, Alberto Margal, Virulazo, Agustín Magaldi y Rosana Falasca. Entre paréntesis, hace poco me llegó una carta donde me informaba que Azucena Maizani había fallecido atropellada por un coche mientras cruzaba una calle de Arezzo. ¿Va pescando algo?

--Algo.

--Hay una tercera evidencia. Hace poco me toca viajar al interior de la provincia de Buenos Aires y en una localidad que no quiero nombrar me cuentan la historia de un bandoneonista nativo del lugar, fallecido ya, orgullo del pueblo, maestro de maestros, que solamente tocaba tangos, que no le pidieran otra cosa, y que con la vejez, con el vino y la ginebra fue perdiendo la memoria, y algunas piezas que habían sido gloria de su repertorio habían entrado en la nebulosa del olvido o del semiolvido, así que cuando en una reunión o en un casamiento o en un baile le pedían un tango que se le había esfumado se quedaba pensando un rato y luego anunciaba a la concurrencia: "Bueno, señores, voy a hacerles una esencia".

--¿Cómo sería una esencia?

--Un toque, una sugerencia, cosa de frasco chico, el hombre era un artista. Pero otras veces sucedía que la memoria se le ponía chúcara del todo y no recordaba ni para una esencia, entonces se quedaba mirando fijo el bandoneón y repetía: "Está ahí, yo sé que está ahí adentro". Bien, la cuestión es que cerca ya del final de sus días se trepó al ropero de su casa y se instaló ahí creyéndose un gato, maullaba y resoplaba y tiraba zarpazos como hacen los gatos, los gatos furiosos. Dije gatos.

--Entendí.

--La esposa alarmada salió corriendo a la calle a buscar ayuda, pero era la hora de la siesta y no había nadie y con el único con quien tropezó fue un fulano que había sido enemigo mortal del bandoneonista desde la juventud. La cuestión es que el tipo se asomó a la puerta, vio a su enemigo allá arriba convertido en gato, entró, se colocó junto al ropero y comenzó a ladrarle. Así que ahí estaban, uno maullando y el otro ladrando, pero sobre todo uno maullando. ¿Necesito explicarle algo más?

--No hace falta. Ahora está todo clarito.

 

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