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El museo de la monja Wendy
Por Oscar Steimberg


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t.gif (862 bytes) ¿Hay quien pueda, hoy, seguir diciendo que todas las imágenes de la televisión se parecen?
Posiblemente, sí. Esas cosas suelen repetirse bastante, especialmente en las mesas redondas sobre la problemática de los medios. Pero me cuesta creer que alguien pueda seguir diciéndolas ante el televisor.
Por ejemplo: cuando deja de hacer zapping y desde un canal llamado People+Arts le habla una monja –bien monja, con el flameante hábito negro y la cara asomándose por la ventanita rígida del atuendo posmoderno– que comenta con pasión un desnudo de Rembrandt, mientras la cámara muestra en el cuadro primero el rostro, y después (¿podía esperarse eso?) cada franja de ese cuerpo femenino representado en distraído abandono. Para entender el abandono de ese cuerpo, nos dice la monja, hay que pensar en lo que acabamos de ver en ese rostro (y la cámara vuelve a él): una expresión de atónita preocupación. Uno espera que la monja diga, ahora sí, algo que asiente su discurso en una moral religiosa, sobre todo porque nos informa además que esa mujer es Betsabé, y que en la escena que eligió Rembrandt está acosada por un preciso dilema: el de aceptar o no la propuesta amorosa del Rey David, que la corteja a pesar de estar ella casada con uno de sus generales. Y no: la monja –siempre entusiasta, movediza, de una edad posiblemente más que intermedia pero exhibiendo (es fea y graciosa) unos dientecitos de conejo que le dan un aire travieso– elige explayarse acerca de la dimensión trágica de esa decisión, que excede, dice, el ámbito de la vida individual para afectar la de todo un pueblo. Del pecado de adulterio, nada. Y la descripción de ese rostro, si bien es probablemente la de los manuales de Historia del Arte, no se muestra mal enhebrada ni privada de interés. Ni, especialmente, de pasión.
Trato de explicarme esa imprevisible libertad asociándola, con las peores intenciones, con otro momento de fervor de la expositora, en el que ante otro cuadro nos informa que encuentra “horrible” el rostro de Enrique VIII, con “sus ojos de cerdito y su boca de capullo”. ¿La monja Wendy (para colmo, el nombre suena a actriz norteamericana de sit-com) habrá conseguido un permanente nihil obstat de la Iglesia para su discurso de divulgación tan profano, a cambio de algunos ataques a personajes como el del fundador de la Iglesia Anglicana? Nunca lo sabremos, y además las imágenes del Rey no parecen compensar del todo las otras ...
Algo es seguro: la monja Wendy pertenece a un mundo de palabras e ideas bastante diferente del nuestro. Y no es que aquí no haya monjas desviantes: hace todavía muy poco que algunas llegaron a enfrentar un estallido de rabiosa moralina vecinal acompañando a travestis reprimidos en la calle; y es probable que la monja Wendy no necesite, para lo que hace, un coraje como el de las que se enfrentaron de ese modo a la cruzada de los bienpensantes locales. La novedad está en otro lado: en el despegue de Wendy con respecto a esa palabra misional que consideraríamos natural en una religiosa mediática. Su tema es el arte, esa práctica “que entreteje naderías”, si se la confronta, como en el poema de Borges, con los valores de la acción; pero uno ve aquí ese programa y se le cae la mandíbula. Acá las monjas no expresan esas fruiciones, y los sacerdotes varones de cualquier religión tampoco, si están hablando para los medios.
Como no sé nada de la monja Wendy, pienso que hasta podría ser un personaje inventado, representado por una actriz. Pero eso no cambiaría las cosas: si el programa se produjera aquí, el golpe a la costumbre seríalo mismo, o peor. Y agrego algo que, para mí, es tan importante como lo otro: yo no solamente ignoraba que una monja mediática pudiera comentar esas imágenes mostrando ese placer, sin justificarse ni dar consejos; además, creo que me dejaba muy tranquilo pensar que eso no podría ocurrir.
Carlo Ginzburg, filósofo de arte, escribió hace poco que la afirmación de que todo el mundo es (según un dicho italiano) paese (región de origen, terruño, “pago”) no quiere decir que todo el mundo es igual, sino que todos estamos siempre spaesati (desterritorializados, extrañados, dejados afuera) con respecto a algo o a algunos. El propio paese es la tierra de uno, con sus delicias y su espanto. Cuando me muestran otro, lo primero que siento es que yo no soy de ahí. Después vendrán los parecidos, pero lo primero que golpea es la distancia, que puede ser dolorosa, si lo que me muestra por contraste es una limitación propia, y la costumbre de aceptarla.
Porque la posibilidad de percibir diferencias en la televisión puede perderse, al menos, por dos razones: una, por decisión de los dueños del negocio televisivo. La otra, por la propia recaída en la costumbre de ver siempre lo mismo, desde una perspectiva que no deja ver diferencias porque no quiere reconocerse ella misma como extrañada, alejada, separada de tantas cosas.

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