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"Sed de mal", ahora a la manera de Orson Welles

El Festival de Cine de Toronto estrena una nueva, polémica y tardía versión de un clásico maldito del realizador. Además, buena parte de los directores participantes presenta sus películas favoritas.

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Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto

t.gif (67 bytes)  De las más de trescientas películas que ofrece en estos días el Festival Internacional de Cine de Toronto, no todas son necesariamente estrenos o novedades. Desde 1995, año en el que el festival celebró simultáneamente su vigésimo aniversario y el centenario del cine, Toronto incluye dentro de su programación una sección paralela organizada por la Cinemateca de Ontario. En ella se aprovecha la aparición en la ciudad de algunos de los directores que llegan con sus nuevas películas, para proponerles el juego de que presenten a su vez su clásico preferido, aquel film que los impulsó a decidirse por el cine, o que simplemente los conmovió cuando aún no imaginaban siquiera que algún día iban a situarse en un set con una cámara en las manos. Esta sección, titulada "Dialogues", plantea precisamente eso, un diálogo apasionado entre el pasado y el presente del cine, entre un realizador contemporáneo y sus afinidades electivas, que marcaron su propia obra.

La selección de títulos a veces es una pura sorpresa, como cuando en ediciones anteriores Jonathan Demme eligió nada menos que Antonio das Mortes de Glauber Rocha. O cuando Jean-Luc Godard, siempre provocativo, presentó una película independiente estadounidense de la que nadie, hasta entonces, conocía su existencia. Este año los films elegidos por los ilustres invitados son, si se quiere, más previsibles, o claramente representativos de sus propias formas de concebir el cine, pero aún así siempre hay motivos para el asombro. Uno de estos casos es el de John Waters, el director de films de culto como Hairspray, Cry Baby y Serial Mom, todos ejemplos del más puro kitsch estadounidense. ¿Su elección? Boom! (1968), considerado uno de los fracasos más estrepitosos de la historia del cine, por todos los nombres involucrados delante y detrás de las cámaras. El director fue el inglés Joseph Losey, que por aquel entonces, después de El sirviente y Extraño accidente, era uno de los más prestigiosos del momento. El guionista, nada menos que Tennessee Williams, que adaptó su propia obra The Milk Train Doesn't Stop Here Anymore. Y la pareja protagónica, Elizabeth Taylor y Richard Burton, en su período de apogeo. El resultado: un auténtico desastre, una película, según definió el propio Waters, "que no es solamente mala, un film a la vez tan genuinamente horroroso que hay una sola palabra para describirlo: perfecto".

El mexicano Arturo Ripstein, que no pudo llegar a tiempo a Toronto para presentar El evangelio de las maravillas debido a que está en la fase final de producción de su nueva película --la esperada adaptación de El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez--, pidió que en su nombre se proyectara Nazarín (1958), de Luis Buñuel, que fue su reconocido mentor y maestro. Y James Ivory, el director de La mansión Howard y Lo que queda del día, que trae a Toronto su nueva película A Soldier's Daughter Never Cries, con Barbara Hershey y Jane Birkin, hizo una extraña combinación. Por una parte, presentó el clásico de clásicos Lo que el viento se llevó (1939), "una película que marcó mi niñez, en un año en el que no faltaron otras obras maestras como La diligencia y El mago de Oz". Y a su lado puso Charulata (1964), de Satyajit Ray, una película que fue determinante en la formación de Ivory como cineasta, durante sus años de residencia en la India. "Las dos películas tienen heroínas de carácter muy fuerte, pero de personalidades muy distintas, que oscilan entre la determinación y la contemplación, algo que siempre encuentro en mis propios personajes", explicó Ivory.

Al margen de la sección "Dialogues", otro clásico emerge triunfante entre las novedades de Toronto. Se trata de la versión restaurada de Sed de mal (1958), la obra maestra de Orson Welles, que debió haber tenido su reestreno en Cannes en mayo pasado. Una demanda legal de la hija del cineasta Beatrice, que se sintió excluida del proyecto, postergó la ocasión y ahora, que las aguas parecen haberse tranquilizado, Toronto tomó la posta y le hizo un lugar muy especial a esta remozada versión de Touch of Evil, cuyo montaje se hizo siguiendo las especificaciones de Welles mismo, a partir de un memorándum de 58 páginas que en su momento le transmitió a la Universal y que la compañía productora desoyó por completo. Ahora el film tiene 111 minutos en vez de los escasos 95 con los que había estado circulando durante los últimos treinta años. Como se sabe, Welles fue expulsado de la sala de montaje --una maldición que lo perseguía desde los tiempos de Soberbia-- y nunca existió, hasta ahora, un "director's cut", como se estila en estos días, aún para películas que no lo justifican. No es el caso de Sed de mal, que ahora luce muy distinta, empezando por el célebre plano secuencia inicial, que ya no lleva los molestos títulos sobreimpresos ni tampoco la música de Henri Mancini. En su lugar, ahora se escuchan los rumores de la gente, los autos y los clubes nocturnos, que la cámara va atravesando en su interminable recorrido por la sórdida ciudad fronteriza en la que reina el decadente policía Quinlan, interpretado por su mismísima majestad Welles.

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