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A la izquierda de Blair, Jospin quiere más políticas sociales

Nacida en Gran Bretaña, la “Tercera Vía”, alentada por  el triunfo de Gerhard Schroeder en Alemania, pretende impulsar aquel  tercer camino proclamado por Nasser o Perón, traduciéndolo a términos de los 90: ni el mercado salvaje ni el Estado dirigista.

El premier francés Lionel Jospin quiere llevar “los ecos” del triunfo de Schroeder a su molino.
Los socialistas franceses creen en la intervención del Estado; los laboristas británicos, no.

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Por Eduardo Febbro desde París

t.gif (67 bytes) Después de la victoria electoral del socialdemócrata alemán Gerhard Schroeder en la consulta del domingo pasado, 11 de los 15 países de la Unión Europea cuentan con gobiernos dominados por la izquierda. Las excepciones son España, Irlanda, Bélgica y Luxemburgo. Con el ingreso de Alemania en el círculo de la rosa, los cambios de orientación política defendidos por el premier francés Lionel Jospin encuentran un aliado de peso. El eje franco-alemán, pilar de la construcción europea, funciona ahora con una misma dinámica política a la que se le suman los laboristas británicos. Jospin y el premier británico Tony Blair llevan más de un año “compitiendo” por el liderazgo europeo para definir esa “tercera vía” capaz de encauzar al viejo continente en un camino más dedicado “al servicio de los pueblos”, según la expresión de los socialistas franceses.
Con un socialdemócrata a la cabeza de la primera potencia económica de Europa, la tan discutida y nunca plasmada “Europa social” va a “tener cuerpo más rápido de lo que sonamos”, declaran los socialistas de París. Hasta ahora, el PS siempre explicó que no podía impulsar una reforma de izquierda en la Unión Europea porque el viejo continente seguía respetando el “legado liberal” de la construcción europea. Con Schroeder en Alemania, el postulado de una tercera vía se refuerza precisamente en el país que rige las orientaciones económicas europeas. Su contenido ya está definido en las pugnas del pasado, especialmente entre Francia y Alemania. Cuando la coalición rosa-rojo-verde ganó las elecciones legislativas en Francia, Jospin se enfrentó con el canciller alemán Helmut Kohl a propósito del “pacto de estabilidad”, la armadura que fijaba las condiciones del lanzamiento de la moneda única, el Euro. El pacto imponía una apretada disciplina presupuestaria que se oponía a la Tercera Vía encarnada por Jospin en ese momento: “El Estado debe actuar ahí donde el mercado no llega”. Jospin firmó el pacto de estabilidad a cambio de una resolución sobre el empleo adoptada en la cumbre europea de Amsterdam y de una reunión especial consagrada a las políticas a favor del empleo.
Mucho más que la Tercera Vía de Blair, era la oposición alemana de Kohl la que imposibilitaba una profundización de esa nueva política. En su primera visita a Francia luego de su triunfo electoral, Gerhard Schröder declaró en París que en adelante abogaría por que las “políticas del empleo se definieran concertadamente a nivel europeo”. Queda sin embargo por disminuir las diferencias que separan a los cuatro grandes protagonistas de la mutación: Schroeder en Alemania, Blair en Gran Bretaña, Prodi en Italia y Jospin en Francia. El antagonismo más fuerte se plasma en la oposición Blair-Jospin.
Mientras los franceses ven a la Tercera Vía como una política capaz de preservar el papel de los poderes nacionales en la gestión social de la economía, los británicos (como los italianos y los daneses) tienen otro discurso: sociedad social pero flexible. En ese término –flexibilidad– está en juego el estilo de la Tercera Vía. Si se toman los tres países centrales, Alemania, Gran Bretaña y Francia, Schroeder dice que no aspira a crear “una nueva izquierda sino un nuevo centro”. Blair parecer optar por un “liberalismo flexible ante lo social” y Jospin declara: “Los franceses quieren una modernidad que no oponga la eficacia económica y la justicia social, sino que funda una en la otra”.
El socialismo de Jospin es más una “vía de la conciliación” que una oposición radical. Sin poner en tela de juicio la economía de mercado, se trata de matizar el modelo neoliberal con políticas sociales sin las cuales los individuos terminarían asfixiados. Un ejemplo de esta idea esla instauración de las 35 horas de trabajo semanales sin pérdida de salario. Allí donde los alemanes dejan a los sindicatos el papel de negociarlas y los británicos, al mercado la oportunidad de recurrir a esa medida, en Francia las 35 horas son una ley sancionada por el Parlamento y cuyo eje motor, el hacedor y el mediador, es el Estado.

 

La crisis del neoliberalismo

Mientras el presidente Menem –autoinvitado a Washington– se esmerará vanamente en demostrar la invulnerabilidad de la economía argentina ante los vaivenes de la crisis financiera mundial, ésta, sin inmutarse, avanza con paso firme hacia las costas sudamericanas, devastando las bolsas de valores y anunciando, como el menor de los males futuros, una profunda recesión.
En muchas oportunidades se presagió la crisis final del capitalismo, pero el esperado evento no se produjo. El capitalismo vive de crisis en crisis sin que ellas impliquen el colapso de sus estructuras, aunque el costo social de esas convulsiones siempre sea altísimo. Pero más allá de los sucesos en curso en el planeta no signifiquen el derrumbe del sistema, está claro que un tipo de gestión de sus negocios ha caducado irremediablemente. “El capitalismo es una fuerza que avanza pero que no sabe adónde va”, ha dicho hace poco Jospin. Y el paradojal Soros lo ha confirmado: “El sistema capitalista mundial, que acarreó una prosperidad brillante en Estados Unidos en los últimos diez años, está a punto de desintegrarse”.
En verdad, nadie gobierna los mercados, nadie interfiere sobre la volatilidad de un billonario movimiento diario de capitales nominales que, sin control alguno, atacan especulativamente a las economías reales: primero en Asia, luego en Rusia, ahora también en América latina. A pocos años de la implosión de la Unión Soviética –su victoria mayor– la utopía neoliberal desnuda su fracaso.
Como lo ha señalado Pierre Bourdieu, el neoliberalismo es un proceso darwiniano de destrucción sistemática de los sujetos colectivos. También de corrosión de las identidades personales, sometidas a la barbarie de la lucha de todos contra todos, y de fragmentación de la sociedad civil y descomposición del Estado y de la política. La sociedad civil busca ser transformada en aglomeración de mundos privados y al Estado y a la política se los desvincula de lo público para transformar a los partidos en agencias electorales y a los estados en interlocutores subordinados del capital financiero globalizado.
El nuevo orden mundial del neoliberalismo es el reino sin límites del mercado del dinero; la crisis de una civilización que alguna vez se basó en el trabajo productivo y en el ideal republicano de una igualdad de derechos. El fin de la Guerra Fría desmanteló toda resistencia y disipó toda imagen de alternativa: sin rivales a la vista llegó el tiempo del pensamiento único, del fin de la Historia.
Los estragos de la crisis actual, sin embargo, están obligando a repensar la lógica de las cosas para evitar el camino hacia el precipicio. Los economistas vuelven a sacar de las bibliotecas los empolvados tomos de Lord Keynes y los políticos y los sociólogos vuelven a pensar en un caballero perdido en el camino: el Estado. En este mundo neoliberal que ha globalizado la economía, las informaciones, los consumos, ha llegado la hora de mundializar las instituciones públicas.
Ese es el nuevo signo que parece entrar en las agendas políticas. Sus ecos más fuertes vienen de Europa, en donde en trece de los quince países del continente, una socialdemocracia renovada –en donde caben los matices de Blair, de Jospin, de Prodi; ahora de Schroeder– insinúan un programa de cambios frente a la globalización salvaje, centrados en una recuperación de los roles promotores y reguladores del Estado y en la construcción de redes de contención supranacionales, a la altura de los desafíos de la mundialización. ¿Una utopía? Quizás, pero valdría la pena apostar a ese sueño para librarnos de la pesadilla presente.

 

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