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K.O.
Por Juan Gelman

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t.gif (862 bytes) "Procedo de una tradición periférica, la de un rincón muy provinciano de Shikoku (la más pequeña de las cuatro islas principales del Japón). Es un lugar muy extraño, con una larga historia de maltrato, fuera del alcance de la cultura", explicó una vez Kenzaburo Oé. Como William Faulkner, como Juan Carlos Onetti, el Nobel de Literatura japonés ha situado su narrativa en un lugar que no nombra lo que existe y así da existencia real a lo que existe. Convierte la periferia en centro --según quería León Tolstoi: "Habla de tu aldea y serás universal"-- y reinstala en la cultura lo remoto olvidado de nuestra civilización. Que no radica exacta o solamente en lejanías geográficas, sino en la crueldad acentuada con que el capitalismo destruye los espacios de individualidad que Occidente viene edificando desde el Renacimiento.

Nacido en 1935, Oé recibió un doble legado. En primer lugar, el del fermento democrático que recorrió el Japón en 1945-1948. Hasta su derrota en la Segunda Guerra Mundial, el país padecía una derecha desconocida o ya olvidada en Occidente, una derecha sin oposición que se identificaba con toda la realidad y que invadía hasta el más mínimo de los aspectos de la vida cotidiana, como registró en Las hermanas Makioka (1957) el gran novelista tradicional Junichiro Tanizaki. Todo cambió con Hiroshima: empezaron a hablar los que se habían callado, el arco de las izquierdas --comunistas, socialistas, liberales-- ganó una dinámica sin precedentes y, a pesar de la ocupación militar estadounidense, un millón de obreros tomó el control directo de la producción de fábricas y empresas en 1946. Los intelectuales japoneses se empeñaron entonces en elaborar una teoría de la revolución democrática contra la estructura imperial. El terreno de la subjetividad fue muy explorado en busca de respuestas a la relación entre el Yo y la Historia, más allá del marxismo institucional. "Marx + Freud + Ethos" era la consigna, absolutamente desagradable para el partido comunista del Japón. Tal vez perseguidos por su silencio anterior y seguramente por los fantasmas de la guerra, esos intelectuales bregaban por un sujeto fuertemente autónomo, libre de trabas semifeudales, capaz de un compromiso activo por la paz.

El otro legado de Oé es literario. A comienzos del siglo XX irrumpe el realismo en una novelística hasta ese momento signada por la ambigüedad, el aimain de los clásicos, que el sistema ideográfico permite y aun alimenta. El lenguaje se tornó más coloquial y abierto al conocimiento del yo, como una nueva ideología de la escritura que la considerase un derivado y privilegiara la voz. Pero, a diferencia del otro Nobel japonés, Yasunari Kawabata, que trataba de hermosear la muerte --dijo-- y de armonizar el ser humano con la Naturaleza y el vacío, y consideraba que la ambigüedad es fundamento de la obra literaria, Oé cree que la ambigüedad es parte de la vida, una dimensión cultural y política que hasta le hace dudar de su escritura.

Hace más de 30 años que Oé participa tercamente en el movimiento pacifista y antinuclear del Japón, y no ceja en su denuncia del vacío moral y emocional que el boom económico del país encubre. En 1963 conoció en Hiroshima el rostro más desnudo de la capacidad criminal del ser humano. Ese mismo año le nació un hijo con una hernia cerebral que lo hacía parecer un monstruo bicéfalo. De algún modo ambas catástrofes conviven en su literatura y no falta el crítico liviano que postula que la desgracia familiar de Oé lo convirtió de buen escritor en gran escritor. Hay grandes escritores que no han sufrido desgracias familiares de ese porte. Hay otros no tan grandes que las han sufrido. La obra de Oé se instala en otro espacio.

En su novela corta El día que El se digne enjugar mis lágrimas relampaguea la visión cotidiana de las secuelas de la guerra en niños y jóvenes de un rincón provinciano del Japón. El relato del protagonista, un enfermo terminal que se propone dictar "una crónica de la época", entreteje su pasado y su presente de tal modo que construye un parentesco íntimo entre subjetividad y sociedad. "Soy un cáncer", grita el personaje, consciente de que el mal "crece imperturbable" con "una energía vital que escapa a todo control", "multiplicándose de manera natural, por su propia fuerza". Del estilo narrativo dimana que el cáncer es el sistema, que se reproduce con la vitalidad propia de su enfermedad: la injusticia. Oé procede a descripciones detalladas de la decadencia del cuerpo masculino que adquieren el rango de símbolo de la decrepitud del cuerpo social victimizado. Es un símbolo cargado de indignación impotente y bordea los campos de la locura y de la muerte. Los textos de Oé deliran como la realidad. Con razón el fino especialista y académico Msado Miyoshi pensó que "hay momentos en que pareciera que la conciencia crítica del Japón sólo vive en la obra de Oé". Eso ocurría con Pier Paolo Pasolini en la Italia de los años '70. Es una conciencia que nace del dolor de todos.

 

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