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SILENCIOS

Por Eduardo Galeno


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t.gif (862 bytes) La música

Una larga mesa de amigos, en el restorán Plataforma, era el refugio de Tom Jobim contra el sol del mediodía y el tumulto de las calles de Río de Janeiro.

Aquel mediodía, Tom se sentó aparte. En un rincón, se quedó tomando cerveza con Zé Fernando. Con él compartía el sombrero de paja, que lo usaban salteado, un día uno, al día siguiente el otro, y también compartían algunas cosas más.

--No --dijo Tom, cuando alguien se arrimó--. Estoy en una conversa muy importante.

Y cuando se acercó otro amigo:

--Me vas a disculpar, pero nosotros tenemos mucho que hablar.

Y a otro:

--Perdón, pero aquí estamos discutiendo un asunto grave.

En ese rincón aparte, Tom y Zé Fernando no se dijeron ni una sola palabra. Zé Fernando estaba en un día muy jodido, uno de esos días que habría que arrancar del almanaque y expulsar de la memoria, y Tom lo acompañaba callando cervezas. Así estuvieron, música del silencio, desde el mediodía hasta el fin de la tarde.

Ya no había nadie en el restorán cuando se marcharon los dos, caminando despacito.

 

 

La cumbre

 

Cada día, día tras día, repetían el viaje. Volvían de la escuela pedaleando, Alon en su bicicleta verde. Tzviki en su bicicleta roja, por el camino entre los árboles, y el sol corría con ellos por detrás del follaje.

Al fin de la llanura, donde empezaba la montaña, se tomaban de la mano, Alon, alzado en los pedales, se afirmaba con todo, y el envión lanzaba a Tzviki cuesta arriba. Entonces Tzviki extendía la mano y daba impulso a Alon. Y así iban subiendo. Cada uno creaba un viento que empujaba al otro, y de viento en viento, de mano en mano, llegaban a la cumbre.

Llegaban jadeando, cuando ya no daban más. Montados en sus bicicletas, se quedaban un buen rato allí. Sin soltarse las manos, contemplaban los valles de Jerusalén, que se extendían, luminosos, allá abajo, y ninguno decía nada.

Han pasado los años. La misma vieja bicicleta verde sigue acompañando a Alon Raab, ahora él vive muy lejos de aquellos parajes, pero pedaleando siente la misma música del viaje en el viento. Y Alon se pregunta qué será de su amigo Tzviki, que nunca más se supo, y qué será de aquella montaña, o cerrito nomás, que allá en la infancia supo ser el pico más alto del mundo.

 

 

La casa

 

Había sido albañil desde la infancia. Cuando cumplió dieciocho años, el servicio militar lo obligó a interrumpir el oficio.

Lo destinaron a la artillería. En la práctica del tiro de cañón, debía disparar contra una casa vacía, en medio del campo. Le habían enseñado a tomar puntería, y todo lo demás; pero no pudo hacerlo. El había construido muchas casas, y no pudo hacerlo. A los gritos le repitieron la orden, pero no.

El quería decir que una casa tiene piernas, hundidas en la tierra, y tiene cara, ojos en las ventanas, boca en la puerta, y tiene en sus adentros el alma que le dejaron quienes la hicieron y la memoria que le dejaron quienes la vivieron. Eso quería decir, pero no lo dijo. Si hubiera dicho eso, lo hubieran fusilado por imbécil. Plantado en posición de firmes, se calló la boca; y fue a parar al calabozo.

En un fogón de las sierras argentinas, en rueda de amigos, Carlo Barbaresi cuenta esta historia de su padre. Ocurrió en Italia, en tiempos de Mussolini.

 

 

Los solos

 

Lo cazaron en la selva, cuando era muy pichón. A golpes de hacha voltearon el árbol donde tenía su nido. Lo vendieron en la ciudad. Preso en una jaula, entre cuatro paredes pasó toda su vida. Hasta que fue abandonado. Lo recogió la familia Schlenker, que en las cercanías de Quito tiene un refugio para animales tristes. Este guacamayo nunca había visto un pariente. Ahora no se entiende con los demás guacamayos, ni con loro ninguno, ni se entiende con él. Acurrucado en un rincón, tiembla y chilla, se arranca las plumas a picotazos, tiene el pellejo sangrante y desnudo.

Pobre bicho, digo. Más solo, imposible. Pero Abdón Ubidia, que me ha llevado al refugio, me presenta al solo más solo del mundo. Es el último aguti paca, o cuy de monte, que pasa las noches caminando en círculos y pasa los días escondido bajo el tronco hueco de un árbol caído. El es el único de su especie que queda vivo. Todos los suyos han sido exterminados. Mientras espera la muerte, no tiene a nadie con quien conversar.

 

 

Parte de guerra

 

La hija de don Francisco fue capturada en la sierra de Chuacús. En la madrugada, un oficial del ejército de Guatemala la arrastró hasta la casa de su padre, y encaró a don Francisco:

--¿Está bien lo que hacen los guerrilleros?

--No --dijo don Francisco--. No está bien.

--¿Y qué hay que hacer con ellos?

Don Francisco calló.

--¿Hay que matarlos?

Don Francisco seguía callado, mirando el suelo. Su hija estaba de rodillas, encapuchada, maniatada, con la pistola del oficial clavada en la cabeza.

--¿Hay que matarlos? --insistió el oficial.

Quizás don Francisco quiso decir: no, pero ninguna palabra le salió de la boca. Y siguió callado, con los ojos clavados en el suelo.

Antes de que la bala volara la cabeza de la muchacha, ella lloró. Bajo la capucha, lloró. Lloró por él.

 

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