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El gremio de los poderosos


Por James Neilson


t.gif (67 bytes)  De ser Augusto Pinochet un asesino común con nada más que un par de muertes en su haber, al gobierno chileno no se le ocurriría protestar por su detención en Londres: aunque hubiera olvidado pedirla, entendería que no se puede permitir que los criminales anden sueltos por el mundo. Pero Pinochet es un asesino serial cuyas víctimas se cuentan por miles y, para colmo, mató por razones "políticas", de modo que le parece escandaloso que los británicos hayan rehusado dejarlo volver enseguida a su aguantadero. Claro, los gobernantes chilenos tienen sus motivos --los amigos del dictador reciclado en senador vitalicio los están amenazando--, pero no puede decirse lo mismo de los otros políticos, incluyendo al ex mandamás español Felipe González, que han puesto el grito en el cielo para advertirnos sobre lo malo que sería si se desactualizara el principio de la "territorialidad penal", esta manifestación al parecer fundamental de la "soberanía nacional".

El deseo de tantos políticos de defender la "territorialidad" con uñas y dientes puede comprenderse: se trata de un principio que muy raramente sirve para ayudar a un ciudadano común en apuros pero que suele dar inmunidad a quienes disfrutan de poder político en su propio país. Como la licencia para matar de James Bond, la territorialidad asegura a los políticos --siempre y cuando conserven cierta capacidad para presionar a sus compatriotas--, la impunidad que casi todos anhelan. Lo mismo que los pasaportes diplomáticos que algunos gobiernos distribuyen entre los privilegiados, la idea de la territorialidad hace de los poderosos miembros de una casta especial que se siente por encima de la ley que otros tienen que respetar.

Así las cosas, era de prever que mientras que en todos los países la gente común cree justa la detención de Pinochet en Inglaterra --el hombre ordenó la tortura y asesinato de muchos, ¿no?--, políticos de diversa coloración ideológica han estado manifestando su preocupación. ¿Qué ocurriría, se preguntan, si en adelante la Justicia deja de tomar en cuenta los pretextos políticos que han facilitado una parte notable de los horrores del siglo XX y comienza a tratar a los integrantes del gremio de los poderosos como seres comunes con los mismos derechos que todos los demás? ¿Qué les pasará si la lucha contra la corrupción se globaliza? La inquietud que sienten los políticos ante esta perspectiva es lógica; también lo es la satisfacción que sienten los muchos que están convencidos de que ya es tiempo de eliminar todos los privilegios que permiten a una elite burlarse de la Justicia.

 

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