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Entre los argumentos esgrimidos por la  defensa de Augusto  Pinochet, para lograr que la Cámara de los Lores le permita volver a Chile, está el que  recurre a   “consideraciones  humanitarias”. Aquí se  reproducen dos   entrevistas realizadas en 1974, inéditas  hasta ahora, con  torturados en las  prisiones del régimen pinochetista. Ellos no dejan lugar a dudas  sobre cuál debería ser la decisión de los Lores si se tienen en cuenta   “consideraciones  humanitarias”.

REPORTAJE A DOS VICTIMAS DE LA DICTADURA CHILENA
Así torturaba Pinochet

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Por María Ester Gilio

t.gif (67 bytes) Meses después del golpe del 11 de setiembre de 1973 en Chile, las modestas pensiones de los alrededores de Parque Lezama, en Buenos Aires, albergaban gran número de chilenos, que huyendo de la dictadura en su patria habían buscado refugio en la Argentina. Era fácil detectarlos en el mercadito de Juan de Garay y Defensa, comprando medio kilo de manzanas, dos bananas, un paquetito de papas fritas. Silenciosos y tristes, su ropa –no más humilde que la de muchos argentinos que andaban por el mercado– tenía algo de fuera del tiempo que los identificaba. Sin necesidad de que hablaran, alcanzaba con verlos para saber de dónde venían.
Las entrevistas que se transcriben a continuación, realizadas en el verano de 1974, nunca fueron publicadas. Los entrevistados –cuyos nombres nunca fueron pronunciados– sólo hablaron con la promesa de que las palabras dichas no serían publicadas hasta que Chile retomara su camino. Demoró tanto en retomarlo que terminaron en el fondo de un cajón olvidadas.
La historia que protagoniza hoy el general Augusto Pinochet acaba de sacarlas del olvido.
Repasando los diálogos ocurridos hace 24 años, es fácil ver que el interés del trabajo se centró sobre todo en un hecho: la intervención de los americanos en la tortura. Hecho que hoy fue probado y en ese momento se buscaba probar. De las once realizadas sólo se transcriben dos, las más reveladoras.

1 Estudiante de medicina de 26 años, trabajaba en un hospital de Concepción cuando el golpe se produjo. “Al día siguiente del golpe, todo el personal médico y paramédico del hospital fue mandado alinear por el coronel William Beddings, quien, como médico y profesor en el Instituto de Citología Doctor Wilhems nos apercibió de que nos estaba absolutamente prohibido ayudar a civiles. Aquel que sea sorprendido ayudando a un civil herido en combate o durante un allanamiento será automáticamente fusilado, dijo”.
–¿Qué hacían entonces con los heridos? ¿Los ponían en un rincón y los dejaban morir?
–No, él dijo que si alguien llegaba con veinte agujeros en el cuerpo, sólo dos debían ser cosidos y el resto había que dejarlo como estaba.
–¿Justificaba de algún modo esta conducta?
–Sólo dijo: “Desde ahora en adelante el Juramento Hipocrático se lo meten en el culo.
–¿Cómo lo describiría en cuanto a su apariencia?
–Tenía uniforme militar y una expresión de locura. Llevaba, desafiante, un revólver en el cinturón, a la derecha y el Código Militar de Justicia, en la mano izquierda.
–¿Esas órdenes se cumplieron?
–No sé, lo que puedo decir es que en setiembre y octubre los muertos en el hospital fueron muchos. Esto no lo vi directamente porque había dejado el hospital y pasado a la clandestinidad.
–¿Fue fácil ese paso?
–Bastante fácil porque me habían prestado un departamento en un lugar muy seguro que tenía además un beneficio extra, desde la ventana yo podía ver mucho de lo que pasaba en la calle.
–¿Qué cosas? ¿Persecuciones, correrías?
–Un día pude ver un camión militar que pasaba exponiendo a una persona desnuda, sangrando.
–¿Un hombre?
–Un joven de unos 18 años con los ojos vendados y la bolsa de los testículos cortada en dos.
–¿Por qué lo exhibían?
–Dos soldados lo sostenían mientras una voz desde un megáfono pedía que identificaran “al traidor”.
–¿Qué buscaban con eso?
–Ellos sabían que la madre estaba en el vecindario y que si se enteraba correría hacia él. Eso les permitiría aprehenderla y a partir de allí sacar del muchacho la mejor información. Evidentemente había sido torturado durante días sin ningún resultado. Con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados fue fusilado unos minutos más tarde en medio de la calle.
–Finalmente a usted lo agarraron.
–Sí, a fines de diciembre me agarraron y me llevaron a la base naval de Talcahuano. Allí, pasando la puerta de los leones, en la colina, a la izquierda del fuerte de Borgoño, está el campo de tortura.
–¿Fue allí que vio un americano?
–Sí, allí fue. El interrogatorio comenzó, como de costumbre con preguntas casi simpáticas. Además del americano estaba presente un capitán chileno que lo traducía.
–¿Quiénes torturaban?
–Ellos no.
–Usted dice que la sesión empezó suave.
–Sí, pero el tiempo pasó y las cosas fueron cambiando porque mis respuestas no los satisfacía.
–¿Cómo sabía que el hombre ahí presente era americano?
–Lo supe más tarde aunque nunca vi sus documentos. Pero tampoco vi los documentos de los chilenos, me baso en indicios. Por ejemplo cuando las torturas se agravaron y los golpes se hicieron más brutales, el capitán chileno que me estaba interrogando empezó a traducir mis respuestas al inglés y a esperar instrucciones del otro, quien en inglés ordenaba la manera exacta en que debía continuar la tortura. Su inglés era típicamente del norte. Yo lo escuchaba y podía ubicar términos que en esa lengua me son familiares. A pesar de mi extrema angustia no perdí ninguna palabra de lo que se decía. El era quien iba ordenando cada cambio en el programa. Parecía un cirujano instruyendo a sus ayudantes en una operación complicada: “Una escisión en tal membrana”, “Cortar tantos centímetros”, etcétera. El americano ordenaba qué debían hacer los tres torturadores, pero siempre a través del capitán chileno que trasladaba sus órdenes al español. “Aplique la picana en los testículos”, “Péguele con la culata del rifle en los riñones”, “Picana en la boca”, “Golpee en el cuello y en el estómago”, “Pregúntele qué carajo estaba haciendo en Europa en enero del ‘69”. “Turismo”, contestaba yo. “Pregúntele si participar en el congreso político de Bucarest es hacer turismo”. “Pregúntele si es el autor de los artículos sobre políticas americanas que aparecen en los boletines estudiantiles”. “No sé –decía yo–. Nunca los vi. ¿Cuándo fueron publicados?”.
–¿Realmente no sabía de qué hablaba?
–No, no sabía, nunca los había leído. Pero el americano sabía bien la fecha porque a mi pregunta de “cuándo fue”, miró sus papeles y dio una fecha. Ahí sin cambiar de tono de voz el americano dijo “Picana otra vez”. Y el que traducía, al que me estaba torturando: “Metele otra vez la picana”. “Paren, dijo el americano, en los riñones no”.
–¿Tenían miedo de matarlo?
–No, creo que se daban cuenta de que la picana en los riñones me paralizaba, me impedía hablar. Eso dijo el que me torturaba: “No puede hablar”, lo cual el americano entendió sin que se lo tradujeran. El que me torturaba se acercó y murmuró en mis oídos, en voz muy baja: “Hablá idiota de mierda o querés que el yanqui te mande directamente al infierno”. Esta fue una prueba para mí de que este hombre que hablaba como un yanqui lo era.
–¿Cuánto duró la tortura?
–No sé. En un momento me desmayé. Cuando volví en mí estaba en la celda cubierto de sangre y orina. Algo que me hizo vomitar. Creo que volví a desmayarme.
–¿Sólo esa vez lo torturaron?
–Después de esa vez volvieron a torturarme varias veces, pero al americano nunca más volví a verlo. Aunque sé que seguía por allí porque muchos compañeros mencionaban al yanqui cuando volvían de una sesión de tortura. Todos se sorprendían de cómo él parecía conocer al detalle la historia de cada uno de nosotros.
–¿Cómo escapó finalmente?
–Durante un traslado me liberaron.
2 Trabajador rural de 40 y pocos años, líder sindical de su zona. “Escuché mi nombre profusamente repetido en la radio. Decían que sería fusilado si no me entregaba personalmente. Decidí ir hasta Elmo Catalán, un distrito de los más pobres, para encontrar a mis compañeros y allí esperar órdenes. Estaba en camino cuando descubrí una patrulla que andaba buscando activistas campesinos para llevarlos. Hablaban por altoparlantes y disparaban a las casillas de madera de tal forma que adultos y niños podían morir al barrer, pues las paredes, muy débiles, no detienen las balas. Yo veía la escena escondido entre las cajas y los yuyos amontonados al costado de la estación de tren. Cuando todo parecía haberse calmado salí hacia la carretera Panamericana, pero fui interceptado por varios carabineros que se movilizaban en un camión. “Al fin te encontramos”, dijo un sargento. “Vamos a fusilarlo ahora”, dijo otro, pero el primero respondió. “No, fusilarlo no. Lo buscan desde arriba, él sabe mucho”. Me llevaron entonces al cuartel golpeándome con las culatas de sus armas, tirándome al piso y haciéndome levantar para volver a tirarme. Mientras hacían esto el capitán decía que debía decirle dónde estaban las armas. En la sala de torturas encontré al hombre alto, de pelo rojo que había visto ya mientras me llevaban hacia el cuartel y que parecía hablar inglés. Y a otro de pelo ondeado y oscuro que me recordaba a un actor de cine muy conocido.
–¿Por qué parecía hablar inglés?
–Porque hasta ese momento hablaba español, pero con un acento inglés tan marcado que no se le entendía nada. El otro, el que se parecía a un actor, era brasileño. Entre ellos hablaban inglés. El capitán dijo a los torturadores: “Empiecen a cagarlo a palos”. Pero el brasileño lo corrigió: “Un momento, háganlo ordenadamente”, dijo. “Empiecen por el número uno”, ordenó el pelirrojo. El capitán asintió, “sí, método número uno”, dijo. Y luego dirigiéndose en español al pelirrojo: “El es muy valioso y peligroso porque es muy querido y respetado por la gente”. El brasileño dijo luego al capitán algo que no entendí y éste ordenó a los ocho torturadores que decididamente empezaran. “Arrodillate aquí hijo de puta”, dijo uno. El capitán sacó una navaja y empezó a afeitarme la cabeza primero de un lado y luego del otro. La navaja cortaba pelo y piel y la sangre empezó a correrme, lo cual hacía reír a todos. Cuando terminó de afeitarme el capitán ordenó: “Ahora cáguenlo a palos pero traten de que siga vivo”. Así empezaron a pegarme todos por todos lados. Ojos, boca, testículos.
–¿Usted estaba encapuchado?
–No, ellos no cubrían los ojos cuando ya tenían decidido que el prisionero no saldría vivo. Pensaban matarme.
–¿Qué hacía el americano mientras tanto?
–Nada, sólo miraba. Mientras me iban bajando los dientes a culatazos todo el mundo miraba.
–¿Qué quiere decir con “todo el mundo”?
–El americano, el brasileño, un detective provincial que yo conocía, el capitán y un miembro de “Patria y Libertad” que también conocía.
–¿Dónde estaban ellos, rodeándolo? –No, estaban todos sentados detrás de una mesa como jueces o examinadores. Los que me rodeaban eran los ocho que componían el escuadrón de tortura.
–¿Qué le preguntaban mientras lo torturaban?
–Insistían con la cuestión de las armas. “Decí dónde están hijo de punta”, gritaban golpeando todos a la vez.
–¿Y usted?
–Yo nada.
–¿En qué pensaba?
–Que de todas maneras me iban a matar. Contestara o no ya tenían decidido matarme. Así que yo como podía repetía que no sabía dónde había armas, que nunca me habían dado armas. El capitán gritaba “Hijo de puta, hijo de puta”. El brasileño hizo un gesto, dijo “Las manos” y luego algo en inglés al americano, el cual confirmó. El capitán miró a los encargados de la tarea y dijo: “Las manos”. Alguien detrás de mí me tomó las manos y preguntándome si no pensaba decir nada las puso sobre la mesa y comenzó a rompérmelas mientras otro me inclinaba hacia atrás tirando de mis orejas. Así estuvieron unos minutos hasta que el capitán me ordenó que mirara mis manos. Las miré. De un dedo sólo quedaba un pedazo de hueso, de varios otros faltaban las uñas. Me las habían arrancado. Ese dolor, el más grande que sentí en mi vida tenía que ver con las uñas arrancadas. Recién lo supe cuando miré mis manos. Las miré y sentí terror. El capitán dijo: “Este es el hijo de puta más duro que conocimos”.
–¿Cómo pudo resistir hasta tales extremos?
–Pude. El capitán volvió a decirme que me mirara las manos.
–¿Qué esperaría él de esa mirada, que sintiera lástima de sí mismo?
–No sé, volví a mirarlas. Estaban destrozadas, bañadas en sangre. Me hizo levantar y mirarlo. “¿Qué es lo que quieres?” me preguntó. Yo no respondí.
–¿Qué quería?
–Quería que me mataran enseguida, pero no podía decirlo. Toda la sangre que tenía en la boca la escupí en la cara del capitán.
–¡Dios mío! ¿Y él?
–Quedó paralizado. Todos quedaron como paralizados y confundidos. Casi sin darme cuenta dije lo que quería. Quería que me mataran. “Claro que te vamos a matar, idiota”, dijo el capitán reaccionando. “Pero primero nos vas a decir dónde están las armas”. Todos volvieron a tirarse encima mío golpeándome con las culatas de sus armas. Mientras tres me agarraban de los brazos los otros cinco me pegaban. Sorpresivamente el capitán me tomó un dedo, señaló su cara y dijo que mirara qué le había hecho y ordenó que trajeran no sé qué instrumento. Yo pensé que estaban pensando en inyectarme para que hablara.
–¿Se asustó mucho?
–No por las armas porque de eso no sabía nada. Tuve miedo pensando que podían preguntar sobre los compañeros. Porque yo sabía dónde estaban refugiados.
–¿Finalmente lo inyectaron?
–No. Volvieron a golpearme todos juntos. Me desmayé. Cuando desperté vi que estaba acostado en una mesa sin mis pantalones. Con unas pinzas me retorcían los testículos.
–¿Ese era el instrumento?
–No, el instrumento era un aparato de metal parecido a unas cucharas muy grandes que trajeron luego.
–¿Una especie de fórceps?
–Sí, algo que pusieron en mi cabeza para apretarla. Uno se siente morir. Si queremos describir cómo es eso sólo podemos decir que uno siente que se muere. Volví a desmayarme. Ahí el americano habló otra vez.
–¿Qué dijo?
–Muy poco. En español con aquel asqueroso acento suyo simplemente mencionó otro método. Dos me tomaron los brazos y los llevaron suavementehacia atrás, mientras otros dos me sujetaban las piernas. Uno, el más hijo de puta del grupo empezó a palmearme suavemente: “Vamos loquito, no seas bobo, decinos la verdad. Nadie te va a matar. Decinos lo que sabés. Te estás haciendo pegar inútilmente. Tenés una madre y tenés una mujer, por lo menos hacelo por ellas”, decía el hijo de puta.
–Parecería que usted odiara a éste más que a los otros.
–Sí, por supuesto, porque por un momento sentí que me aflojaba, que me quería entregar. Pero fue sólo un momento. “Matame hijo de puta” le grité. “Matame”. Empezó a pegarme con todo su odio. “¿Todavía resistís?”, decía. Me desmayé y volví en mí varias veces. “Hijo de puta”, decían. “¿Cuánto vas a resistir?” Ahí otro dijo: “El resiste así porque fue soldado”.
–¿Fue?
–Sí fui. Y allí acabó porque en ese momento entró un soldado y dijo que había llegado otro, que estaba esperando. Recuerdo que en ese momento uno de los torturadores se rascaba y palpaba la cabeza como si también hubiera sido apretada. El capitán dijo que me llevaran. Me bajaron de la mesa pero no me pude mover un centímetro. A golpes fui empujado hacia delante. “Que se lleve los zapatos y el pelo”, dijo el capitán. Y luego a mí: “Sacá toda tu basura de aquí desgraciado”. Yo no podía hacerlo, me caía. Me arrastraron hacia fuera y me tiraron en una habitación donde había varios hombres en el piso. Empecé a hablar con ellos como en estado de ebriedad mientras trataba de tocarlos. Tomé el brazo del que tenía al lado y lo apreté. Pero me di cuenta de que no estaba unido al cuerpo. Había sido arrancado. Traté de moverme mientras pensaba si todos esos compañeros en el suelo estarían muertos. Mi pobre cuerpo no podía moverse, la cabeza me daba vueltas, me desmayé varias veces. Quería preguntar si había alguien vivo, pero sólo podía susurrar. No sé cuánto haría que estaba allí –no mucho– cuando entraron arrastrando otro cuerpo que arrojaron a mi lado. No podía ver su cara pero supe que estaba agonizando –dijo y quedó en silencio–.
Hacía tal vez un minuto que ambos estábamos callados cuando sorpresivamente tomó mi mano y la apretó. “Así como ahora tomo y aprieto su mano, él tomó la mía, fuertemente, muy fuertemente. Me dijo su nombre apenas en un hilo de voz, susurró compañero y expiró”.
Volvimos al silencio. El había cubierto su rostro con las manos y lloraba. Yo no lo miraba pero sabía que lloraba, sentía que su cuerpo fuerte y compacto temblaba invadido por el llanto.
–¿Qué pasó luego?
–Me desperté flotando en el río.
–¿Cuánto tiempo después de lo que contó?
–No tengo idea. Cuando desperté en el río era el final de la tarde, las seis o las siete. Veía el puente del tren arriba y varios compañeros, muertos, flotando a mi alrededor. Lentamente traté de llegar a la orilla.
–¿Podía nadar?
–Muy poco, el cuerpo no me respondía, me sentía muy pesado. Como pude, finalmente salí, pensando que era el único que estaba vivo, que me tenía que salvar. Cuando llegué a la orilla levanté mi brazo para ver la hora, pero mi reloj no estaba. Y tampoco mi anillo de oro. Tenía en cambio la camisa y los pantalones puestos. Caminé hacia una casa de campesinos que estaba cerca. Cuando entré y me vieron quedaron tan shockeados que no les salían las palabras. Parecía un muerto caminando. Unas horas más tarde un camarada del Partido me llevó ropas en un auto. Ocho días después llegó un doctor con sus instrumentos que me cosió por todos lados y me dio píldoras.
–No le pregunto cómo llegó a la Argentina porque no me lo va a contar, ¿o sí?
–No, por ahora no se lo voy a contar.

 

¿por qué los torturados de pinochet?
Los chilenos de la fuente
Por María Ester Gilio

A veces me preguntaba si habrían dormido bajo las estrellas de Parque Lezama, pues los mismos que aparecían de noche sentados en el borde de la fuente seguían en el mismo borde a las 8 de la mañana siguiente. Pero no dormían bajo las estrellas. “Nos acostamos a las 2 y a las 6 nos levantamos”, me explicó un chileno de 13 años, menos tímido y tal vez menos triste que los otros. “Los más viejos no pueden dormir y quieren que todo el mundo se levante”, dijo. “A mí no me importa. Me gusta venir acá. Además, a veces, viene una abuela chilena que vive en esta vecindad y nos trae leche”.
Con este niño, llamado Juan Cordero –su nombre lo recuerdo aunque nunca lo anoté– mantuvimos largas conversaciones inocentes. Sobre el campo donde había nacido y sobre el doctor Salvador Allende que “no es comunista ni lo ha sido nunca”. A partir de él llegué a los otros, quienes, curiosamente, no ofrecieron ninguna resistencia a hablar. Más aún, uno sentía que deseaban hacerlo, ¿qué mejor justificación para un periodista que debía preguntar sobre hechos tan dolorosos?

 

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