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TIENE 13 AÑOS E INTENTAN CASARLA
La gitana que quería vivir

Apareció llorando frente a una comisaría catamarqueña y contó su historia. Tal como marcan las costumbres gitanas, sus padres habían acordado un casamiento a cambio de 50 mil pesos y ella se negó. La Justicia la apoyó.

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Los padres de la gitanita frente a la comisaría de Bañado de Ovanta, en Catamarca.
La chica explicó llorando a la policía que El Cola, el novio elegido, no le gustaba.


Por Horacio Cecchi

t.gif (67 bytes) Tiene 13 años, es gitana, y aunque lleva a Cristo como apellido, el 30 de noviembre pasado lloraba como una Magdalena frente al destacamento de la policía catamarqueña de Bañado de Ovanta. La gitanita se negaba a cambiar su estado civil y pasar a ser la esposa de su primo, según habían convenido los padres del novio y los suyos, previa entrega de una dote de 50 mil pesos a la familia de Cristo. Pasó lo que iba a ser su noche de bodas en la comisaría, desató un entuerto entre familias, rompió con leyes y tradiciones y finalmente fue amparada por la justicia de menores. Volvió a la carpa de sus padres, ya disuelta la boda y sin el novio despechado.
En Bañado de Ovanta son tan pocos que nadie pierde el tiempo en numerar sus pobladores. Cuando hace falta un censo, levantan la mano y se dan por hechos. En un pueblo tan pequeño, ubicado 112 km al este de San Fernando del Valle de Catamarca, en el departamento de Santa Rosa, si hay algo que se nota es un llegado de afuera. Hace poco más de dos meses, dos familias de gitanos convocaron la atención de todos instalándose sobre un baldío de calles sin nombre, a una cuadra del destacamento policial. Venían de Trelew y quién sabe de dónde antes. Los hombres se dedicaban a refacciones de artículos del hogar, plomería y todo aquello que exigiera brazos gitanos. Las mujeres atendían tareas domésticas. Eran unos 18, entre ellos la gitanita rebelde a las costumbres seculares y a que sus mayores le marcaran el destino en palmas ajenas.
El lunes 30 de noviembre, la niña se apareció llorando desconsolada, con su vestido multicolor y sus ojos grandes y negros, apoyada junto al mástil del destacamento frente a la plaza Fray Mamerto Esquiú. “La vimos dando vueltas todo el día frente a la puerta –dijo a Página/12 Luis Córdoba, el comisario inspector del pueblo–. Caminaba y se sentaba en uno de los bancos de la plaza. Pero en un momento se puso a llorar. Mandé un policía a que le preguntara qué le pasaba. ‘Pasa que me quieren casar y yo no quiero’, le dijo al policía. Nos dio lástima y nos extrañó lo que decía. La hicimos pasar y me contó toda la historia.”
Lo que la jovencita relató en la intimidad de la comisaría lo movió a Córdoba a confesar más tarde a este diario: “Nunca en los 25 años que llevo en la policía me enfrenté a un hecho semejante”. Cristo –es su apellido materno, y Nicolás el paterno, aunque entre los gitanos se estila el uso opcional– le contó que al día siguiente sus padres Mary y Alberto la entregarían en matrimonio a su primo de 20 años, el Cola Cristo, integrante de otra familia que acampaba en La Banda, Santiago del Estero. La familia del novio, el Cola incluido, se disponía a cumplir con la ceremonia trasladándose hasta Bañado de Ovanta. La entrega constituía un compromiso familiar asumido por los Cristo de Ovanta. Habían empeñado su palabra y, además, habían recibido 50 mil pesos por la piba. “Pero el Cola no me gusta”, agregó lloriqueando la jovencita. Córdoba, que no lo podía creer, de todos modos decidió esperar a que se desarrollaran los acontecimientos. Al terminar su historia ya era de noche y la gitanita regresó a su carpa a confiarle a su cuñada y compinche, Yolanda Nicolás, de 17 años, su encuentro con el comisario. “Me voy a escapar” le habría confesado.
Al día siguiente, la fiesta empezó a tomar cuerpo. De La Banda llegaban en ostentosas pick up Ford el Cola Cristo y sus familiares dispuestos a consumar el encuentro y empezar con los festejos. Pero nada de eso ocurrió. Primero, porque la piba vio el polvo de las camionetas desde lejos y se hizo humo junto a su cuñada. “¡Ahí vienen, ahí vienen!”, entró gritando desesperada a la comisaría. Segundo, porque el comisario del pueblo decidió amparar a la pequeña, bajo la excusa de que el hecho en sí mismo constituía un delito. “Es menor de 16”, aclaró Córdoba, “aunque se trate de una costumbre tienen que cumplir con las leyes argentinas”. Mary y Alberto acudieron consternados a la comisaría acompañados por el furioso Ernesto Cristo, padre del despechado Cola, que reclamaba haber pagado el precio convenido. “Era una broma, no hay ninguna fiesta de casamiento”, intentó arreglar el asunto Alberto cuando comprendió que no sólo se enfrentaba a la negativa de su hija. “No le creí”, aseguró Córdoba. Ocurre que entre los testimonios tomados por el comisario había uno que resultaría clave para resolver el caso: el de un vecino de Ovanta que declaró que los gitanos le habían encargado faenar un ternero para el festejo. Córdoba no esperó más. “La chica se queda acá”, dijo, tomando con sus manos las presillas de su cinturón, mientras Ernesto Cristo, su hijo el Cola y el resto de la familia regresaba a sus pagos desairada, algunos sostienen que con los 50 mil recuperados. Esa noche, por ansiar la libertad, la gitanita durmió en la comisaría.
Ya disuelta la posibilidad de matrimonio, Córdoba llamó al Juzgado de Menores 2 de Catamarca, de la jueza Ana María Nieto, y la informó del caso. Para el viernes 4 fue fijada audiencia en la que participarían sólo la jovencita y sus padres. Nadie más. Pero ese día la dejaron esperando a la doctora Nieto. Alegaron que no tenían dinero para el viaje. La jueza evaluó trasladarse a Ovanta, pero el lunes 7 padres e hija se apersonaron en el juzgado. Los detalles de la audiencia quedaron en el secreto. Sólo los presentes y seguramente Yolanda supieron qué fue lo que se habló. Dicen que Nieto sermoneó a los padres y aclaró que “con menos de 16 acá nadie se casa”. Lo cierto es que no habrá boda. Las dos carpas siguen en el mismo lugar donde estaban, el Cola seguirá buscando novia, la gitanita suspirando por su verdadero amor gitano y el ternero pastando, tranquilo por poco tiempo, junto a su dueño.

 

Garantía de virginidad

“¡Virgen, virgen!”, gritan las comadronas después de verificar que las sábanas blancas están manchadas de sangre. Una joven gitana ya fue desposada por su marido en el pologo, una carpita dedicada a los dos novios, mientras eran espiados por las casadas. El acto tiene lugar hacia el final de los dos días de festejo, y es para los gitanos la confirmación de que la mujer ofrecida es pura y honrada. Antes hubo un complejo preámbulo que se extiende desde el momento en que los padres del pretendiente visitan a los de la pretendida para conversar sobre precios. La dote que pagarán, que oscila entre los 10 mil y los 70 mil dólares, es sopesada por una junta de la comunidad, y la decisión es clave porque en el monto se juega el futuro bienestar de la joven, la consideración entre ambas familias, y el prestigio. La tradición marca que las pretendidas no pueden negarse al pedido, sólo atribución de los padres. Una vez aceptado el pretendiente, se decide la fecha del festejo, en la que los gitanos liban abundante alcohol, comen carne asada, cantan y bailan. El festín dura dos días. Después llega la prueba de la virginidad. Si la supera, de ahí en adelante un pañuelo cubrirá la cabeza de la esposa. En caso contrario, será motivo de burla de toda la comunidad.


Un millón en la Argentina

Guardan linajes hindúes de 2 mil años de antigüedad, se desplazaron hacia Egipto y desde allí hacia el resto del mundo. Los gitanos, nómades por definición, se establecieron especialmente en Yugoslavia, Hungría, Rumania, Rusia, Grecia, España y, por qué no, también en la Argentina. Fueron perseguidos por Hitler y por las “buenas” costumbres. En la Argentina se estima que vive un millón de gitanos. Los menos mantienen la costumbre de las carpas trashumantes. Son muchos los que se decidieron por un departamento o casa donde despliegan la carpa, colchones y samovar, junto a un televisor. Se dedican especialmente a la venta de autos, también de baratijas. Las mujeres se dedican a tareas domésticas y deben servir a sus maridos, aunque las nuevas generaciones ofrecen resistencia a esta servidumbre tradicional. Viven guiados por una junta de la comunidad. Nunca abandonan a sus hijos, y la persona y la palabra de los mayores es casi venerada. Llevan el nomadismo en la sangre, y si viven afincados en una casa, seguramente tienen un camioncito adaptado para trasladarse permanentemente.

 

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