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CÓMO SE CONSTRUYE UNA POLÍTICA SOCIAL

John Kenneth Galbraith es uno de los principales economistas del siglo y el principal seguidor de las ideas económicas de John Maynard Keynes. En esta conferencia dictada en Toronto explica por qué los pobres están siendo abandonados por los gobiernos y cuáles son los deberes y prioridades de los que mantienen el compromiso social. Una respuesta clara y lúcida al ideario del mercado y a las prioridades neoliberales.

Galbraith, 90 años, autor de 30 libros / Nació en Canadá, vive en EE.UU., enseña en Harvard.

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Por John Kenneth Galbraith

t.gif (67 bytes) Mi interés en esta ocasión es la posición política y los objetivos de los socialmente comprometidos, donde quiera que vivan y como sea que se llamen: socialistas en Francia y otras tierras, socialdemócratas en Alemania, laboristas en Gran Bretaña, liberales en Estados Unidos. Evitaré cualquier otra denominación política.

En esta época socialmente compleja y a veces políticamente retrógrada, ¿qué posición deben adoptar los socialmente comprometidos? La motivación especial para estos comentarios es, sin duda, los cambios recientes en Estados Unidos y Canadá. En EE.UU., como no se ganó la guerra contra los pobres, existe especial urgencia en relación a algunos asuntos que abordaré. Creo que esto también es verdad aquí en Canadá. ¿Cuáles son las posiciones de aquellos que llamaré socialmente comprometidos?

Hoy es común a todos los países el sistema básico del mercado para la producción de bienes y servicios: la palabra "capitalismo", debe notarse, ya no es políticamente correcta. El sistema de mercado produce bienes y servicios en los países favorecidos del mundo con evidente abundancia, tanta que hoy es necesario gastar sumas inmensas para cultivar la demanda que él satisfará. Nosotros, socialmente comprometidos, no consideramos ese proceso libre de imperfecciones, algo en lo que insistiré. Pero en el mundo tal como es hoy, claramente no existe una alternativa plausible. La era de la supuesta opción entre sistemas económicos alternativos ya acabó.

La preocupación actual con la satisfacción del consumidor, original y calculada, podrá ser lamentada. Existen serias cuestiones ambientales en el mundo. El problema de los recursos sustentables será cada vez más urgente en el mundo. (Cuando conocí al Dalai Lama, hace unos meses, él me preguntó cómo sería el mundo si todos tuvieran y usaran automóviles.) También existe la fuerte voz política que el mercado confiere a los que poseen y administran equipamiento productivo. De esa posición económica y de su dinero se deriva influencia política y poder. Pero, repito, aceptamos el sistema en sí. Hasta el partido laborista británico, desde hace mucho guardián de una disidencia ricamente envasada, hoy manifiesta su total aceptación. Lo mismo ocurre en Canadá y ciertamente también en EE.UU.

Debemos también tener conciencia de otra circunstancia: la supervivencia y aceptación del moderno sistema de mercado fue en gran medida una conquista de los comprometidos socialmente. El mercado no hubiera sobrevivido sin nuestras exitosas acciones civilizadoras. El capitalismo en su forma original era una cosa terriblemente cruel. Solamente con sindicatos, con protección a los trabajadores y a sus derechos, pensiones para los ancianos, indemnizaciones para los desempleados, asistencia pública a la salud, vivienda subsidiada, con una red de seguridad, aunque sea imperfecta, para los desafortunados y los carenciados, y con acciones públicas para atenuar el compromiso capitalista con el crecimiento y la caída, el sistema de mercado se tornó aceptable social y políticamente. No seamos reticentes: nosotros, los comprometidos socialmente, somos los guardianes de la tradición y de la acción política que salvaron al capitalismo de sí mismo.

Resáltese que esa salvación fue conquistada con la oposición tenaz y muchas veces vehemente de los que se salvaron. Esa oposición continúa hoy. Los individuos y las instituciones económicas que más le deben al progreso económico y a la tranquilidad social son los que, con el dinero y la voz que mencionamos, más se oponen y más se esfuerzan por revertir la acción que condujo a esos objetivos. Nada es tan cierto para la derecha política como su oposición a lo que promueva sus propios intereses más profundos y duraderos.

Hace algunos años surgió una corriente de pensamiento, o algo que se describe como tal, que afirma que cualquier actividad económica posible debería ser convertida al mercado. Como fue aceptado, ahora el sistema de mercado debe ser universal: la privatización es una fe pública. Ni hace falta decir que rechazamos eso. La cuestión de lo privado versus lo público no debe ser decidido en términos abstractos o teóricos, la decisión depende sobre todo de los méritos de cada caso específico. A los conservadores hay que advertirles, y nosotros debemos recordarles, que la ideología puede ser un pesado manto sobre el pensamiento. Nuestro compromiso debe ser siempre con el pensamiento.

El pensamiento debe también conducir las acciones contra los defectos duraderos, las desigualdades y las crueldades del sistema de mercado, tres de las cuales esbozaré aquí, y de las necesarias acciones sociales. Lo que tal vez sea más notable es el hecho de que el mercado no tiene un desempeño confiable, o sea, pasa de una fase buena a una mala, de la expansión a la depresión. En ese proceso, genera privaciones y desesperación entre los más vulnerables. El único proyecto válido es el de una economía en constante prosperidad. Esto exige la intervención pública fuerte e inteligente para moderar el ímpetu especulativo y balancear las dificultades y privaciones de la subsecuente depresión. Esa es actualmente una cuestión de alta relevancia. Hoy presenciamos, y frecuentemente nos alegramos, con la expansión de los mercados de valores, una burbuja de la que tendremos que hacer algún día un desagradable balance.

Lo que se necesita no son novedades: las acciones relevantes son producto del mejor pensamiento económico del último siglo. No debemos vivir con miedo del desempeño económico fuerte y productivo, pero debemos tener en mente los peligros del exceso. En las fases buenas, el presupuesto público (impuestos y gastos) debe ser una fuerza restrictiva. Lo mismo vale en cuanto a las medidas contra las fusiones, las adquisiciones y otras manifestaciones de comportamiento empresarial negativo y a veces insano. La contención monetaria, que provoca el aumento de las tasas de interés, es necesaria y es una cuestión en la que los conservadores concuerdan, muy correctamente. Debe haber también un reconocimiento público y general de que, por naturaleza, el sistema tiende a los excesos especulativos. Hay mérito, en general, y posiblemente sabiduría, en reconocer lo inevitable. Como debería ocurrir ahora.

En la recesión y en el combate al desempleo el rumbo de acción se define mejor. Es preciso que haya tasas bajas de interés para incentivar los préstamos para inversiones, una medida también aceptada por los conservadores, que acostumbran a considerar las actividades apáticas e higiénicas de un banco central, orientadas o controladas por el sector financiero, un sustituto a políticas antidepresivas más eficaces. También debería haber medidas fiscales más amplias y efectivas para promover el empleo. El perjuicio social y la aflicción humana que causa el desempleo deben ser atacados directamente. Esto significa empleos públicos alternativos en la recesión o la depresión. Es inaceptable el desperdicio social de la inactividad.

Este es el proyecto keynesiano, en líneas generales. La corriente principal del conservadurismo moderno afirma que está fuera de moda. Pero la moda, debemos admitir, no puede ser un fuerza decisiva en la política económica. En la recesión no hay sustituto para una política de empleo garantizado por el gobierno, que resulta en crecimiento económico sustentado. Ese debe seguir siendo el bien para los socialmente comprometidos.

Hoy, un amplio e influyente sector de autodenominado pensamiento acepta el estancamiento y la recesión y de hecho, los prefiere ampliamente a la actuación pública contra sus efectos. Bajo ese punto de vista, el desempleo es un preventivo necesario contra la inflación. No podemos despreocuparnos de la inflación, que debe ser contenida cuando sea necesario. Como ya mencioné, hay urgencia en la acción monetaria y la restricción fiscal en períodos de tendencia inflacionaria. Cuando la negociación salarial y la contención de precios son relevantes, las recomendamos de buen grado. Pero en el futuro, tanto como en el pasado, debemos aceptar un aumento modesto de los precios como condición para el crecimiento económico constante. Nosotros, los socialmente comprometidos, no deseamos la eutanasia de la clase más perjudicada pero tampoco aceptamos que el miedo maligno y generalizado de la inflación pueda detener totalmente el progreso económico.

Acordemos que la seriedad fiscal es necesaria. Pero eso no significa un presupuesto balanceado todos los años. En EE.UU. ese objetivo es en este momento una importante arma en el ataque generalizado contra los pobres. Prestar buscando un retorno aumentado en el futuro es legítimo para el gobierno, así como para las empresas y los individuos. La prueba de validez es que una deuda mayor corresponde a una mayor capacidad de pago.

Una economía en crecimiento confiable es el comienzo, de ninguna manera el fin, del programa de los socialmente comprometidos. Existe otro defecto muy específico en el sistema de mercado al que debemos oponerle fuerza y acción política. El sistema de mercado distribuye la renta en forma altamente desigual. Ya quedó en claro que EE.UU. ejerce, en este sentido, un liderazgo negativo a nivel mundial. Una organización sindical fuerte y eficaz, un salario mínimo humanitario, seguridad social y buena asistencia médica son una parte de la respuesta. Estamos de acuerdo. Y también un impuesto a la renta decididamente progresivo.

Pocos ejercicios de argumentación social ocurren tan obviamente en defensa del propio interés financiero como el que los ricos construyen contra sus impuestos. Siempre termina resumido en la hipótesis de que los ricos no trabajan más porque su renta termina demasiado pequeña y los pobres porque la suya es demasiado grande. Nada contribuye tanto a la energía e iniciativa económicas como la lucha para mantener y aumentar la renta después de la deducción de impuestos, pero ése es un punto en que no quiero insistir.

Nosotros, los socialmente comprometidos, no deseamos la igualdad en la distribución de la renta. Las personas difieren en capacidad y ambición en la búsqueda de la recompensa financiera y el lucro. También está el rol de la avaricia, la suerte y la iniciativa. Debemos aceptar eso. Pero no podemos olvidar el objetivo de una distribución de renta socialmente defendible. Esto, repito, debe ser una consideración permanente del sistema impositivo. Podemos esperar los gritos angustiados de los muy ricos y no necesitamos contestarles. Nuestra misión refleja el antiguo objetivo de Pulitzer: confortar a los afligidos y afligir a los que tienen confort.

Debe haber también un claro reconocimiento de otro gran defecto del sistema del mercado. Es su locación de renta entre los servicios y funciones públicos y privados. En EE.UU., la televisión privada es generosamente financiada, mientras que las escuelas públicas urbanas están pauperizadas. Los edificios privados son limpios y agradables, las viviendas y calles públicas repugnantes. Las bibliotecas, los locales de ocio público, los servicios sociales básicos, todo lo que es más necesario para el pobre que para el rico es considerado como una carga. El nivel de vida particular, en contraste, es bueno y sacrosanto. No toleramos esa anomalía.

Hace unos meses estuve en California para dar una conferencia en Berkeley, la otra universidad de mi juventud con la que guardo una deuda de gratitud. De lo único que se hablaba era de los recortes presupuestarios que estaba sufriendo la universidad. Eso en un estado rico, repleto de bienes de consumo y de miles de millones de dólares en recursos para producciones de televisión moralmente depravadas. Eso es totalmente absurdo.

No podemos tolerar errores tan aberrantes en lo que se refiere a la educación. La alta competencia profesional, el financiamiento adecuado y hasta generoso, y una disciplina justa y eficaz deben tornar la educación accesible a todos. La justificación no es solamente que una fuerza de trabajo educada aumenta la productividad económica, como se oye hoy, por desgracia. Es sobre todo que la buena educación aumenta y enriquece la experiencia de vida. Esa es la verdadera razón.

Es preciso que, sobre todo, haya una red de seguridad eficaz --apoyo individual y familiar-- a los que viven en los límites inferiores del sistema, o por debajo. Esto es humanamente esencial y también necesario para la libertad humana. Nada establece límites tan rígidos a la libertad de un ciudadano como la falta absoluta de dinero.

En EE.UU., como dije, hubo en estos dos años un ataque contra el sistema de seguridad social, una guerra de los que tienen contra los pobres. Otros países tuvieron manifestaciones semejantes. En ese conflicto no hay dudas sobre la posición que nosotros, los socialmente comprometidos, debemos mantener. Debemos dar fuerte apoyo a las medidas sociales que protegen a los más pobres. Una sociedad rica no puede hacer menos.

También debemos ser concientes de que una razón importante de este ataque a los servicios públicos es la seguridad de los pobres. Es una gran conquista social de los comprometidos. Por años creamos programas sociales --asistencia a la salud, seguridad social--, medidas para una economía más fuerte y eficaz. Así dimos seguridad a muchas personas que, en consecuencia, se tornaron más conservadoras en sus actitudes y expresiones públicas. Ahora ellas ven la ayuda a los menos afortunados como una amenaza a sus amplios y muchas veces crecientes rendimientos.

Seamos concientes siempre de que ésta fue nuestra realización política. Al crear una sociedad moderna, socialmente más funcional y compasiva, creamos al mismo tiempo la cultura de la autosatisfacción. Pero no debemos arrepentirnos. Como dije, también salvamos el sistema.

Llego finalmente al escenario internacional como un todo. La asociación más íntima entre las principales potencias económicas es una realidad de nuestra época. El comercio, las finanzas, las empresas internacionales, los viajes, la tecnología y la actividad cultural causaron este resultado. En contraste con las dos guerras que marcaron la primera mitad del siglo XX es un progreso muy favorable del que no podemos arrepentirnos. El nacionalismo desenfrenado tiene una historia cruel y deprimente. Sin embargo, hay condiciones que debemos exigir antes de adoptar una política de internacionalismo.

El pase a un sistema de mayor asociación no puede perjudicar los sistemas asistenciales de los Estados participantes. Estos deben ser protegidos y ese esfuerzo exige una acción internacional conjunta. Debe haber una coordinación eficaz de las políticas de asistencia social y de las políticas fiscales y monetarias, más generales y controladoras. Es en esto, y no como ocurre hoy, en una política comercial socialmente estéril, que los presidentes y primeros ministros deben concentrarse y acordar en sus reuniones. No hay posibilidad de un compromiso estrecho con la nación-Estado. Pero tampoco puede haber un internacionalismo insensato que sacrifique las conquistas sociales del últimos siglo, que todavía son necesarias. El internacionalismo va a avanzar. Debe, sin embargo, hacerlo junto con la coordinación y protección de la política social nacional.

Hay otra obligación internacional que los países afortunados deben asumir: la preocupación por el bienestar humano no termina en las fronteras nacionales. Debe extenderse a los pobres de todo el planeta. El hambre, la enfermedad y la muerte son causa de sufrimiento humano donde quiera que sean experimentados. Todas las personas civilizadas deben estar de acuerdo con esto.

El peor sufrimiento hoy surge del desorden y el conflicto internos. Los habitantes de los países ricos conviven, en general, pacíficamente. Esa es una de las recompensas del bienestar. La vida en este mundo es preferible a una transferencia anticipada al próximo. Son los pobres, los que tienen poco que perder y tienen mayores expectativas en relación al mundo de ultratumba, los que se destruyen recíprocamente. En la misma medida debe haber un serio compromiso entre las naciones ricas para poner fin a los conflictos y llevar el orden adonde sea humanamente esencial. No considero eso una responsabilidad específica de cualquier país, ni de EE.UU. Debe ser una función eficiente y bien financiada de las Naciones Unidas. Las reivindicaciones de soberanía nacional no pueden permitir la matanza en masa de los más pobres entre los pobres por los mismos pobres.

Además de eso, los países ricos deben tener la obligación absoluta de ayudar. Esa es una cuestión que me preocupa mucho. No debemos ceder ante el argumento de que si las personas continúan siendo pobres es porque la ayuda anterior no sirvió. De hecho, en las fases iniciales del esfuerzo de desarrollo, nos apresuramos demasiado en transferirles el pesado aparato industrial de los países desarrollados, las acerías, las usinas eléctricas, los aeropuertos. Hoy finalmente reconocemos que la inversión humana, en salud y educación, es más urgente. Seamos claros: en el mundo entero no existe ninguna población alfabetizada que sea pobre, así como no existen analfabetos que sean ricos.

Tenemos que ser conscientes, y esto es algo que antes no se entendió, de que lo que es correcto y posible en la acción social de los países desarrollados no puede ser transferido idénticamente a los países pobres. Esto ya fue intentado. Gobiernos de competencia limitada recibieron tareas sociales y económicas que superaban su capacidad de actuar honesta y eficientemente. Todas las cosas, y esto incluye la política social, deben acompañar el ambiente social y político más amplio y determinante. Las funciones iniciales del gobierno y de la economía agrícola y urbana relativamente desreguladas fueron propicias a los países hoy avanzados. La vida económica y el papel social del Estado deben igualmente estar de acuerdo con las nuevas naciones. Dejar de reconocer esa necesidad fue un grave error de los comprometidos socialmente cuando comenzaron a abordar el problema del desarrollo económico.

Llego al final de mis comentarios. Seamos optimistas. Las actitudes y acciones sociales que describí hoy no son una invención cerebral de los que poseen inclinaciones políticas. Nosotros, los comprometidos socialmente, no fuimos tan creativos ni innovadores. El cambio nos fue dado por la historia, por las exigencias y oportunidades de una estructura social y económica altamente desarrollada.

La economía agraria elemental del pasado no sufría desempleo. Siempre había trabajo en las haciendas y los jóvenes cuidaban de los viejos. La asistencia a la salud no era de vital importancia porque los médicos tenían poco que vender antes de los grandes avances en la cirugía y la medicina modernas. La opción entre enfermedad y salud, vida y muerte, no era determinada por la capacidad de pagar. Fue la urbanización que tornó necesaria una amplia gama de servicios públicos, incluyendo una estructura amplia y compasiva de apoyo asistencial. Que ciertamente no era necesaria en Iona Station, población 23 personas, cerca de donde yo nací.

Los que hoy quisieran revertir la acción social o bien permitirían su estancamiento no están en conflicto con los socialmente comprometidos: van contra la fuerza mayor de la historia. Podemos hasta simpatizar con ellos, nuestros adversarios. Nosotros, y no ellos, tenemos la historia a nuestro favor. Pero también debemos tener conciencia de nuestro papel. No fue de creación, sino de adaptación. Siendo como es el mundo, siempre habrá necesidad de ajustes. Nuestra tarea, la de todos los que acompañamos compasivamente el paso de la historia, nunca termina. Mientras resistamos a los que intentan detener o revertir esa adaptación, debemos seguir preparados para los futuros cambios.

Siendo así, cierro este discurso, este tributo al senador Davey, un líder que, me atrevo a pensar, simpatiza ampliamente con lo que dije hoy. La diferencia es que yo dije, mientras que él hizo. Termino también afirmando mi placer y privilegio por volver a lo que todavía puedo llamar mi tierra natal. Agradezco a los oyentes y a los lectores por la atención paciente y tolerante a mis ideas, mis ideales y mi permanente idealismo.

 

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