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Agenda ética

Por Washington Uranga

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t.gif (862 bytes) Con motivo del fin del milenio el Papa Juan Pablo II acentuó en sus discursos y pronunciamientos públicos una característica presente a lo largo de todo su pontificado: una fuerte demanda a la ética y a través de ella, a los valores fundamentales de la civilización humana. Sin renunciar al centro de la escena, el pontífice romano católico ha hecho una convocatoria interreligiosa y a todo el mundo por medio de una apelación que en las alocuciones papales suele resumirse en un llamado a "todos los hombres de buena voluntad".

En un mundo en el que la vida tiene cada día menos valor, atacada por el hambre o los misiles, en el que los principios basados en los valores humanos se relegan a segundo plano simplemente porque "no cierran" con los intereses de los que tienen el poder cada día más concentrado en pocas manos, la "agenda ética" construida por Juan Pablo II bien podría ser tomada en cuenta por gran parte de la dirigencia política que, desde cualquier posición ideológica o partidaria, se zambulle permanentemente en el pragmatismo de "lo posible". Y esto, vale decirlo, no solamente porque el llamado provenga de la máxima autoridad de la Iglesia Católica -–lo que en sí mismo tiene un valor-- sino porque la sociedad internacional está necesitando rescatar para sí una agenda en la que el hombre, su dignidad y la justicia, la solidaridad y también las utopías, estén en el centro de las preocupaciones.

Sólo para recordar algunos de esos temas habría que mencionar que el Vaticano se pronunció con firmeza contra el bombardeo norteamericano-británico sobre Irak e, inmediatamente después, contra la pena de muerte. En ambos casos recibió la misma y contundente negativa de la primera potencia de la tierra. "Respetamos pero no acordamos", dijo Washington. Es decir: no. Juan Pablo II aprovechó el mensaje de Navidad para condenar a los genocidas de cualquier tipo. Varias instituciones internacionales católicas, contando con el apoyo incondicional del Vaticano, vienen realizando gestiones -–hasta el momento infructuosas-- ante los organismos crediticios internacionales y la banca mundial para obtener la anulación o la reducción sustancial del monto de la deuda externa de los países más pobres. "La vida antes que la deuda" es el lema lanzado por Cáritas Internacional y el CIDSE (Cooperación Internacional para el Desarrollo y la Solidaridad). "La deuda externa no es la causa exclusiva de la pobreza (... pero) no se puede negar que ha contribuido a crear condiciones de extrema miseria y que constituye un desafío urgente para la conciencia de la humanidad", dijeron los obispos americanos el año pasado.

El Papa llamó también a los católicos y a la propia institución eclesiástica a reconocer sus responsabilidades en los males que aquejan a la humanidad y revisar sus conductas. Esto no borra los errores cometidos por la Iglesia pero ayuda a la memoria, a asumir la responsabilidad, a corregir el rumbo y, sobre todo, le da autoridad moral para insistir en una agenda ética que, más allá del sentido mítico del fin de siglo, este tiempo está necesitando frente a la impunidad, la soberbia y la insensibilidad del poder que está cada vez en menos manos. Una denuncia que, por supuesto, tiene aplicaciones locales.

La década de los noventa se inició con un discurso fuertemente marcado por la mal llamada "muerte de las ideologías" con la que cierta visión pesimista del hombre y de la sociedad pretendió enterrar prácticamente todos los sueños utópicos que sirvieron de motor a la humanidad y que dieron sentido permanente a las luchas por la justicia y la dignidad. Vivimos en medio de contradicciones tales como reafirmar la democracia y el valor de la justicia mientras el "gobierno único" del mundo se arroga el derecho de establecer el límite entre la vida y la muerte, entre la razón y la sinrazón, o aquella otra de proclamar en abstracto la dignidad del hombre mientras miles de personas mueren lisa y llanamente de hambre; o bien aquella por la que se defiende la integración y se hace poco o nada en bien de los excluidos de todo tipo que siguen aumentando. En este marco, establecer una agenda ética, que se ubique por encima de todas las diferencias circunstanciales -–religiosas, políticas y de cualquier otro tipo-- y sólo para defender la dignidad de la mujer y del hombre de este tiempo, no parece ser un tema menor. Independientemente de quien lo proponga y a favor de todos los que lo hagan. Aquí y en cualquier parte del mundo.


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