Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira


Logo

Una noche, hace unos años, un amigo escritor cerró una novela y, llorando, despertó a su mujer. “Murió Anna”, le repetía. “Murió Anna”. Anna era Karenina. Me acordé de esta anécdota al leer una entrevista a George Steiner publicada recientemente. El profesor Steiner cuenta que una madrugada recibió el llamado angustiante de un alumno. Era un llamado de larga distancia, provenía de una universidad lejana. Y el alumno telefoneaba al profesor buscando consuelo después de haber terminado la lectura de Crimen y castigo.

En sus notas sobre literatura rusa, Edmund Wilson señala la diferencia entre las lenguas occidentales y la lengua rusa, “más expresiva para los sentimientos y las impresiones de los sentidos”. En las traducciones al inglés de Constance Garnett, ejemplifica Wilson, se pierden sutilezas que sirven para comprender arrebatos y calamidades inevitables. Para los lectores de habla española, y en particular para los rioplatenses, el déficit en las traducciones de los rusos supo ser patético. Sin embargo, a pesar de ser una literatura sólo accesible través de versiones del francés, con una retórica plagada de modismos castizos -cuyos efectos más notables se encuentran en Arlt-, la lite-ratura rusa logró superar los filtros lingüísticos conservando su potencia. Dudo que tanto el estudiante de Steiner como mi amigo hayan leído a los rusos en la lengua original. No obstante, a pesar de las observaciones de Wilson sobre la naturaleza del ruso, son varios los escritores en este idioma que, con un apabullante despliegue de mecanismos narrativos, son capaces de mantener su esplendor y fuerza emocional venciendo las traducciones más ramplonas.

Directa del ruso, la traducción de Varlam Shalamov por Ricardo San Vicente se presenta cuidadosa y sensible al estilo despojado del autor de Relatos de Kolymá. San Vicente refiere que a Shalamov le preocupaba el material con que trabajaba sus historias, pero por sobre todo, el modo de narrarlo. Los relatos de Shalamov son un auténtico descenso al horror, pero también una reflexión profunda sobre la manera de burilar alguna forma de belleza en medio de las situaciones más degradantes. Después de leer a Shalamov pocos se atreverán a emplear la palabra “infierno” gratuitamente. Como los grandes rusos, Shalamov supera toda barrera idiomática y, a través del tiempo y el espacio, sostiene al lector en vilo durante estos setenta y seis relatos que constituyen una verdadera summa cuentística de quinientas páginas en letra chica.


Continuación

El nombre del horror

En El hombre rebelde Camus plantea que nuestro siglo reemplazó al crimen de pasión por la lógica siniestra del asesinato en masa. Kolymá es uno de los escenarios donde, bajo el poder stalinista, esta lógica operó implacable. Si se lo intenta, localizar Kolymá en un mapa no es fácil. Hay que buscar en la Siberia nororiental. Entonces conviene consultar El imperio, el documento literario-periodístico realizado por el escritor polaco Ryszard Kapuscinski. El imperio es la crónica de un larguísimo viaje realizado por Kapuscinski a través de Rusia en los decisivos años previos a la caída de la Unión Soviética. Infatigable, Kapuscinski exploró quince repúblicas y habló con cientos de ciudadanos. El capítulo que Kapuscinski le dedica a Kolymá se titula Niebla y más niebla. Y contribuye a ilustrar el planteo de Camus.

La capital de Siberia nororiental se llama Magadán, pero también es conocida como Kolymá, debido al nombre del río que fluye por estas tierras. Kapuscinski las describe como “tierras de frío, de nieves eternas, de oscuridad, casi sin presencia humana, visitadas tan sólo por tribus nómades: chukchas, evencos o yakutios. Kolymá despertó el interés de Moscú en los años veinte, cuando corrió el rumor de que allí se podía encontrar oro. En el otoño de 1927 se construyó el primer poblado en el golfo de Nogaiev, en el Mar de Ojostk. En aquel entonces se arribaba a Kolymá por barco, zarpando desde Vladivostock o de Najodka, navegando rumbo norte más de diez días”. En 1931 el Comité Central del Partido Comunista promulgó un decreto para explotar la región. Y allí fueron deportados millones de hombres, padeciendo los castigos más brutales, los rigores de una arbitrariedad sin límites, tan cínica como metodológica. Se estima que alrededor de tres millones de hombres no regresaron. El nombre de Kolymá, según Kapuscinski, debe incorporarse a la lista de pesadillas del siglo veinte, junto con Auschwitz y Treblinka. Porque aquellos que sobrevivieron a Kolymá nunca volvieron a ser los mismos de antes.

El “lager”, denominación del campo de trabajos forzados, era una estructura ideada con un sadismo preciso, destinada a destruir y aniquilar a los prisioneros mediante los sufrimientos, humillaciones y tormentos más aberrantes. De Kolymá quedan pocos rastros en la actualidad, alguna construcción que se perfila en el paisaje desolado, el resto de una torre de vigilancia que asoma en la nieve, cascos oxidados de barcos inútiles. Un dato para tener en cuenta: Kolymá se ha convertido en una palabra irónica que los rusos aplican con humor negro en circunstancias difíciles. Entonces, para consolar a otro, un ruso dice: “No desesperes. Kolymá era peor”.

El crimen y el castigo

Varlam Shalamov nace en 1907, en la familia de un pope. En 1926, mientras estudia derecho en Moscú, empieza a escribir poesía. Tres años más tarde es detenido por difundir el testamento de Lenin, donde el líder revolucionario denuncia la peligrosidad de Stalin. Shalamov pasa tres años confinado en los Urales. En 1932 vuelve a la actividad literaria, se casa y tiene una hija. En 1936 publica su primer relato. Y al año siguiente es detenido otra vez, acusado ahora de agente trotzkista. Deportado a Kolymá, Shalamov es calderero, minero y tipógrafo. En 1943, cuando está a punto de cumplir su condena, es acusado nuevamente de propagandista antisoviético por opinar que Iván Bunin, premio Nobel de Literatura de 1933, es un “clásico ruso”. En 1945 Shalamov es internado en un hospital. Y luego de una de sus tantas resurrecciones, intenta fugarse, es atrapado y condenado a una mina de castigo. En 1946, en el “lager”, al hacerse amigo de un médico, hace un curso de enfermero, lo que atenúa su castigo y le permite salvar la vida hasta el final de su condena, en 1951. Sin embargo, su liberación no se produce hasta 1953, después de la muerte de Stalin. Recién en 1956 es rehabilitado por “ausencia de delito” y, en 1957, se publican sus primeros versos. Aunque ya había comenzado a escribir sus relatos en cautiverio, la primera edición en ruso tiene lugar en Londres, en 1978.

ContinuaciónDisponiendo de estos antecedentes biográficos, el lector se preguntará, con seguridad, cómo puede un individuo reunir fuerza no sólo para no claudicar -es decir: para no convertirse en esclavo de hampones, en alcahuete de los guardias-, sino para crear una gran literatura en ese ambiente subhumano. En su correspondencia, Shalamov confiesa: “Cada relato, cada una de sus frases, previamente, los grité en mi habitación vacía. Siempre hablo conmigo mismo cuando escribo. Grito, amenazo, lloro. No puedo detener el llanto. Y sólo después, cuando terminé, me seco las lágrimas”. Y en otro tramo, Shalamov se define: “Soy un cronista de mi propia alma”.

Sin amor ni piedad

A fines del siglo pasado, en su diario, Dostoievsky registra una inspección a un asilo de delincuentes juveniles financiado por la beneficencia zarista. Conmovido, el ex penado y ya entonces escritor de fama señala cómo algunos adolescentes hacen sus necesidades en el jergón que les fue asignado. Dostoievsky se pregunta sobre las penurias que estos chicos deben haber sufrido antes de este encierro. El autor de Recuerdos de la Casa de los Muertos, sus memorias del destierro en Siberia, interpreta la experiencia penitenciaria como una vía de purificación. La suerte de Raskolnikov en el final de Crimen y castigo es una prueba.

Medio siglo más tarde, Solyenitzin, religioso como Dostoievsky, en su pasaje por el “gulag” invoca a Dios: “Tú me darás lo que necesito”. Apelando a la fe, imbuido en un oscuro misticismo, Solyenitzin, aunque denuncia al stalinismo, no se aleja demasiado de un ideario dostoievskiano.

Shalamov, en cambio, apunta con la obsesión de un orfebre cada instante del campo de concentración. Y lo hace como un botánico o un entomólogo. Solidaridades mezquinas para obtener unas hebras de tabaco o un pedazo de pan. Rabias estériles, encajonadas. Salvajismo primario. En uno de sus relatos, La cuarentena de tifus, Shalamov escribe: “Muchos compañeros habían muerto. Pero algo más peligroso no le dejaba morirse. ¿El amor? ¿El odio? No. El hombre vive por la misma razón que vive el árbol, la piedra, el perro. Y todo eso lo había comprendido, o más que comprenderlo, lo percibía muy bien justamente aquí, en este campo de tránsito, durante la cuarentena de tifus”.

Con impavidez, Shalamov retrata la maldad humana, diciendo que no se puede hablar de esto, que no hay que hacerlo, que es imposible transmitirlo en el papel, que no se debe hacer. No obstante, Shalamov lo hace. En otro relato, Sentencia, el narrador y protagonista recapacita: “El amor no me volvió. Qué lejos queda el amor de la envidia, del miedo, de la furia. Qué poco necesitan del amor los hombres. El amor regresa cuando ya han renacido los demás sentimientos humanos. El amor llega último, es el último en regresar, aunque, ¿de verdad regresa? Pero no sólo la indiferencia, la envidia, el miedo fueron testigos de mi retorno a la vida. La piedad de los animales regresó antes que la piedad de los hombres”.

La fundación de un territorio

¿Cómo encuadrar la literatura de Shalamov? Una primera tentación, con bastante facilismo, tiende a ubicarlo como un cultor de la literatura carcelaria. En este encuadre, con Sade como pionero, se pueden incluir textos de distintos autores. Y en este listado no puede faltar En la colonia penitenciaria de Kafka. Pero Kafka escribe el castigo en el cuerpo mientras que Shalamov persigue recuperarlo, sin ceder a la tentación del suicidio, reivindicando al hombre mediante la búsqueda de belleza, entendiéndola como sinónimo de sabiduría. Con una esperanza desapasionada, Shalamov pareciera coincidir también con Dostoievsky: “Se puede amar al prójimo sólo a la distancia”. Pero investiga esa distancia. Y es ahí donde se despega de los márgenes de la literatura carcelaria, trascendiéndola.

Como Turgueniev en Relatos de un cazador, donde el paisaje de Spasskoye moldea cada historia; como Babel en Cuentos de Odessa, donde la geografía imprime el carácter a los personajes, la Kolymá de Shalamov configura un territorio y una poética proponiendo la realidad como pilar clave de estas ficciones que respiran un equilibrio admirable.

Un prontuario estético

En su ensayo “Tolstoi o Dostoievsky”, Steiner alude a estas dos miradas que tensan la literatura rusa, miradas que se enfrentan y, a la vez, se vuelven complementarias. El conflicto entre ambas, sin maniqueísmo, seresuelve en las narraciones tan acotadas como impasibles de Chejov. Admirado por Tolstoi, el médico Chejov dudaba tanto de las tribulaciones demonológicas del autor de Los hermanos Karamazov como de las moralizaciones evangelizadoras del conde terrateniente, casi siempre ridículas. “Si los hombres pudieran ver cómo viven, el mundo sería un lugar mejor”, escribió Chejov. Enemigo de las estridencias sinfónicas de Tolstoi y Dostoievsky, las piezas de Chejov tienen una resonancia de cámara. De acuerdo a Iván Bunin, Chejov predicaba, a modo de precepto, que al escribir un cuento debía quitársele el principio y el final, evitando así el “¡Oh!”, del párrafo final. Complejos, densamente construidos, los cuentos de Chejov son una lente formidable para ver ampliado el temperamento campesino, que se cristalizaría con Stalin y su burocracia.

En junio de 1934, Isaak Babel, con motivo de una conversación con escritores principiantes, escribió el artículo Cómo pulir una narración. “Necesita-mos cuentos cortos”, decía Babel. “Dece-nas de millones de nuevos lectores disponen de pocos ratos de ocio y por eso exigen narraciones cortas”. Y pedía: “Hay que sustituir las formas gastadas o bien alternarlas con palabras propias. Nuestro cometido es buscar palabras que sean vigorosas, pero sencillas y nuevas”. Detenido en 1939 por el stalinismo, acusado también de conspirador trotskista, Babel murió en 1941, en cautiverio.

Adoptando las lecciones de Chejov y atendiendo el reclamo de Babel, Shalamov se inscribe en esa tradición del cuento corto, pero al sumergirse en la experiencia de los condenados, cada uno de sus relatos funciona como capítulo de una novela-río. Durante los años de prisión, Shalamov borró de su memoria el lenguaje del hombre culto que había sido. Casi todas sus palabras se habían reducido a unas pocas, las elementales para comunicarse con sus compañeros de desgracia y con los guardias. Sus ideas también se fueron empobreciendo. Y su comprensión del mundo daba la impresión de haberse estrechado. De pronto, un día vuelve una palabra perdida a su boca. La palabra es “sentencia” y remite a la cultura latina. Para Shalamov no significaba sólo la condena que se le estableció sino también un aserto (sentence). Shalamov vincula la irrupción de esta palabra con su pasado, su infancia y su formación grecolatina. “Pasaron muchos días hasta que aprendí a llamar de las profundidades del cerebro, una tras otra, nuevas y nuevas palabras. Cada una de ellas regresaba con dificultad, surgía de pronto y por separado. Los pensamientos y las palabras no volvían seguidos. Cada uno regresaba solo, sin la escolta de otras palabras conocidas, y la palabra surgía primero en la lengua y sólo luego en el cerebro”.

Los relatos de Shalamov son directos y sutiles. Su estilo es sosegado, pulcro. Shalamov describe lo que ve, pero lo describe como si lo viera por primera vez, con palabras que provocan la sensación de ser escritas también por vez primera. Su visión descarnada y empeñosamente objetiva de los hechos fluye con una transparencia que lastima. A propósito de un alerce siberiano, Shalamov detalla que este árbol suele alcanzar la edad adulta a los trescientos años, una cantidad de tiempo suficiente como para almacenar en el olvido los reveses de millones de vidas y cadáveres inmortales en la eterna congelación de Kolymá. Y se pregunta: “¿En qué no es éste el eterno tema ruso?”.

En Por la nieve, el primer relato del libro, Shalamov describe cómo los forzados abren camino en la nieve. “El trabajo más duro es para el primero, y cuando a éste se le agotan las fuerzas, lo reemplaza otro, de aquel mismo quinteto de cabeza. De entre los que rigen los pasos del primero, cada uno de ellos, incluso el más pequeño, el más débil, debe pisar un pedazo de manto nevado y no alguna otra huella. Después vendrán los tractores y los caballos. Y sobre los tractores y los caballos no viajan los escritores, sino los lectores”.