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Vale decir


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A veces, cuando no hay nada mejor en qué pensar, por qué no imaginarse la situación exacta y el catálogo completo de un hipotético Museo de Objetos Definitivos y Perecederos. Es decir: ese sitio adonde va a parar todo aquello condenado a desaparecer. Esas cosas que se esfumaron sin dejar rastro luego de haber dejado su marca indeleble. Pasillos y vitrinas donde se conserva lo inconservable pero que, sin embargo, se las arregló para cambiar la Historia. La Historia con mayúsculas. Para siempre.

Allí, a continuación de la gran sala donde se exhibe el iceberg del “Titanic”, está la costilla de Adán, la manzana de Sir Isaac Newton (no confundir con la manzana bíblica ni con la manzana de Guillermo Tell, que todavía están siendo buscadas por los curadores de tan improbable como necesaria institución). Prohibido tocar, en cualquier caso.

1 ¿En qué se parecen los bloopers a algunos matrimonios? Fácil: en la aplicación de la ley de gravedad. Se sabe: todo lo que sube, baja. Tarde o temprano caemos encima de alguien o de algo, o algo o alguien nos cae encima. Ciertas cosas -personas, comidas- nos caen bien, o mal. Pero Gravity, el reciente libro del neohistoriador Joseph Lanza -autor también de Elevator Music y The Cocktail, dos tratados tan interesantes como inteligentes sobre la música funcional y los tragos, largos y cortos- abre con la siguiente, terrible frase: la pregunta es: ¿tiene razón? La respuesta políticamente correcta es no. La otra respuesta puede -en el mejor de los casos- ampararse en la quinta enmienda de esos puntos suspensivos especialmente diseñados para graficar silencios. Silencios más elocuentes que el alarido de alguien que se precipita desde las alturas de una montaña rusa, por ejemplo.

2 Según Lanza, lo que experimentó Sir Isaac Newton frente al manzano no fue más que una aproximación de tipo anal-retentiva a ese tipo en caída desde las cumbres sin nieve de una montaña rusa. Lo de Sir Isaac Newton fue, también, lo que se conoce como serendipia: palabra que designa desde su aparición en el idioma -en una carta del escritor Horace Walpole a su amigo Horace Mann en 1754- a todo aquello que se descubre por casualidad, cuando no se lo estaba buscando, o cuando se estaba buscando otra cosa. Walpole se refería a los tres príncipes de Serendip, una isla cercana a Ceilán, “los cuales se lo pasaban haciendo descubrimientos, por accidente y sagacidad, de cosas que no se habían planteado...”. En el apartado dedicado a la gravedad del libro Serendipity (Accidental Discoveries in Science), se cita una declaración de Sir David Brewster en su biografía sobre Newton (Memoirs of the Life, Writings, and Discoveries of Sir Isaac Newton) que confirma la existencia de la manzana de la concordia: “Yo vi el manzano en 1814 y me llevé un trocito de sus raíces. El árbol estaba tan podrido que fue talado en 1820 y su madera, cuidadosamente conservada por mister Turnor de Stoke Rocheford.”

Lanza arranca con la manzana, pero sigue de largo y nos pasea por suicidas, terremotos, tortas con mucha levadura, el temor patológico a las alturas del aviador Charles Lindbergh y, sí, montañas rusas. Muchas montañas rusas. Lo mejor de todo -lo más inquietante- es la idea de que una de las fuerzas primordiales que rigen la existencia haya sido “encontrada” por casualidad con la complicidad de un auténtico árbol de la sabiduría. El autor de ciencia-ficción J. G. Ballard lo pone mejor que nadie: “No puedo sino maravillarme ante la idea de gente conmocionada por cuestiones futuristas, como la teletransportación, cuando no hay visión más apasionante que la de contemplar cómo se estrella una taza de té contra el piso”. Sí, las cosas se caen. Las personas también.

3En Juegos peligrosos (“Ridicule”) -la película recién estrenada en Argentina de Patrice Leconte-, el protagonista pierde la gracia y las gracias de la corte de Versailles por obra y gracia de un tropezón en el sitio exacto y en el peor momento. El protagonista se cae y, a veces, un tropezón es caída. Caer en ridículo a veces equivale a caer en desgracia. Le pasó a King Kong. Mírenlo caer.

4 Se sube o se baja. Siempre y desde siempre. El primate en 2001 vence la ley de su propia gravedad y se yergue. Nos caemos de la cuna, del cochecito, de los brazos de una tía inepta: “Me caí, mamá” es la primera forma de disculpa-vergüenza que experimentamos. Pero -Lázaros al fin- nos levantamos y andamos. Para volver a caernos. Ascención y caída: el infierno está abajo (se cae en el fuego eterno) y el paraíso está arriba (se asciende a los cielos). Satán baja y Jesús sube en el mismo ascensor místico. La idea de la gloria es una tendencia alcista mientras que la condena siempre tiene características, uh, underground: “No nos dejes caer en la tentación”. Se asciende en el éxito -caiga quien caiga- y se desciende en el fracaso: “Está despedido, Benavídez”. A veces se dan episodios mixtos, tan curiosos como contundentes: el Challenger sube, sube sube, cae. Enamorarse en inglés -to fall in love- equivale a caer en el amor. Se sabe: el amor como ley grave que a veces puede llegar a parecerse demasiado al Challenger. La gravedad de enamorarse y, a veces, caer en la depresión más profunda y sin ninguna altura. Y las súbitas ganas de saltar desde lo más alto, para así poder caer en lo más bajo. El movimiento, siempre, se demuestra cayendo.

5 A ver, saltemos. La idea se le ocurrió a principios de los 50 a un fotógrafo llamado Philippe Halsman, cuyas fotos ilustran estas páginas. Famosos saltando. Famosos con los pies en el aire. Marilyn Monroe sin piernas, las larguísimas piernas de Aldous Huxley, Dean Martin y Jerry Lewis colisionando en pleno vuelo... Dime cómo saltas y te diré cómo eres. Era una buena idea, preservada -y tan buena como en el primer click- en un libro llamado Jump Book, cuya primera edición data de 1959. El libro ha conocido sucesivas ediciones desde entonces, porque no sólo es una buena idea: es también una idea reveladora. Y otra forma de serendipia. En el largo texto que precede y acompaña a los saltarines, Halsman se compara con Newton a la hora del descubrimiento: “Descubrí la saltología cuando me di cuenta de que un modelo saltando, en el aire, sufría una transformación terapéutica. La máscara cae; la tensión desaparece. El sujeto se vuelve menos inhibido, más relajado. O, si se prefiere, más fotogénico”. Lo que equivale a más auténtico, también. Algunos, pocos, se negaron a saltar en su momento enarbolando palabras como dignidad. “Todo aquel que tiene verdadera dignidad no va a perderla con un simple salto”, dictaminó el fotógrafo.

Ley de Halsman: si una imagen dice más que mil palabras, entonces la fotografía de un salto dice más que mil fotografías. La foto del doctor J. Robert Oppenheimer, por ejemplo. El padre de la bomba atómica, ahí saltando para que Halsman lo atrape, suspendido, en suspenso, para siempre. La foto fue obtenida en un aula del Princeton Institute for Advance Studies y no es la típica foto saltarina de Halsman. Para empezar, el rostro de Oppenheimer casi no se ve. Para seguir, Oppenheimer no parece estar saltando sino haciendo otra cosa. “¿Qué leyó en mi salto?”, preguntó Oppenheimer. “Su mano apuntaba hacia arriba; tal vez estaba insinuando una nueva dirección, un nuevo objetivo”, teorizó Halsman. “Nada de eso. Simplemente intentaba alcanzar algo”, rió Oppenheimer. Algo. Algo que iba a caer, seguro. La foto de Oppenheimer es la única de las fotos de Halsman que soporta la maniobra de la inversión. Si se la pone cabeza abajo, el padre de la bomba atómica se convierte en una perfecta cruza entre Shiva destructor y un clavadista de Acapulco. Un tipo peligroso. Alguien que ha dejado caer algo. En realidad no, no lo dejó caer: lo hizo, lo empacó, lo subió a un par de aviones. La ley de gravedad hizo el resto.

6 Uno de los más habitados lugares comunes -a la hora de la dudosa lírica del progreso, la evolución y la vertiginosa carrera científica- habla de la voluntad del hombre por volar, por despegarse de la tierra, por dominar los cielos. Sí pero no. Mejor pensar en una necesidad mucho más secreta y acaso comprensible: la necesidad del hombre por flotar. Lejos de la ley y de las leyes, volver a ser ese “animal acuático flotando en un océano amniótico”, como dijo el mitólogo Joseph Campbell: volver al útero de nuestra verdadera infancia, donde nada es grave porque la gravedad no existe. El comienzo de todo. Ese sitio donde nadie nos molesta y donde, sobre todo, nunca experimentamos esa súbita y definitiva necesidad de dejarnos ir para saber qué se siente.

La gravedad -la sola idea de la gravedad- sirve para recordarnos que habitamos un mundo muy lejos de lo ideal, un planeta y unas vidas donde las cosas siempre pueden estar un poco peor, romperse un poco más, caerse desde la curva más alta de la montaña rusa de nuestras existencias. Porque en el principio era el Verbo y el Verbo era Caer. Y en el final, también.


Dean Martin y Jerry Lewis

El Duque y la Duquesa de Windsor


El fotógrafo

Aldous Huxley

Fernandel

Dolores del Río

Groucho Marx

Grace Kelly y Philippe Halsman, inventor de la Saltología