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Publicada durante 1974 en el diario Noticias, bajo la forma de tira diaria, La Guerra de los Antartes fue considerada durante mucho tiempo como la “historieta perdida” de Héctor Germán Oesterheld. Mucho después del primer Eternauta y apenas antes de su segunda parte, el gran guionista argentino asesinado durante el Proceso usó la tira para volver a tocar el tema de la invasión extraterrestre como gran metáfora patria. Recuperada 24 años después en una flamante edición en forma de libro por Colihue, esta aventura permite una nerviosa lectura política de nuestro país de entonces donde lo alegórico ha quedado atrás, donde los Ellos tienen nombre, los terrestres estamos perdiendo y los héroes no mueren sino que desaparecen

Sucedió en la Feria del Libro de este año. Se presentaba un libro, y no estaba presente su autor. Pero tampoco estaba presente el libro. El autor ausente era Héctor Germán Oesterheld, el gran guionista argentino de historietas, desaparecido en 1977 por la dictadura militar. Y el libro era La Guerra de los Antartes, su historieta maldita: una tira diaria publicada por el diario combativo Mayoría hasta su clausura por decreto a fines del ‘74. Su edición no estaba lista para la Feria, de ahí su ausencia. Pero el acto se hizo igual, con ambos lugares virtuales vacíos. Hubo oradores, público, y notas en los diarios cubriendo el evento. Un apropiado homenaje involuntario para un autor desaparecido, pero con su obra -felizmente- en proceso de aparición, de reaparición.

Desertores justos, aviadores de prueba éticos, cronistas de guerra incrédulos ante las batallas. La frondosa obra de Oesterheld -que se extiende a lo largo de tres décadas- incluye todo tipo de escenarios y personajes, todo tipo de tramas y antihéroes, todo tipo de injusticias y homenajes. Geólogo devenido narrador, Oesterheld fue un humanista de las aventuras, cuyos héroes lo eran todavía más por enfrentarse a sí mismos (y asociarse con sus semejantes) que por ponerle el cuerpo a los peligros que los esperaban en el próximo cuadrito. Narrador recurrente en sus obsesiones éticas, en el transcurso de su largo currículum de guiones y revistas Oesterheld también supo retornar -con la puntillosidad con la que el asesino regresa al lugar del crimen- a sus escenarios preferidos. La guerra entendida como tragedia, el héroe colectivo antes que solitario, la aventura instalada en el barrio. Sargento Kirk, Ernie Pike, Sherlock Time, Mort Cinder y siguen las firmas. Nombres y temas que se cruzan mejor que nunca en el escenario más atractivo de sus eternas aventuras: el de la invasión extraterrestre. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es una aventura sino el fin del mundo tal como lo conocemos? Y no hay mundo más terminado que el que recibe una visita de otro mundo. A diferencia de los otros escenarios repetidos por Oesterheld al desarrollar su oficio, la invasión fue siempre una y sólo una: El Eternauta. Hubo, sí, varias versiones (y una suerte de ensayo general, llamado Rolo, el marciano adoptivo). Pero un solo Eternauta. Como si el resumen alcanzado por un enemigo al que se lo menciona solamente -¿para qué más?- como Ellos, fuese insuperable. Una sola vez Oesterheld le puso nombre a aquellos enemigos, y le sacó la exclusividad de la Invasión al Eternauta. Fue cuando tuvieron el nombre de Antartes.

“Inicialmente, El Eternauta fue mi versión de Robinson Crusoe”, escribió el propio Oesterheld en ocasión de la primera edición completa de la que quizá sea su obra más conocida. “La soledad del hombre rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte. Tampoco el hombre solo de Robinson, sino el hombre con familia, con amigos. Por eso la partida de truco, por eso la pequeña familia que duerme en el chalet de Vicente López, ajena a la invasión que se viene. Ese fue el planteo. Lo demás creció solo, como crece sola, creemos, la vida de cada día”. Como bien lo confiesa su prólogo, aquel primer Eternauta fue una historia que fue descubriéndose de a poco.

Publicada en una revista semanal, de a tres páginas por número, El Eternauta fue creciendo lenta, casi didácticamente a partir de la inspiración tangencial de una novela de Robert Heinlein que, con el tiempo, Paul Verhoeven llevó al cine como Starship Troopers (“Invasión”) y que por esas paradojas del espacio-tiempo apareció situada en una Buenos Aires destruida. Pero, enseguida, El Eternauta se cortó solo y argentino: primero fue el terror de la nevada mortal, luego los primeros atisbos de invasión, después los cascarudos, los gurbos, los manos. Y finalmente una bomba atómica cayendo sobre Buenos Aires. Con los Antartes no hay tanto tiempo disponible. La trama se ubica rápidamente en el cabina de una avión a punto de entrar en batalla. No parece haber mucho, tampoco, para descubrir. La vida, se sabía entonces, no crece sola día a día. Con una primera versión editada en la revista 2001 allá por 1970 -educada antecesora de las revistas de Fabio Zerpa, a medio camino entre el esoterismo y la ciencia ficción-, La Guerra de los Antartes supo ser firmada por un tal Francisco G. Vázquez durante su vida diaria en Mayoría. Pero su autor, claro, era Oesterheld, que por entonces formaba parte de la estructura de prensa de Montoneros. “La ciencia ficción me atrae mucho”, había confesado Oesterheld en un reportaje realizado por Trillo y Saccomano para su ensayo Historia de la Historieta Argentina. “Se puede decir muchas cosas, se puede metaforizar, aludir poéticamente a lo de todos los días”, explicaba. La Guerra de los Antartes no empieza, sin embargo, con ninguna metáfora. La primera plancha ya muestra a Buenos Aires en ruinas. Y a Sudamérica instalada como el escenario de una guerra aún sin terminar.

“La ciencia ficción me atrae mucho. Se puede decir muchas cosas, se puede metaforizar, aludir poéticamente a lo de todos los días”, dijo Oesterheld. Pero La Guerra de los Antartes no empieza con ninguna metáfora, sino con Buenos Aires en ruinas y Sudamérica como escenario de una guerra sin fin”.

Cuando se recorren las sucesivas versiones de El Eternauta, hay un cambio en el guión cada vez más manifiesto: en la ideologizada reescritura que realizó Oesterheld para el dibujo de Breccia (y la revista Gente) en 1969, Juan Salvo se pregunta: “¿Cómo es que los grandes países nos abandonaron así?”. El realista Favalli le contesta: “¿De qué te extrañás, Juan? Los grandes países nos tuvieron siempre atados de pies y manos. Antes, el invasor eran los grandes consorcios. Sus nevadas mortales eran la miseria, el atraso, nuestros pequeños egoísmos manejados desde afuera”. Luego de presentar aquella versión con bombos y platillos, Gente la retiró con carta de disculpa a los lectores incluida. Esa es la línea de pensamiento que explota en La Guerra de los Antartes. Los extraterrestres llegan a la Antártida, destruyen Dallas y Smolensk como muestra de su poderío y lanzan un ultimátum a los terrestres. Ante los representantes de 150 naciones, prometen avances tecnológicos a cambio de un continente todo para ellos: Sudamérica. Algún país africano amaga alinearse con las naciones sudamericanas, pero Estados Unidos y Rusia abortan todo tipo de resistencia. “La conquista española de Sudamérica permitió la revolución industrial de Inglaterra”, razona un asesor del caricaturesco presidente yanqui. “La nueva conquista de Sudamérica abre para nosotros horizontes insospechados de una nueva revolución”.

Apurada, panfletaria y desbordante de texto, La Guerra de los Antartes no le llega ni a los talones al primer Eternauta de Oesterheld y Solano López. Tampoco supera a la menor segunda parte -también con las tintas cargadas ideológicamente- que ambos ensayarían poco después en la revista Skorpio. Es, sin embargo, una lectura fascinante. Por la forma en que, aún entre semejante vértigo, se pueden descubir todos los mecanismos marca Oesterheld. Y, especialmente, su carácter de obra única en su género, el de la utopía peronista de izquierda. “No hubo otro texto de la izquierda peronista que trabajara, en forma de ficción, sus proyecciones políticas”, escribe Pablo De Santis en el prólogo de la edición de Colihue. Y señala que es una obra que se suma a la escasa tradición de utopías argentinas iniciada por Sarmiento con Argirópolis en 1850, y continuadas por Otto Dittrich -Buenos Aires en 1950 bajo el régimen socialista (1908)- y Pierre Quirole -La ciudad anarquista americana (1914). La Argentina que Oesterheld presenta como entregada al invasor junto con el resto de Sudamérica es un país en el que ha triunfado la revolución. El pueblo, unido, jamás fue vencido. Los marines fueron rechazados. El país es gobernado por los Consejeros, que tienen la confianza plena del pueblo. Apenas se difunde la noticia de la invasión, una multitud se hace presente en Plaza de Mayo. Y allí esperan recibir a los Antartes, armas en mano. “Consejo sí, Antartes no”, grita la plaza. “Queremos pelear”, vuelve a gritar. El grone Eleuterio Andrada, el primer consejero, abre los brazos desde el balcón. “El pronunciamiento no puede ser más claro, sabemos que por ustedes habla la nación toda”, le responde a la plaza repleta. Justo entonces, en una escena digna de Día de la Independencia, un plato volador Antarte se instala sobre Plaza de Mayo. La masacre se hace inevitable. Pero es entonces cuando comienza la resistencia.

El informe número 14 de la Cadena Informativa, fechado en setiembre de 1977, decía escuetamente: “Héctor Germán Oesterheld, el más importante guionista de historietas de la Argentina, fue secuestrado luego de que dos de sus hijas murieran: una en un enfrentamiento en Tucumán, otra luego de un período de ‘desaparición’ en un cuartel del Gran Buenos Aires. Aunque han pasado cuatro meses desde su secuestro, siguen apareciendo historietas que llevan su firma. Ni sus familiares, ni las entidades que se interesaron por su suerte, obtuvieron noticia alguna sobre el paradero o estado de saludo de Oesterheld, de 62 años”. Como un recurso barato de ese guionista aburrido que suele ser el destino, la segunda parte de El Eternauta terminó de publicarse cuando su autor ya había desaparecido. En su historia, ambientada en un lejano futuro, los jóvenes en armas se sacrificaban en una lucha final con el ejército invasor para que el “pueblo de las cuevas” pudiera vivir libremente. “El final es totalmente inverosímil, con los dos protagonistas alados abatiendo cientos de enemigos con apenas dos ametralladoras”, admitió alguna vez Solano López. “Pero ya estaba medio podrido de toda la historia, así que ni siquiera amagué a poner oficio para arreglarla, como solía hacer cuando me venían guiones ridículos desde Inglaterra”. La misma revista Skorpio publicó -tiempo después- el despropósito de un patético Eternauta 3 made in Italy que ni siquiera venía firmado y donde ya nada parecía digno de siquiera salvarse y donde el fantasma de Oesterheld se perpetuaba en planchas mal dibujadas. El círculo se había cerrado de la manera acaso más cruel: de guionista desaparecido había mutado a personaje sin autor identificable. Gustavo Trigo, dibujante de esa sucesora inmediata de El Eternauta 2 que fue La Guerra de los Antartes, también tiene recuerdos límites de la forma en que fue realizada la historieta. “Germán me dictaba las tiras desde un teléfono público, y yo anotaba textos y diálogos”, ejemplifica Trigo, que carga también con el honor de haber dibujado otra historieta argentina maldita: Marc!, con guiones de Osvaldo Lamborghini. “

Nos citábamos en bares de Almagro, Palermo o Belgrano: sus razones o desvelos y tal vez su miedo sobre la fórmica. Una clandestinidad injusta, porque se lo veía hogareño en aquella casa de Beccar”. A veintiún años de su desaparición, Héctor Germán Oesterheld tiene una plaza con su nombre en Puerto Madero, y sus invasiones recopiladas en álbums de historieta. Y aquella clandestinidad injusta puede ser recorrida libremente desde las páginas de cualquiera de sus historietas. En particular, las de cada invasión. Como la trama inconclusa de los Antartes, cuyo último cuadrito deja una pregunta en el aire: “Sabe que estamos aquí. ¿Será capaz de entregarnos?”. La respuesta no viene en el próximo número. Hay que buscarla en todas -pero todas- las páginas anteriores.