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Vale decir


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Los acontecimientos del Mayo Francés fueron inmediatamente capitalizados por intelectuales desbordados y sorprendidos por una historia que se habían especializado en prever y anticipar al milímetro. El oportunismo, cuyo análisis ha dado fértiles resultados con la metodología del sociólogo francés Pierre Bourdieu, por cierto no faltó. El de Tel Quel es tal vez el mejor ejemplo de un grupo que fue catapultado a la fama, por los acontecimientos de mayo. El manifiesto de Tel Quel era un volumen colectivo, titulado Teoría de Conjunto, publicado a fines de 1968, e incluía a los padrinos del grupo, Roland Barthes, Michel Foucault y Jacques Derrida. El manifiesto puede haber perdido algo de su frescura original, pero aún espumea con efervescencia teórica. Lo mismo ocurre con Mayo Rojo, otro volumen colectivo dedicado temáticamente a los acontecimientos.

Apropiarse del Mayo Francés permitía a Tel Quel aprovechar mejor que ningún otro grupo de izquierda una situación de tránsito que ha caracterizado a la cultura gala: el pasaje de la imprenta a la televisión, de escritores a celebridades; la transformación de volúmenes filosóficos y novelas en talk-shows (o en pretextos para talk-shows), de los movimientos literarios en modas culturales, de las obras maestras desconocidas en nombres famosos. Ya se sabe cuánto aumenta el capital cultural de un descubridor que revela al gran público la obra maestra desconocida (Sade, Bataille, Artaud, Lautréamont) o su verdadera, desdeñada relevancia cultural.

La primera y conveniente confusión fue la que alió al Mayo Francés con el estructuralismo bajo la rúbrica de “Pensamiento 68” que popularizaron diez años después, polémicamente, Luc Ferry y Alain Renault. En la medida en que el estructuralismo se presentaba como el pensamiento dominante, y como un pensamiento crítico, desplazando a la “filosofía de la conciencia” que había dominado la posguerra de la mano de Jean-Paul Sartre (quien sólo tardíamente participaría en los acontecimientos), podría decirse que funcionó al unísono con la revuelta primero estudiantil, y luego social. La paradoja es evidente: ¿hasta qué punto un movimiento que privilegia las estructuras sobre la historia, lo frío sobre lo caliente, puede aunarse o incluso influir sobre la irrupción radical de un movimiento que se quiere revolucionario, y una ruptura total con las formas que adoptaba el crecimiento en la sociedad de consumo?

El grupo originariamente de izquierda nucleado en torno de la revista Tel Quel tenía una respuesta: en la Teoría de Conjunto, el mentor de la revista Philippe Sollers explicaba que el grupo era el portador de un “frente rojo del arte”, para el cual “literatura y revolución hacían causa común”. Mayo del 68 era el significante al fin liberado del significado. Pero el frente rojo no recusaba la ciencia, sino que la reclamaba para sí. Al materialismo histórico, Sollers agregaba un ahora sospechoso “materialismo semántico”, en auxilio del cual convocó las nociones de huella de Derrida, de corte epistémico de Foucault, de corte epistemológico en Louis Althusser, de clivaje del sujeto en Jacques Lacan. Los acontecimientos de mayo servirían para que, a comienzos de 1969, el grupo virara al oriente rojo del “gran timonel” Mao (todavía en septiembre del año anterior podían dedicar un número a la semiología soviética presentado por Julia Kristeva). La superación del marxismo-leninismo por Mao es homóloga del Mayo Francés: toda superación es una superación (fue necesario el beneplácito de la China, que invitó a una delegación telqueliana a verificar in situ la tierra de promisión y superación, para que los intelectuales franceses entrevieran el stalinismo versión Pekín, y comenzaran un proceso de americanización: el tema de uno de los últimos números de Tel Quel, antes de su disolución en 1982, lo dice todo: USA).

Si la tentación de convertir a los acontecimientos de mayo en la matriz del cambio social y cultural fue irresistible para Tel Quel, no puede decirse lo mismo en el caso de la llamada Escuela de Frankfurt. El movimiento estudiantil alemán de fines de los 60 fue el más radicalmente ideológico. Estudiosos y estudiantes de teología, sociología y literatura produjeron libros y panfletos para probar que el viejo orden estaba corrupto y que sólo el rechazo del “capitalismo tardío” abriría el camino a un mundo nuevo. La mayoría tomaba sus modelos y su inspiración de los movimientos revolucionarios en el Tercer Mundo (en el congreso sobre Vietnam organizado en la Universidad Técnica de Berlín en 1967, la asamblea sesionaba bajo una gigantesca bandera del frente de liberación vietnamita que llevaba las palabras del Che Guevara, quien acababa de morir en Bolivia: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”). Resultaban comprensibles, entonces, las diferencias entre las opiniones de Herbert Marcuse (asentado en California desde la Segunda Guerra Mundial) y las de quienes estaban en Europa, como Theodor W. Adorno, Max Horkheimer o el entonces joven Jürgen Habermas. Marcuse era el autor de El hombre unidimensional, libro que fue un bestseller en el Mayo Francés. Adorno manifestó su posición de suprema desconfianza en el Congreso Alemán de Sociología de 1968 (que paradójicamente festejaba los 150 años del nacimiento de Karl Marx). Después de constatar, por enésima vez en una carrera que llegaba a su fin, la decadencia del individuo, Adorno atenuó apenas su pesimismo: “Sólo recientemente entre la juventud se han encontrado huellas de resistencia contra la adaptación ciega, de libertad de adherir a fines racionalmente elegidos, de toma de conciencia de las posibilidades de cambio”. El Congreso terminó el mismo día en que se atentó contra el líder estudiantil alemán Rudi Dutschke. La posición de Habermas fue más nítida, más relevante, y más dura. El 1-o de junio, afuera de una Universidad de Frankfurt ocupada por la policía, Habermas habló a los estudiantes. Las nuevas técnicas de manifestación le parecían formas de chantaje y bravatas de adolescentes enfrentados a padres poco atentos pero indulgentes. Luego de reprochar a los líderes estudiantiles la confusión ininteligible entre toma de las universidades y toma efectiva del poder, afirmó que esas ideas eran lo que desde un punto de vista clínico se llaman estados alucinatorios. El recuerdo del Mayo Francés parece darle la razón a Habermas: su efecto es comparable al de una droga que alucina de manera más o menos agradable.