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Teatro   Feinmann revive al Che

En diciembre de 1996 José Pablo Feinmann conoció el paredón: el famoso paredón. Lo había guiado hasta allí un militar cubano. Estaban en las afueras de La Habana. El escritor había viajado a la isla para reunir información sobre Ernesto “Che” Guevara. El militar, que lo guiaba por todas partes, lo llevó esa tarde a la fortaleza La Cabaña, donde Guevara había dirigido los fusilamientos revolucionarios. Feinmann vio el largo muro, unos trescientos metros llenos de agujeros de bala. “¿Ese es el famoso, el mítico paredón, el de los cantos de Paredón / Paredón?”. El militar asintió. Y dijo que, si no había más agujeros, era por la buena puntería de los muchachos.

Feinmann escribió el año pasado una obra de teatro que se estrenará este viernes. Se llama Cuestiones con Ernesto Che Guevara y si hay un tema central es el de la violencia. Con una barba un poco más larga de la que venía ostentando en “Gasoleros”, Manuel Callau hará de Guevara, en tanto que Arturo Bonín interpreta a un historiador llamado Andrés Navarro, que con 39 años -la edad del Che al morir- y una flamante beca Guggenheim, quiere saber qué sucedió esa noche final en La Higuera, y en el intento terminará interpelando al Che, sobre todo acerca de la violencia aplicada a la causa de la Revolución. Cuestiones con Ernesto Che Guevara se perfila como una obra polémica, concebida para el debate y para teatralizar la figura de un personaje que -al menos para el autor de la pieza- casi está a punto de ser santificado.

¿Cómo es su Guevara privado?
-Yo me sentí conceptualmente lastimado el año pasado, cuando se cumplieron los treinta años de la muerte del Che, porque me pareció que había una exaltación acrítica, que me sonó primero vacía y después fastidiosa. También diría que el Che no se merecía eso. Si alguien es recordado es por su complejidad: de ser simplificado, se lo convierte en una entelequia, en un bronce, pero no en un ser humano. En diciembre de 1996 fui con Juan Carlos Desanzo a Cuba para hacer la versión del Che Guevara que íbamos a contar con esa película. Ahí encontré, en los cuadros culturales de la política cubana, una gran falta de espíritu crítico respecto de la figura del Che. Quizá ellos no se puedan permitir ese espíritu crítico, por la situación extrema en la que viven a causa del bloqueo. Pero yo tenía que concebir un personaje. Eso fue lo que les dije: “Díganme un aspecto negro, oscuro, brumoso ... Uno, aunque más no sea”. Lo máximo que me llegaron a decir, como defecto, fue que el Che era temerario, citando textualmente lo que había dicho Fidel cuando una vez le hicieron esa pregunta.

¿Cómo fue que su guión desembocó en una obra de teatro?
-En síntesis, yo no participé finalmente del proyecto de la película del Che. Me quedé con una gran frustración y al mismo tiempo con un enorme material de investigación. No sólo de Guevara: hace varios años que vengo trabajando el tema de la violencia. Uno es argentino, y yo viví como jovencito la década del sesenta, como participante activo de los setenta, me quedé aquí con la dictadura ... La violencia es constitutiva de mi ser. Con todo el material que tenía, sobre el Che y sobre la violencia como tema, me pregunté qué hacer, y elegí el género teatral. Fue un desafío. En ese momento, mi amigo Ricardo Cohen, que se estaba yendo de La Plaza y estableciéndose como productor independiente, me llamó para dirigir un curso de filosofía. Yo le dije: “Tengo algo mucho mejor para ofrecerte. Una obra de teatro”. Allí empezó un período febril de búsqueda de sala, actores, y la escritura final de la obra, que me llevó dos meses y medio.

¿Por qué La Higuera como escenario?
-La idea inicial fue tomar al Che en una situación extrema, una situación en que no puede regalar sus palabras. Enfrente le puse un contendiente ficcional, porque de esa noche en La Higuera nadie sabe nada. Salvo las pavadas habituales: que el Che habló con una maestra y le dijo que en Cuba nadie se equivocaba en la gramática porque en Cuba había buena educación y en Bolivia no; o que había ido una boliviana a darle de comer o que el Che habló con Gary Prado ... Yo me basé en una frase de Paco Ignacio Taibo II en su biografía del Che, que para mí fue como un disparador: “La Higuera es un páramo de palabras”. Para todo novelista o narrador es un desafío monumental. Otro disparador fue la experiencia de Osvaldo Bayer con el Che. Cuando estuvo en La Habana a principios de los ‘60, le dijo a Guevara que había que tener cuidado, porque las fuerzas de represión en la Argentina eran mucho más poderosas que las fuerzas de Batista, y el Che le contestó: “Son todos mercenarios”. Esto me lo contó Osvaldo una tarde en su casa, y es un recuerdo muy emotivo para mí, a punto tal que lo puse a Bayer en la obra. Se va a enterar cuando lea esta nota ... o cuando vea la obra.

¿Cree que la obra permitirá discutir sobre la violencia y sobre el Che?
-Creo que la exposición y el riesgo son grandes, entre otras razones porque hay gente que quiere entrañable y acríticamente a Guevara. Es como si dijeran: “Nadie lo toca al Che”. Y esta obra lo toca, porque no lo venera. No le falta el respeto, pero no le rinde culto.

¿Por qué asume en la obra que a la Fundación Guggenheim le interesa investigar sobre Guevara?
-Primero porque la Guggenheim da becas para cualquier cosa. Pero creo que también le interesa la figura del Che Guevara, como a todo el mundo. Si aparece un tipo que dice que va a contar lo que nadie sabe, es muy posible que le den los veintipico mil dólares de la beca. Además, me parecía muy irónico, divertido y característico de un personaje de los años ‘90, como es este ficticio Andrés Navarro, que fuera a ver al Che en nombre de la Fundación Guggenheim.

Este historiador cuestiona al Che Guevara sobre todo por su fascinación con la violencia.
-Se enfrentan en una discusión sobre el derecho de tomar la vida del otro. Este es el eje. Para Navarro, ninguna vida ajena puede ser tomada como un medio para conseguir un fin. El Che le contesta que la violencia política tiene sentido, que puede ser instrumentada legítimamente y que se justifica en momentos de extrema injusticia.

¿Piensa que el Che murió convencido de estas ideas?
-Sí. Creo que muere convencido de que “la violencia es la partera de la historia”, que es una frase notable de Marx, del tomo primero de El Capital (capítulo 24). Marx dice que ninguna forma histórica pasa a la siguiente si no interviene la violencia para arrancarla y hacerla surgir. El Che creía en eso, y en la revolución sangrienta, creía que los fusilamientos podían ser ejemplares. De allí que en la obra defienda con todo los fusilamientos en La Cabaña. Allí, el Che es un Saint Just, un Robespierre y un Mariano Moreno. El Che tenía mucho de Mariano Moreno. Cuando uno lee el Plan de Operaciones y Moreno dice: “Hay que verter arroyos de sangre”. Y también tiene algo de Castelli: cuando Moreno manda a Ortiz de Ocampo a fusilar a Liniers y, como no lo fusila, envía a Castelli, Castelli es el revolucionario que actúa como después actuará el Che Guevara.

¿Discutir al Che es, para usted, parte de la discusión que se viene dando sobre los años ‘70?
-No hice la obra pensando en los ‘70 ni en el debate. Me angustia mucho más este momento histórico: los ‘90. Todavía no se ha dado una discusión pública, demasiado expuesta, sobre esta cuestión de pavorosa injusticia social, de exclusión desaforada, de pérdida del trabajo, y de cómo se revierte esto. Hay posiciones que dicen que el capitalismo no puede recibir más respuesta que la violencia. La teoría “cuanto peor mejor” (o sea: a más pobreza, más cercana la Revolución) falló varias veces, pero es repetitiva, cíclica. El Che hablaba de crear dos, tres, muchos Vietnam. El ERP y Montoneros, en 1975, hablaban de exasperar las condiciones y provocar el golpe. Todo eso ha sido devastado por la historia, pero siempre vuelve. Así como está volviendo una teoría un poco soterrada que vendría a decir que el progresismo es careta, tan hipócrita como el neoliberalismo, casi su contracara legal. Lo cierto es que estamos viendo la exasperación de los antagonismos sociales y eso lleva a discutir la violencia.

¿Qué le pareció Cuba cuando viajó?
-Fue mi primer viaje a la isla y me produjo muchas cosas. Mi primera experiencia fue la eficacia de la medicina cubana. En el avión había comido un pescado que me intoxicó y llegué hecho mierda a Cuba. La primera persona cubana que conocí fue una adorable enfermera, que me dio unas encantadoras inyecciones que me pararon los vómitos.

Pero el pescado no era cubano ...
-No, era de una aerolínea que ni quiero recordar. Otra experiencia inolvidable fue cuando un coronel del ejército revolucionario, que nos conducía a Desanzo y a mí en su taxi, nos llevó a conocer la fortaleza de La Cabaña en las afueras de La Habana. “Los voy a llevar por un lugar al cual no van los turistas”, dijo. Paró el auto y bajamos frente a un enorme muro, larguísimo, de unos trescientos metros, calculo. El coronel dijo simplemente: “Ese es el paredón”. Cuando yo pregunté de qué eran esos boquetes hizo un gesto como diciendo qué clase de pregunta era ésa. Y agregó: “Y no hay más boquetes porque la mayoría de las balas daban en el blanco”. Quedé estremecido, sobre todo porque el paredón había sido parte de mi vida, como de muchos. ¿Cuántas consignas incluían esa palabra? “Paredón, paredón, a todos los gorilas que vendieron la Nación.” A un compañero de la facultad le decíamos Paredón, porque siempre decía “a ése hay que fusilarlo”. Bueno, yo vi el paredón. Y me documenté mucho sobre el desempeño del Che en la fortaleza. Este mismo militar me contó que el Che se entrevistaba con los familiares de aquellos a quienes ordenaba fusilar. Me pareció desmesurado, grandioso. El tipo que mira a la madre a la cara y le dice: “Yo ordené matar a su hijo”. Era absolutamente antivideliano: Videla no le decía a nadie que iba a fusilar a su hijo. Es un rasgo muy definitorio del Che.

¿El tomar todo en sus manos?
-El Che hizo fusilar a policías torturadores del régimen secreto de Batista y militares genocidas (digo genocidas porque, entre 1954 y 1959, murieron treinta mil cubanos por la dictadura de Batista). En ese gesto de convocar a los padres de los torturadores, el Che tiene la grandeza de un Saint Just. A un militar de Batista que le pide, como última voluntad, dirigir su propio pelotón de fusilamiento, ordena que lo fusilen por la espalda. Creo que es el momento más electrizante de la obra. Ese momento me fascinó sobre todo porque es el anti-Proceso: los militares argentinos no sólo no miraban a la cara; no sólo no comunicaban, sino que tampoco entregaron los cuerpos. Dentro del marasmo de la violencia, la figura del Che tiene una complejidad enorme, que me resulta mucho más fascinante que la estupidez del Che Guevara en las remeras.

“El Che hablaba de crear dos, tres, muchos Vietnam. El ERP y Montoneros, en 1975, hablaban de exasperar las condiciones y provocar el golpe. Esa posición ha sido devastada por la historia, pero siempre vuelve. Así como está volviendo una teoría que sostiene que el progresismo es careta, tan hipócrita como el neoliberalismo, casi su contracara legal. Lo cierto es que estamos viendo la exasperación de los antagonismos sociales y eso lleva a discutir la violencia.”

La puesta de Cuestiones con Ernesto Che Guevara (que se estrena este viernes en el teatro Margarita Xirgu) está a cargo de dos directores que ya han trabajado juntos en varias oportunidades. Javier Margulis y Rubens Correa debieron confrontar sus propias ideas acerca del Che Guevara, y decidir cómo poner en escena un rostro mítico, tan cargado de sentido y revestido de una iconografía saturada, un signo ambulante, un estandarte. Para Correa, “la obra está planteada como un debate pensado teatralmente. En ese sentido, este Che es un paradigma de un pensamiento de los sesenta. Recoge una época, la cataliza o la concreta. En cuanto al personaje de Andrés Navarro, es un poco el pensamiento dominante de este momento”. Javier Margulis confiesa que hacía rato que no pensaba en Guevara, y que hacerlo le provocó inquietud. “Era un tema adormecido en mí. Conectarme con el Che fue volver a una cuestión que creo que es absolutamente actual: independientemente de que su figura esté de moda con la llamada chemanía, su pensamiento cobra una dimensión alucinante. La inquietud pasa por no instalarnos en un favoritismo o un rechazo. Es una discusión, un debate que seguro no terminará cuando baje el telón.”

¿Han desarrollado algún método para trabajar juntos?
Correa: Tenemos la experiencia de Violeta viene a nacer, donde trabajamos llevando a escena textos como los de la Parra, de una gran carga poética. Hoy, ensayando, veíamos en qué momento marcaba cada uno los cambios de luces y comprobamos que los dos marcábamos lo mismo. Discutimos en sentido dialéctico: lo que termina saliendo en el escenario resulta de tironear las ideas del otro.
Margulis: Estamos bien comunicados. Discutimos. Charlamos bastante. No siento que haya una renuncia a la individualidad por trabajar de a dos.

¿Cómo trabajar en escena con mitos tan fuertes como Evita o el Che?
Margulis: Este fue un planteo importante desde el comienzo porque, además del Che, en la obra está Fidel. Ponerle barba, boina o un habano a Fidel nos parecía horrible, no íbamos a poder darle ningún tipo de verosimilitud. Iba a quedar como “Canal K”, disfrazados. Esto incidió en el planteo dramático. Los actores no se disfrazan, no se caracterizan: Callau asume el rol del Che.
Correa: Hay una teatralidad en primer plano, y a partir de allí se debaten ideas. Vamos a jugar a que éste es el Che, ése es Fidel, y aquel otro un historiador que los cuestiona. No habrá boinas.