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C·Òamo santo

Por MARTA DILLON

Llegar a Mapiá, en el Amazonas brasileño, puede provocar serios ataques de pánico para los metropolitanos de cualquier horizonte. Algo huele a Un mundo feliz, cierta armonía sensual -que llama a la sonrisa como una serpiente encantada-, el olor de la cannabis detenido como un banco de niebla, el silencio, el perfecto orden de las casas de madera -con cortinas y jardincitos casi lamiendo el muro enloquecido de la selva-, todo es extraño. Demasiado ¿perfecto? ¿utópico? Tal vez nada más que la sensación de estar a salvo de la mirada del mundo. Un lugar sin policía.

Se necesita por lo menos una semana para llegar desde cualquier lugar del mundo a esa tierra prometida. El tramo más corto es el que termina en San Pablo. Desde allí, el avión a Río Branco (en el estado de Acre) es una quimera: a veces doce horas, otras quince, otras ni siquiera se llega en el mismo día a ese triángulo verde que Brasil quitó a Bolivia a fines de los años ‘30, cuando los fundadores de la doctrina del Santo Daime -que pelearon en esa guerra- conocieron una bebida sagrada que tomaban los chamanes desde hacía diez siglos (y que ahora, bautizada Daime, convive en perfecto sincretismo con los iconos cristianos, africanos y hasta new age). Un taxi puede atravesar los 300 kilómetros de llanura roja que lleva a Boca do Acre, el último puerto civilizado. Nunca se puede seguir viaje en el mismo día, hay que esperar la única lancha que conduce hasta el puesto donde nuevamente hay que hacer noche. Dos días más en una pequeña canoa hecha con medio tronco ahuecado son necesarios para llegar hasta Mapiá. Un tránsito lento por un pequeño río que forma la cuenca del Amazonas, plagado de lagartos y arañas grandes como manos, que se cruzan de orilla con saltos olímpicos sobre el agua. Los seguidores de la doctrina del Santo Daime desembocaron allá huyendo de la persecución que sufrieron cuando habitaban más cerca de esa civilización que no los entiende ni acepta esa búsqueda del conocimiento a través de las plantas de poder: la marihuana, el yagú y la “rainha da foresta”. Las últimas dos pueden combinarse en una bebida alucinógena que los incas llamaron vino de las almas y que, hace poco menos de un año, un norteamericano -iluminado pero por las luces del capitalismo- patentó en su país como remedio natural contra las adicciones del Primer Mundo: el tabaco, el alcohol y las drogas pesadas.

En el centro de la ciudad se organiza la bienvenida a los viajeros. Maracas, guitarras, flautas. La música sube en espiral y se enreda en las copas de los castaños amazónicos, altos como edificios. Los tambores guían con su ritmo sordo, un golpe directo al vientre. Las voces de las mujeres empujan el canto, invitan a Santa María a iluminar a los que están reunidos, y despacio, entre la ronda que se mueve al ritmo de la música, se empieza a pasar el porro, la Santa María invocada, la planta de poder que los conecta con la naturaleza y con el exquisito saber de los sentidos. Todos fuman siguiendo la ajustada disciplina del rito: se pasa por la izquierda y se le dan sólo tres pitadas: una al sol, otra a la luna y la última a las estrellas. Los niños sueltan carcajadas como hilos de perlas, ellos también están en la ronda y son los que desarman las hilachas del apretado tejido de la doctrina del Santo Daime, una religión inscripta entre los cultos que se practican en Brasil pero que requiere de la más honda intimidad de la selva para estar a salvo. En ningún otro sitio sería posible la ritualización religiosa de plantas de poder, la experiencia mística colectiva de sustancias que tocan timbres individuales y distintos para cada uno. Un rito que siempre fue para elegidos -los chamanes y los brujos de civilizaciones más primitivas- y ahora es para cientos de fieles que van y vienen de la selva a su ciudad: sea Amsterdam, Madrid, Barcelona, Tokio, Montreal o San Francisco.

Cuenta la leyenda que el fundador de la doctrina, el padrino Sebastián, se encontró, cuando los ‘70 terminaban con la utopía de la vida en comunidad, con un argentino maluco que le presentó a la Santa María. Entonces no tenía un nombre ilustre como ahora: era solamente yerba. Pero el padrino “recibió”, en un trance de ayahuasca, la orden divina de incluir la cannabis en la doctrina. Santa María ahora es el premio, es la conexión que ellos necesitan con la naturaleza para que ésta se abra y les enseñe a conocer por los sentidos, a encontrar alegría en el trabajo y soportar el calor que nunca baja de los 40 grados. Pero la planta está prohibida por ley, en Brasil y en toda América, y los seguidores del Santo Daime tuvieron que abandonar el mundo para estar a salvo. Hacia allá fueron cuando promediaba la década del 80, a fundar Ceu do Mapiá, una ciudad de 500 habitantes donde las ciudades no existen. La comunidad ya tenía más de cincuenta familias de indios apuriná y muchos migrantes sueltos, sobrevivientes de las distintas dictaduras de Sudamérica, sobrevivientes del tardío Flower Power de estas latitudes que nunca tuvieron el suficiente dinero para cruzar el océano en busca de un lugar donde la utopía -aun el diminuto sueño de que nadie te diga lo que podés o no meterte en el cuerpo- fuera posible. Juntos tiraron palos e hicieron casas, plantaron la Santa María que ahora ofrecen como el máximo símbolo de hospitalidad a quienes se atrevieron a remontar el río y desafiar al miedo y la malaria. Un baño, un porro y una red donde echarse, la comida que ellos mismos producen: eso es lo que ofrecen. Lo demás se aprende solo. “Te lo enseña la selva”, dicen los pioneros, mientras le piden permiso a las enormes plantas de cáñamo para cortar sus flores: sólo se trata de tomar lo que la tierra da para hacer felices a los hombres.

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