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VICIOS  Stu Ungar o El poker soy yo
Adiós a Las Vegas

Nadie juega al poker como él. Puede ganar millones de dólares en una noche y dilapidarlos todavía más rápido, algo que viene haciendo desde los catorce años. Si Kasparov perdió contra una IBM, Stu Ungar hizo entrar en cortocircuito la última computadora que le pusieron enfrente. Mientras la nariz se le deforma cada vez más por la cocaína, el muchacho juega cada vez menos y mejor, y esta nota cuenta por qué.

Por JUAN IGNACIO BOIDO

Boby Ficher Está considerado el mejor jugador de poker de la historia. Quienes juegan contra él sienten que, para el tipo que tienen sentado enfrente, las cartas son transparentes. Perder contra Stu Ungar es como haber perdido contra Maverick: uno de esos raros casos en que la derrota adquiere alguna extrañísima forma de honor. Por sus manos pasó más dinero que por las de cualquier cajero de banco con décadas de oficio. Destrozó cinco Jaguars y un Mercedes Benz como excusa para poder comprarse otros. Rechazó una invitación de Reagan a la Casa Blanca porque no hubiese sabido qué cubiertos usar en la mesa. Cuando era menor de edad, conseguía que le vendieran whisky apilando veinte mil dólares sobre la barra y diciendo “¿Qué adolescente andaría con tanto encima?”. Y pierde todo lo que gana por una interpretación muy personal del placer de volver a ganarlo. Mike Sexton, uno de los popes del periodismo especializado en poker diagnostica: “No existe un jugador que calcule más rápido que Ungar. Nadie tiene mucha idea de lo que es la mente de ese tipo. Sólo puedo decir que su coeficiente intelectual está por encima de casi cualquier genio”. La única vez que programaron una computadora para que le ganara al gin rummy, la hizo entrar en cortocircuito (“La puta máquina parecía tener espasmos. Estaba histérica. Sólo sabía calcular, y con eso no alcanza”, se ríe Ungar). Después de jugar, puede reproducir sus partidos casi a la perfección, durante años. Y su capacidad de cálculo con las cartas es tal que tiene prohibido jugar en todos los casinos de Las Vegas.

UNA LUZ EN EL INFIERNO
“¿Alguna vez vieron la película que dirigió Robert De Niro en la que un chico del Bronx es apadrinado por un mafioso? Bueno, así era yo. A los catorce años alguien empezó a apadrinarme. Mi padre era un levantador de apuestas, de los importantes. Manejaba el Fox’s Corner, un bar en la Segunda y la Siete, en Nueva York. Nací en 1953 y me crié rodeado de tipos de la mafia”, dice Ungar, cuya precocidad y talento inaudito para la matemática hasta entonces sólo le había servido para saltearse un par de grados en el colegio. Mientras, el padre amasaba una fortuna en las apuestas ilegales y la acumulaba en cajas de seguridad desperdigadas por la ciudad. Con los amigos del padre aprendió a jugar al gin-rummy, y entendió que, contra lo que dijera la parva de aprendices que puteaban cada vez que perdían, las cartas premiaban mucho más el juego inteligente que a la suerte. “Si tuviera que categorizar, diría que el gin-rummy es el que más depende del jugador. Después vendrían el poker y el backgammon”, dice Ungar. A los diez años empezó a jugar gin-rummy por dinero con los mozos. “Cuarenta o cincuenta dólares la mano, pero ya a esa edad empecé a sentir la fiebre”. Cuando tenía trece, el padre murió de un infarto, y un año después su madre sufrió un ataque de apoplejía. Para entonces, el gobierno ya había congelado y confiscado la fortuna escondida de la familia. Ungar tenía que mantener a la madre y a la hermana. Dejó el colegio y empezó a jugar. “Tenía catorce, parecía de siete y podía pelar al más veterano jugador de cuarenta”.

EL COLOR DEL DINERO
Al principio, merodeaba las mesas de gin-rummy y se detenía detrás de su compadre, que al rato, cuando se quedaba casi sin fichas, les preguntaba a los demás si no tenían problema en que su sobrino jugara los últimos dólares porque él ya estaba cansado. Convencidos de que jugarían contra un chico, los demás aceptaban. Ungar se sentaba y los desplumaba. Antes de los dieciocho, ya no le quedaban rivales entre la fauna legendaria del gin neoyorquino. “¿Qué hacía con lo que ganaba? Iba a las carreras. Aquel que dijo que el dinero quema en el bolsillo estaba hablando de mí. Algunos me dicen apostador patológico. Para mí todo se reduce a que es más importante la acción que el dinero. En Lake Tahoe, jugué partidos de pingpong contra campeones chinos por cinco mil dólares. En Italia aprendí un juego que se llama Ziganet, en donde se apostaba más fuerte que en cualquier otro juego. En un hipódromo conocí un levantador de apuestas que me dejaba apostar por un caballo para ver si entraba último. Soy un adicto de la acción. Apostaría hasta en una carrera de cucarachas”.

BIENVENIDOS AL PARAISO En 1978,
cuando Ungar tenía veinticinco años, su corredor de apuestas entró en pésimos términos con la mafia neoyorquina: por obra y gracia de inexplicables transferencias de deudas, Ungar terminó debiéndoles 60 mil dólares a los Buenos Muchachos. Y se le hacía difícil pagar: casi nadie en Nueva York quería sentarse a su mesa. Subrepticiamente, Ungar se escapó a Los Angeles, y de ahí a Las Vegas, donde empezó a jugar dando ventajas: le jugaba a cualquiera por la cifra que quisieran y, además, él mostraba una carta. Ganó 50 mil dólares en un torneo de gin-rummy, pagó las deudas y se llevó a la Costa Oeste a su novia neoyorquina y a su hijo adoptivo. Y ahí se quedó: en Las Vegas, con excepción de algunas excursiones para recaudar fondos en torneos que ganaba con pasmosa facilidad y exceptuando esos períodos negros en los cuales ni siquiera él sabe dónde estuvo. “Las Vegas es el paraíso para cualquier degenerado. Se puede jugar las veinticuatro horas. Cuando recién llegué y me quedaba sin fichas, ¿quieren saber quién me financiaba? Tony Spilotro, el tipo al que Joe Pesci supuestamente interpreta en la película Casino”.

EL FAIR-PLAY SEGUN UNGAR
Al año de haber llegado, no existía nadie en todo Las Vegas que quisiera jugar con él al gin-rummy. Entonces empezó a jugar al poker seriamente. En el ‘80, a los veintisiete años, jugó por primera vez el Campeonato Mundial. Las apuestas estaban 100 a 1 en su contra. Ungar no sólo ganó el Campeonato; supuestamente se llevó una fortuna en apuestas. Al año siguiente volvió a ganar; ya era infalible en los mano a mano y en los partidos sin límite de apuestas. “Ni siquiera necesitaba usar mi dinero para jugar. Siempre conseguía alguien que me prestara. Para ellos era el negocio más seguro. Con apuestas limitadas era más difícil, pero cuando me dejaron jugar sin límite desataron un monstruo: tengo más huevos que cualquier otro jugador, y no tengo ningún respeto por el valor de las fichas de plástico. Cuando alguien me desafía, no importa cuán buen tipo sea: lo voy a odiar. Quizá sean sus cejas. Por lo general es la mueca idiota que se les pega en la cara cuando ganan una mano. Lo que fuere. Si alguien me quiere ganar, me lo tomo como algo personal. Y tengo que odiar a alguien para ganarle”.

BLANCA ES LA NOCHE
Durante los 80 ganó millones, vivió en una mansión con su mujer, su hija y su hijo adoptivo, y empezó a permitirse cada vez más “licencias familiares” para estar con las groupies del mundo del poker. Aumentó también los gramos semanales de cocaína, que había probado por primera vez en Nueva York, la tarde en que debió ayudar a su madre a usar una chata, por la apoplejía, minutos antes de una partida de cartas. “Al principio usaba la coca para poder seguir jugando. Pero cuando tenés cientos de miles en efectivo, te persiguen hasta tu casa para ofrecértela”. A fines de los 80 su hijo adoptivo se ahorcó con el cable del televisor. Durante los 90, Ungar vivió demoliendo hoteles, tirado en un número incontable de sofás en suites varias o casas de amigos. El ritmo de apuestas ya era frenético: entre un jueves y un lunes podía ganar un millón de dólares en efectivo, y al jueves siguiente ya lo había perdido todo y debía ochocientos mil. Llegó a ganar tres millones y medio de dólares en un fin de semana: quince días después no tenía un centavo. “Apostaba a todo: en qué round y con qué mano noqueaba Holyfield a Tyson; cuántos puntos de diferencia y cuántos expulsados iba a haber en un partido de fútbol americano. Y, lo que no apostaba, lo aspiraba. Así es fácil perder fortunas. Debo tener el record de televisores destrozados. Aunque ahora pienso que, en realidad, quería perder todo para tener que volver a jugar al poker”.

EL RETORNO A LAS LIDES
A principios del ‘97, después de tocar fondo, Ungar dejó de jugar intermitentemente en garitos y tugurios para juntar algo de efectivo y volvió a anotarse en el Mundial: cuando nadie daba literalmente un peso por él, según las apuestas. A las dos horas de empezado el torneo, las apuestas ya lo daban como principal candidato. Y al cuarto día se convirtió en el único jugador en ganar el Campeonato Mundial de Poker tres veces. “Realmente no necesitaba el dinero, pero andaban diciendo que yo ya no podía jugar y que tenía la cabeza destruida. Y me cansé. Hirieron mi orgullo. Así que comí bien, dormí y me aseguré de estar en forma para jugar. Si alguna vez quieren vender videos sobre cómo jugar al poker, deberían haberme filmado en ese campeonato: no era un juego de cartas; era belleza pura”. Durante el resto del año se dedicó a volver a vivir con su mujer y su hija, pero en marzo de este año ya estaba fundido y viviendo solo en un departamento solamente poblado de cartas, una heladera y miles de sobres de Tang. ¿Cómo se puede gastar un millón de dólares más rápido de lo que se tarda en conseguirlo, si se lo puede conseguir en una sola noche? El método Ungar: “Se va. No son las mujeres, porque ya no soy un playboy. Pero se va: caballos, deportes, cualquier cosa”.

UN CAMPEON A VECES CAE
La sola idea de que un campeón no se presente a defender el título y apostar lo que ganó el año anterior parece inconcebible en el mundo del poker. Este año, el campeón depositó los diez mil dólares que le garantizaban una silla en alguna de las mesas de nueve jugadores del Mundial. Pero el primer día, justo antes de empezar, se anunció por los altoparlantes que “Stu Ungar no participará del Campeonato Mundial de Poker, porque no se siente bien”. Casi como un acto reflejo, un puñado de gente se acercó a los levantadores de apuestas para cobrar: no habían apostado a ganador, sino por la presencia o ausencia de Ungar. Mientras tanto, doce pisos más arriba, Ungar miraba televisión sin sonido tirado en el sofá de su habitación de hotel. “Estaba listo para bajar, ya bañado y vestido, pero me miré en el espejo y me di cuenta de que estaba terrible: parecía salido de Auschwitz. Pensé que no iba a poder jugar diez horas durante cuatro días seguidos, y además hacerlo como los dioses. Ahí me di cuenta de que el año anterior me estaba cobrando peaje”.

EL CIELO PUEDE ESPERAR
Hace veinte años lo bautizaron The Kid, por la mueca infantil con la que limpiaba al resto de los jugadores. Todavía los sigue saqueando pero, a causa de las líneas kilométricas de cocaína que lleva jaladas, los orificios nasales se hundieron hacia adentro hasta deformarse, y la mueca se parece más y más a la de un boxeador retirado al que deformaron a trompadas una inquietante cantidad de veces. Hoy, Ungar parece gozar de la precoz y respetada impertinencia de Billy The Kid, del reconocimiento temprano y la condescendencia en voz baja que persiguió a Scott Fitzgerald, del genio casi bestial e igual de impredecible de Bobby Fischer. Desde la deserción en el Mundial, sus apariciones en los casinos son cada vez más esporádicas, pero suficientes para esculpir con nitidez los contornos de una devota leyenda. Como si eso no fuera suficiente, Ungar sigue sometiéndose a prolongadas temporadas en el infierno, desde donde, cada tanto, espasmódicamente, desciende a la superficie, como señales ectoplasmáticas pero inequívocas de que allá arriba, en el piso doce de un hotel, con la nariz cada vez más deformada, existe una inteligencia superior. Ungar se ríe y dice que las cosas son mucho más simples: “Realmente no sé si hay vida sin apuestas. Si la hay, no creo poder disfrutarla. El único momento en el que tengo algún respeto por el dinero es cuando no lo tengo... pero siempre consigo alguien que me financie. El problema es que el poker ya no me estimula tanto. Paso la mayor parte del tiempo hibernando. Salgo a jugar sólo cuando necesito algo de dinero. Y no me gusta perder. No quiero que nunca nadie diga que soy un buen perdedor. Porque alguien que es un buen perdedor, por más bueno que sea, sólo es un perdedor”.