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ADOLFO BIOY CASARES MURIO SOÑANDO CON SU SIGUIENTE NOVELA
El último gentleman de la literatura

Los sombríos pronósticos que habían acompañado su internación se convirtieron anoche en una noticia triste: el autor de “La invención de Morel” y “El sueño de los héroes”, uno de los escritores más grandes del siglo, falleció por una serie de fallas conjuntas en su organismo.

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Por Alfredo Grieco y Bavio

t.gif (862 bytes)  La vida de Adolfo Bioy Casares fue la de aquellos que cuentan con el raro privilegio de dedicarla por entero a la literatura. La familia de su madre, Marta Casares, fue dueña de La Martona, una próspera empresa de explotación lechera. La de su padre, Adolfo Bioy –ministro del general Félix Uriburu que derrocó a Hipólito Yrigoyen–, era de terratenientes. Bioy nunca pasó por ningún tipo de peripecia económica grave. Su biografía exterior, entonces, se deja resumir en una sucesión de puntuales publicaciones, donde las únicas alternancias son las de los géneros de prosa que practicó: la novela, el cuento, la crítica literaria, las memorias, el diario.
Después de largos y vanos intentos por ser un escritor de vanguardia, Bioy, que había nacido en 1914, publicó en 1940 La invención de Morel. En esta novela se descubren ya los rasgos que habrían de caracterizar toda su obra, hasta el último libro que publicó, De un mundo al otro, del año pasado. Una invención de riguroso argumento fantástico, unida a una historia de amor, llena de dificultades casi insalvables, entre un hombre y una mujer que luchan contra un mundo inescapable y hostil. El libro llevaba un prólogo de Jorge Luis Borges: otra asociación que no lo abandonaría a Bioy ya jamás. Con él fundó en 1945 la colección El Séptimo Círculo, que con centenares de volúmenes atrajo la atención del público, y también la de los escritores, a las exactitudes e intrigas de la novela policial. A principios de 1940, se casó en Las Flores con Silvina Ocampo, hermana de la famosa Victoria. A pesar de una vida donde no faltaron las amantes, ocasionales o duraderas, sucesivas o simultáneas, la unión con Silvina, que era casi 15 años mayor, siguió sin interrupciones hasta la muerte de ella, en 1993.
En una afirmación puede verse una división de su propia obra a la que el público siempre ha atendido: distribuye sus relatos entre “los de índole fantástica y los que tratan cuestiones de conducta. Son los primeros prodigiosamente imaginarios; los últimos, límpidamente perspicaces. En unos y otros hay sentido del humor, un sentido del humor sin estridencias y un estilo fluido, preciso, transparente”. El comentario, una observacion incidental redactada para los relatos de Francis Korn, expone los puntos esenciales de lo que podría llamarse la poética de Bioy. Se refiere a los dos centros vitales en torno de los cuales giran todos sus escritos. Por un lado, el ideal de rigor formal, de maestría en la trama y en la construcción, de relato con sorpresa en el final, que caracteriza a los textos de género fantástico, tal como ocurre en La invención de Morel, en Plan de evasión (1945), en La trama celeste (1948), en El Sueño de los Héroes (1954), en Historia Prodigiosa (1956), en Historias desaforadas (1986), en Una magia modesta (1997). Por otro, el interés en las “cuestiones de conducta”, que se expresa en un Bioy realista y hasta naturalista, más atento a la cotidianidad argentina de lo que quieren los que atienden como criterio exclusivo a su origen de clase. Este último Bioy supo como atender a las inflexiones de la lengua hablada, y fue autor de eficaces parodias de grupos sociales concretos y de “violentas sátiras de los diversos comportamientos lingüísticos que coinciden en nuestro medio”, como él mismo dijo. De esta última rama hay un nítido testimonio en Guirnalda con amores (1959), en El diario de la guerra del cerdo (1969), en La aventura de un fotógrafo en La Plata (1986).
A este Bioy cotidiano, ajeno a mecánicas fantásticas que garantizan la inmortalidad por la imagen o la comunicación con un más allá siempre siniestro, pertenecen los cuentos policiales y las crónicas que escribió en colaboración con Borges, que tienen como centro móvil a Don Isidro Parodi, un detective que resuelve crímenes sin salir de entre las paredes de la cárcel donde está encerrado. Estos relatos empezaron siendo violentamente antifascistas enSeis Problemas para Don Isidro Parodi (1942), y acabaron, con la misma virulencia, en ataques al peronismo y también a las dudosas vanguardias argentinas en los años del Di Tella y de Onganía, como en Crónicas de Bustos Domecq (1967). Aquí se integra sin dificultades una obra singular como el Diccionario del argentino exquisito (1971), un catálogo donde escarnece las palabras técnicas y vagamente modernizadoras de la clase política argentina.
Borges dijo que “en una epoca de escritores caóticos que se vanaglorian de serlo, Bioy es un hombre clásico”. En medio de un mundo caótico, Bioy fue un decidido cultor de la racionalidad, de las posibilidades humanas de establecer una medida para las cosas. Su postura fue, en este sentido, la de un enciclopedista del siglo XVIII: un racionalista que posee la convicción de que “el mundo necesita más cordura que irracionalidad”. En los dos últimos años,le encomendó a Daniel Martino, una obra magna cuya edición terminaron juntos al finalizar 1998: un imponente diario, de más de mil páginas, donde registró sus testimonios sobre la amistad con Borges entre 1931 y 1986. Desgraciadamente, ya no verá publicada una obra única, que es también una anatomía de la sociedad argentina a lo largo de seis décadas.

 

El tropiezo imperdonable

El escritor Adolfo Bioy Casares sufrió ayer lo que habría definido como “el tropiezo imperdonable de la muerte”. El fin se produjo entre las 19 y las 19.30, en una unidad coronaria de cuidados intensivos por lo que los médicos definieron como un debilitamiento general de su estado de salud, luego de tres internaciones en los últimos dos meses. “Murió por factores múltiples, en un cuadro que se conoce como falla multiorgánica; fallaron el corazón, el riñón, el pulmón”, precisó el médico Osvaldo Brusco al hacer el anuncio a las 22.30, en la clínica donde estaba internado. Bioy había sido internado el jueves pasado por una fuerte complicación pulmonar que le impedía respirar normalmente, dentro de un cuadro general de debilidad, y murió en compañía de su médico personal, Alejo Florián. Venía de haber sufrido un problema cardíaco en enero y de una infección respiratoria en febrero. Según el médico Brusco, de esas internaciones se recuperó, pero su organismo, en general, no estaba para más trotes. Consciente de esto, desde hace tiempo el tema de la muerte era una constante en las conversaciones de Bioy, aunque tenía el buen gusto de restarle al asunto todo dramatismo, como si hablara del posible fin de otro. “Si pudiera firmar ahora un contrato para vivir cien años más, estamparía mi firma sin siquiera mirar sus condiciones”, dijo hace poco. “Prefiero vivir de cualquier manera a no vivir”, agregó. “Es impresionante cómo vivimos creyendo que vamos a seguir viviendo y que vamos a vivir en el recuerdo”. Cuando publicó hace dos años sus Memorias, Bioy las justificó así: “Los escritores tenemos el deber con los escritores del futuro y con la gente, de contarles por qué hemos vivido, cómo hemos vivido y por qué elegimos esta profesión a la que considero la más maravillosa entre todas”. En el libro, cuenta que “el cine es el lugar que elegiría para esperar el fin del mundo. No encuentro un lugar que sea más propicio para acabar mis días que ése”.


LA ULTIMA ENTREVISTA PUBLICA, EN LA FERIA DEL LIBRO
“La felicidad es inventar historias”

 

t.gif (862 bytes) “¿Es que vale la pena guardar esto? ¿Debería darle un valor religioso a lo que viví y no hablarna02fo01.jpg (12157 bytes) de ello? No me parece. Podemos hablar de cualquier cosa”, le dijo una vez Adolfo Bioy Casares a un periodista que se proponía conocer algunos de sus secretos. El mismo recordó la anécdota durante la última la Feria del libro, una noche en que trescientas personas se dieron el lujo de presenciar una entrevista pública en que fue presentado entonces como el mayor escritor argentino vivo. Apenas después de sentarse frente a la escritora María Esther Vázquez, Bioy largó esa noche el primero de una interminable sucesión de chistes. “La verdad, no sé para qué quieren que ande tan bien”, bromeó mientras un técnico verificaba el funcionamiento del micrófono, como negándole cualquier valor a palabras que el público escucharía luego con unción. “¿No es un ser maravilloso?”, comentaba su nieta Victoria, de 23 años, desde la tercera fila. Entre otras cosas, Bioy habló esa noche, que ya es historia, de estos temas:
LA INFANCIA. “Tuve una infancia feliz. Mi padre fue el que me inició en la poesía: solía leerme largos poemas argentinos mientras llenaba la bañadera. Mi madre era muy valiente, solía decirme que no me creyera el centro del mundo. Si yo no estaba con ellos no era feliz. El pasaje de mi predilección por las mujeres antes que por los juguetes se dio cuando una vez me llevaron a “El porteño” y me enamoré de Haydeé Bozán. Sin dudarlo, una noche le robé el auto a mi madre y la fui a buscar. Creí que todo había salido bien, después de dejarla en su casa, pero algo me decía que ella me esquivaba... Tenía diez años, yo. Me la encontré muchos años después y fingí ser más viejo que ella.”
LAS MUJERES. “Las prefiero porque son menos egocéntricas que los hombres. Los hombres me aburren, casi siempre están pensando en ellos mismos.”
ESCRIBIR. “La felicidad es inventar historias. Escribirlas implica un considerable esfuerzo. Sin embargo, he sido afortunado: ese trabajo siempre me resultó en algún punto gozoso.”
EL COMIENZO. “Empecé a escribir en una revista deportiva-humorística: el peor de los tres redactores era yo. Hoy entiendo que lo mío como periodista era tan olvidable como algunos de mis primeros libros. Después vinieron mis estudios de Derecho y de Filosofía y Letras, que duraron hasta que me di cuenta de que lo mío era escribir, que no sería abogado ni juez y que la carrera de Letras me alejaba más de la literatura que el Derecho. Recién entonces me fui a administrar un campo, período que duró diez años, y que finalizó cuando me convencí de que también como administrador era un fracaso, tras comprar una importante cantidad de vacas que jamás dieron cría.”
BORGES. “Aunque parezca mentira, empezamos a escribir juntos cuando nos pidieron que hiciéramos el folleto de un yogurt. Ya nos habíamos conocido en la casa de Victoria Ocampo. Nos divertíamos muchísimo juntos. Pretendíamos escribir buenos policiales y siempre terminábamos yéndonos por las ramas. Nos reíamos tanto que siempre terminábamos preguntándonos qué a hacer para darle verosimilitud a los personajes. Silvina solía decirnos por lo bajo ‘vamos, no sean idiotas’. Y nosotros nos proponíamos dejar de bromear y ser sensatos. Pero durábamos poco: entonces, Borges decía: ‘bueno, acabemos con esto y pongámonos a escribir’. Así dábamos fin a un esfuerzo desde todo punto de vista vano.”
LA INVENCION. “La publicación de mi primer libro la financió mi padre, pero yo tardé 40, 45 años en descubrirlo. Cuando se me ocurrió escribir el libro que de alguna manera me consagró, La invención de Morel, yo tenía 27 años. El puntapié inicial fue un espejo trifásico que había en el cuarto de mi madre: viendo como la imagen de la habitación se repetía mil veces en el cristal, tuve la poderosa sensación de que estaba viendo con mis propios ojos algo que en realidad no existía. Esa anécdota, aparentemente banal, es la que me llevó a escribir el libro y la que me acercó a la literatura fantástica. Cuando se lo mostré a Borges él me dijo’la estructura es perfecta’ y yo comprendí que lo que en realidad quería decirme era que mejorara el estilo, cosa que hice.”
LA HUMILDAD. “No me gusta la soberbia. Ni siquiera tolero el amor propio: eso es para las personas que están enceguecidas. Yo prefiero a los que son coherentes y humildes.”


El señor de los premios

Además de ser un escritor unánimemente reconocido por sus pares, y de modo creciente, Bioy Casares fue un abonado a los premios: ganó, menos el Nobel, al que estuvo postulado, todos los posibles. He aquí un detalle:
* Premio Nacional de Literatura (1970), otorgado por la Secretaría de
Cultura de la Nación.
* Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores 1975.
* Premio Literario Mondello (Italia, 1984).
* Premio Literario Internacional Illa (Italia, 1986)
* Premio Consagración Nacional de Letras de la Secretaría de Cultura de la Nación (1987)
* Premio Cervantes de Literatura (1990)
* Caballero de la Legión de Honor de Francia (1991)
* Premio Internacional Alfonso Reyes (México, 1991)
* XI Premio Grinzane Cavour (Italia, 1992)
* Medalla de Oro de la Universidad Complutense de Madrid (1994)
* Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Cuyo (1994)
* Premio Roger Callois (Francia, 1995)
* Premio Jerusalem 2000 otorgado por la Casa Argentina en Israel (OEA, Washington, 1996)
Cuando el Gobierno Nacional lo declaró Ciudadano Emérito de la Cultura, agradeció el premio, que le entregó el presidente Carlos Menem, con esta frase: “Sé que lo hicieron con buena intención”.


TEXTUALES

Dalmiro Sáenz: “Era un escritor grande. Tan lindo por afuera como por adentro. Nunca confundió la palabra patria con la palabra clase, tal vez porque nunca se enteró de la diferencia. Era un gran escritor. Ahora es un gran excritor. Era un gran escritor. Tan viejo, tan viejo, que en una época no existió. Murió de joven”.
Abelardo Castillo: “Según el antiguo y saludable procedimiento de Poe, Bioy inventaba un suceso y se proponía un efecto, y dejaba que la escritura fuese revelando sus epifanías. Se ha calificado a La invención de Morel de novela fantástica. Yo tiendo a pensar que es, además, una de las más conmovedoras fábulas de amor de la literatura contemporánea”.
Alberto Ure: “Se lo acusaba de ostentar la frivolidad de un estanciero, simplemente porque hablaba de su vida tal como la recordaba. Como si se esperara de él un mea culpa por haber sido quien era, una falsa toma de conciencia donde confesara haber querido ser amigo de Agustín Tosco y no de Drago Mitre. Con o sin estancia, la mejor herencia de Bioy era el placer de sus letras, que repartía con la generosidad de un gaucho pobre”.
Alan Pauls: “Hace poco, releyendo una vieja infidencia de Borges, me enteré de cierto hábito malicioso con el que a Bioy le gustaba tomarles el pelo a sus invitados. Parece que en algún momento de la velada, cuando los ánimos decaían, Bioy sacaba con sigilo un libro de su biblioteca y se ponía a leer en voz alta unos pasajes particularmente espantosos. La gente se reía a carcajadas, como es lógico. Hay que tener en cuenta que “la gente” eran Silvina y Victoria Ocampo, José Bianco, el mismo Borges.... Después de escarnecer con sadismo al autor del adefesio, cuya identidad nadie parecía querer adivinar, Bioy, con un resto de sigilo, devolvía el libro a su anaquel y se sentaba sonriente en un sillón. La velada seguía. Sólo Borges más tarde descubrió que esas páginas chambonas eran de Bioy, o habían sido de Bioy, del Bioy que se había apurado a publicar libros horribles de los que nunca quiso deshacerse. En esta pequeña fábula –en el confort de su intimidad burguesa, en su despreocupación, en la suave cuota de complot que la enciende– está, creo, toda la literatura de Bioy, el secreto de su indolente felicidad”.
Luis Chitarroni: “Bioy dio muchas vueltas en mi cabeza. Me produjo momentos de gran fervor y por momentos me pareció demasiado frívolo. Ahora, estaba releyendo sus cuentos y me maravillaba. Sin dudas es un escritor importantísimo, que a lo mejor en la comparación con Borges salía perdiendo sólo porque no tenía esa facilidad de convertir todo en materia literaria. Bioy era más costumbrista. Pero enseñó muchísimo. Y como persona era absolutamente encantador, de una elegancia incomparable”.


La pasión y el genio

Por Osvaldo Soriano*

t.gif (862 bytes) No he conocido otro hombre de genio que respete tanto a sus semejantes ni que los entienda mejor. Lo conocí personalmente en la Feria del Libro, en el ochenta y siete, y me tocó estar a su lado el día que el rey de España le entregó el Premio Cervantes. Es un hombre tímido, sensual, de esos que hacen que uno también se crea inteligente. Yo estaba de paso por Madrid y Carmen Balcells me llamó de su parte para invitarme a la ceremonia. Tuve que alquilar un frac de apuro y un amigo me prestó un par de zapatos negros con cordones. Nunca me había vestido de esa manera y así disfrazado, pero tanto más elegante, me lo encontré a él en la Universidad de Alcalá de Henares: “Qué papelón, Soriano”, me dijo por lo bajo mirándose la ropa. Hablaba uno de sus personajes, avergonzado y pudoroso ante tanto agasajo. Bioy odia llamar la atención pero a veces, por cortesía, tiene que jugar el juego. Ese día supo, sin duda, que había conseguido el objetivo del adolescente que soñaba con la gloria; no fue el tenis lo suyo, ni el boxeo como hubiera querido, sino la literatura. Novelas, cuentos, ensayos, diccionarios humorísticos, antologías, sin sus libros nosotros no seríamos, bien o mal, lo que somos.
Los climas de sus cuentos y novelas son sobrecogedores. Bioy introdujo para siempre a Buenos Aires en el vértigo de la perplejidad y el horror. La obra de este coloso describe un Buenos Aires fantástico y aparentemente apacible, una ciudad que nunca existió y que sin embargo todavía existe. Un ámbito que Bioy ha explorado en busca de personajes y amores deslumbrantes. Hay mucho de extraño en Buenos Aires, en sus atardeceres de sol y luna, algo propicio para que un mundo de calma cansada se convierta de golpe, gracias a Bioy, en pura inquietud e incertidumbre.
En su mundo no hay marginales, travestis, ni drogadictos. La ciudad más embarullada del mundo cuida las formas de su agonía. Las apariencias son su preocupación principal. Sin embargo, El sueño de los héroes, situada en los días de la Semana Trágica, a comienzos de los años veinte, es una novela negra, nocturna, mitológica. No conozco un escritor que no hubiese querido escribirla él. Ni ésa ni las otras obras de Bioy son aleccionadoras en un sentido político. Son historias sugeridas, como si luego de elaborarlas y pulirlas, el autor las contara en voz alta. Entre La invención de Morel y Un campeón desparejo hay otros libros inolvidables como Plan de evasión, Diario de la guerra del cerdo y Dormir al sol. Además de los cuentos, Marcelo Pichon Rivière, amigo de Bioy, envidiable novelista y poeta, editó una selección imperdible que incluye los mejores relatos. Si queda alguien que aún no se haya iniciado en la obra de Bioy, ese volumen será su tesoro más preciado.
En la conversación, al evocar sus arrebatos de amor y de genio, hace lo imposible para que su inteligencia no nos hiera. No he conocido otro hombre que respete tanto a sus semejantes. Bioy se incomoda si alguien lo elogia, pero no lo contradice nunca. “Cuando alguien dice que un libro mío es espléndido, yo, un poco por cortesía y por ser agradable, creo, por lo menos durante la visita de esa persona, que mi libro es espléndido”.
Por mucho tiempo, ese recato lo colocó a la sombra de su amigo Borges. Juntos crearon un alter ego, Bustos Domecq, al que prestaron muchos cuentos excelentes. Bioy entró metódicamente a los suburbios y a los libros. Dedicó un tiempo de su vida a cada lectura y a cada barrio. Nació y vive en la Recoleta, uno de los pocos lugares de la ciudad que no se parecen a sus libros. Los personajes de sus cuentos y novelas andan por regiones más grises y ambiguas, en las que todo es posible: una noche de juerga en el apático Parque Chacabuco se vuelve aventura fantástica en el desolado pasaje Owen que apenas figura en los mapas. El de Bioy es un Buenos Aires tan sobrenatural y siniestro como las islas y los campos que imaginó en sus textos fantásticos.
Tengo para mí que de todos los novelistas argentinos, Bioy es el que reúne una obra más vasta y perdurable. Es, también, el que mejores lecciones deja para quienes emprenden con algún talento el oficio de escribir. Si es que todavía hay alguien que quiera aprender algo. Sucumpleaños, como el de Cortázar, es el de una estirpe de grandes narradores argentinos.

* Texto escrito originariamente cuando Bioy cumplió 80 años.

 


La estrategia de escribir

Por José Pablo Feinmann

t.gif (862 bytes) La literatura siempre le interesó más que las estrategias literarias. En este sentido, Adolfo Bioy Casares fue una de las más puras figuras de nuestras letras. Nunca calculó, nunca especuló, supo esperar sin tener clara conciencia de que estaba esperando: escribía lo que quería, lo que para él era imperioso y no aquello que el mercado o la crítica le exigían. En una palabra, escribía para él. No para ningún grupo escogido que lo sostuviera, no para la Universidad, no para la crítica, no para el mercado. Tal vez, apenas, para seducir algunas bellas mujeres, una pasión tan intensa y auténtica como la literaria.
Cuando envejeció no aceptó jugarla de oráculo, de “gran viejo de la Nación”, de bronce, como, sabemos, aceptó el viejo de Santos Lugares. No lo deslumbró la notoriedad, la estridencia mediática, y, sobre todo, siguió escribiendo. Fue un escritor hasta el suspiro final. Lo sacan de una de sus últimas internaciones y declara (y uno le cree, absolutamente): “Estoy contento de volver a casa porque acabo de empezar una nueva novela”. Esta convicción de continuar, de saber que una obra nunca está completa mientras uno, el escritor, está vivo es lo que denuncia en él la inalienable, auténtica pasión por la escritura. Nunca dijo: “Yo ya escribí lo mío”, trágica frase que dicen tantos escritores cuando deciden olvidar su lugar, su puesto en el mundo y pasan a mendigar lugares en la política, los medios, la farándula. Bioy nunca terminó de escribir lo suyo. Esa decisión, en todo caso, se la impuso la muerte.
Durante años le dijeron, despectivamente, Adolfito, el escritor estanciero. Cuando yo estaba en la Universidad de los años 60, Bioy era un mero apéndice de Borges. La izquierda o la izquierda nacional o el nacional populismo, que desdeñaban a Borges, “ese escritor angloargentino”, desdeñaba aún más a Bioy, esa figura secundaria de las letras oligárquicas. Toleró esto y toleró, sobre todo, la inmensidad de la sombra de su amigo. Siempre fue un Borges de segunda. Luego, cuando Borges murió, trataron de ubicarlo en ese lugar y hacer de él un Borges de primera o “el más grande de los escritores argentinos vivientes”. Todo esto lo tomó con suave y elegante humor. Dijo: “Así como antes desvalorizaban demasiado mi obra, creo que hoy la enaltecen exageradamente”. Escribió páginas memorables: La invención de Morel, El sueño de los héroes y un cuento que marcó parte de su vida: En memoria de Paulina. Fue cauteloso, silencioso, nunca lo abandonó el humor, la autoironía. En suma, nunca se la creyó. Por eso creemos en él.

 

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