Por Martín Pérez En el comienzo hay una selva,
una montaña y un túnel. Un tesoro escondido sobre un monolito, y una huida peligrosa
corriendo delante de una inmensa bola que amenaza la pequeña humanidad de los diminutos
pero valientes exploradores. Claro que, cuando el entusiasmo propio de toda aventura se
desvanece, se pueden ver las cosas de otra manera. Entonces, la selva apenas si es un
parque; el túnel, una cocina; el monolito, una heladera, y el tesoro, una humilde
frutera. Y esa bola inmensa, caprichosamente similar a la que alguna vez amenazó a
Indiana Jones, se revela como la abultada panza de embarazada de la madre de Tommy, que se
acerca al lugar para ver a qué se debe tanto alboroto.
Semejante transición no sólo es resultado de la desbordante imaginación infantil, sino
que funciona como apropiado prólogo de la versión cinematográfica de Rugrats, un show
televisivo que es fiel a la idea de que incluso el acto más cotidiano puede verse como
una aventura. En particular si se lo mira desde el punto de vista de un bebé de uno o dos
años, la edad de los protagonistas de estas apropiadamente tituladas Aventuras en
pañales.
Principal éxito del estudio fundado por el húngaro Gabor Csupo y su mujer Arlene Klasky
responsable también de la animación de Duckman y Real Monsters, entre otros,
Rugrats debutó en 1991 en la señal Nickelodeon, entonces famosa por haberle quitado su
espacio a la irreverencia a-lo-Tex-Avery de los revolucionarios Ren & Stimpy.
Protagonizada por una banda de bebés liderada por un atrevido héroe en pañales llamado
Tommy, la creación de Klasky-Csupo supo ganar varios premios Emmy con su idea de mirar al
mundo con los ojos de los niños más pequeños. Un punto de vista respetado a rajatabla
en su primer largometraje, en el que principalmente se cuenta la historia del nacimiento
del hermanito de Tommy, tema de conflicto en la vida de todos los niños, sean animados o
no.
Pese al pasar a la pantalla grande, entonces, está claro que nada ha cambiado en la
concepción de mundo Rugrats. Algo que argumentalmente es decididamente una ventaja, pero
técnicamente es una lástima, ya que por momentos se nota la calidad televisiva del
producto. Pero está claro que eso es lo de menos. Como el hecho de que, al doblarse al
castellano, varias de las canciones compuestas por el ex Devo Mark Mothersbaugh pierden
gran parte de su gracia. El musical de la nursery, sin ir más lejos, se queda sin las
voces de Laurie Anderson, Beck, Jakob Dylan, Iggy Pop, Lenny Kravitz y Patti Smith, entre
otros. Se sabe: negocios son negocios, sobre todo si apuntan a los infantes. Y entonces,
en vez de lamentarse por lo que falta, mejor festejar que a pesar de esos pequeños
detalles el producto final se deja disfrutar alegremente.
Sensible, ingeniosa y también algo asquerosa sus protagonistas, claro, son sucios,
pegajosos y están obsesionados por sus secreciones , Rugrats, aventuras en pañales
cuenta cómo es recibido el pequeño Dylan por el mundo animado que lo rodea. Y también
cómo el resto de la banda deTommy decide llevarlo de regreso al hospital, ya que
como llora todo el tiempo sospechan que está roto. No pueden hacer eso,
mis papás quieren quedárselo, se queja con lógica de hijo el bueno de Tommy. Pero
no hay nada que hacer: hacia allí partirán los Rugrats sin permiso de nadie, y sólo
para terminar perdidos en un bosque inmenso. Más grande que el patio de casa y el
parque juntos, según precisan los niños.
Claramente dividida en dos partes una para el nacimiento del nuevo hermanito y otra
para la aventura en el bosque The Rugrats Movie sufre del mismo mal que suelen
sufrir las aventuras de televisión llevadas al cine: es larga. A pesar de estar aderezada
por gags apropiados para mayores, sus ochenta minutos se hacen excesivos. No por el lado
del nacimiento del nuevo personaje lo mejor del film, sino por el lado de la
aventura en el bosque. Es que, pese a la abundancia de personajes en esta segunda parte
(hay un lobo, guardabosques, periodistas e incluso una troupe de monos abandonados por sus
domadores rusos), la esencia del film está en la gracia y la inventiva con las que recrea
algo tan normal como la llegada de un nuevo miembro a la familia Rugrats. Después de
todo, con las maravillas de lo cotidiano estos pequeños aventureros se hacen toda una
película. O media. De la rodilla para abajo, digamos. Su particular punto de vista.
"MANUELITA",
ESTA A AÑOS LUZ DE LA CANCION FAMOSA
De tortuguita, a top model en París
Por Horacio Bernades
Si hay un
nombre que en la Argentina representa el respeto por la infancia desde la literatura, la
poesía, la música y las letras de canciones, ese nombre es el de María Elena Walsh. Aun
pese a algunas de sus declaraciones y actitudes de los últimos años, como la denuncia
airada de la Carpa Blanca de los maestros hasta, hace sólo unas días, la
caracterización del menemismo como la etapa de mayor libertad artística que yo
recuerde en toda mi vida. Sus elogios hacia Manuelita (la película) encajan
perfectamente dentro de esa serie que llama a perplejidad. La película de García Ferré
Entertainment (sic) no sólo traiciona la memorable canción original, usándola no como
disparador creativo sino como marca vendedora. Además, empobrece el imaginario infantil,
al que la propia Walsh durante tanto tiempo se ocupó de darle alas.
Factotum de este emprendimiento comercial que introduce la modalidad del chivo animado (se
citan revistas de Editorial Atlántida, socia en la producción), para el exitoso autor de
Hijitus y Anteojito la tortuga Manuelita parecería, más que un personaje (como sí lo
era en la canción original), un estereotipo antropomorfizado. Este universo manuelítico
está presidido por el Patriarca de los Pájaros, anciano sentencioso y gagá al que
García Ferré vuelve a echar mano. Como también lo hace con Larguirucho, cuyo
coeficiente intelectual mejor no medir. Voy a contarles una historia plena de
ternura, suspenso y aventuras, anuncia de entrada el Patriarca, como para que los
niños vayan sabiendo cómo deben recibir esta fábula. Que comienza en una Pehuajó plena
de tonos durazno (ni rastros del gris pueblito homónimo de la provincia de Buenos Aires),
donde Mamá Tortuga da a luz a Manuelita. Y termina, como Dios manda y corresponde a las
nenas buenas, con la quelonia casándose con el galán Bartolito, un tortugo compadre que
parecería escapado de Pelota de trapo o alguna otra película de hace medio siglo.
Casándose por iglesia, obvio.
En algún momento de este film biográfico-animado, la tortuga, ya adolescente, va a parar
a unas postales kitsch que se supone representan París. A años luz de la canción de
María Elena (que una soprano se ocupa de convertir en algo parecido a un himno escolar),
Manuelita triunfará allí como top model. En esa capital del estereotipo, Manuelita se
cruza con Lautrec, apaches arrabaleros, un famoso cuarto de Van Gogh que
parece haberse trasladado desde Arlès, el Gorrión de París y, faltaba más, el
mismísimo Carlitos (Gardel), que le sonríe canchero desde algún lugar cristalizado en
el tiempo. Como lo está la película entera, llena de ancianos sentenciosos, adultos
almidonados que hablan de tú y niños que van contentos a la escuela, mientras tres lobos
callejeros los patotean, seguramente queriéndolos arrastrar a la vagancia, el vicio y la
droga.
LA CELEBRACION - DOGMA 1, DE
THOMAS VINTERBERG
El ángel exterminador es un danés
Por Luciano Monteagudo
Más allá de si se trata de una impostura o de una excelente
estrategia publicitaria, hay algo que no se le puede discutir al Dogma
la bandera bajo la cual Lars Von Trier y sus amigos volvieron a instalar al cine
danés en el mapa y es su efecto liberador, su resultado catártico, que se
manifiesta de manera transparente en el espíritu de La celebración, el primero de los
tres films que hasta ahora ostentan el sello del grupo (Los idiotas, de Von Trier, y
Mifune, de Soren KraghJacobsen, llegarán más adelante a la Argentina). La
interesantísima paradoja del Dogma es que, para alcanzar esta suerte de emancipación de
la tiranía técnica del cine, Von Trier, Vinterberg y compañía se impusieron una serie
de limitaciones Voto de castidad, lo llaman que funciona como una
forma de purificación de su medio de expresión. No se permiten absolutamente nada
artificial ni luces, ni maquillaje, ni lentes especiales o utilería, sólo se
autorizan a utilizar la cámara en mano y reniegan de su condición de autores, al punto
que sus nombres no aparecen en los títulos. Mi meta suprema es forzar la verdad de
mis personajes y ambientes, dice el último de sus diez mandamientos. Y juro
hacer esto por todos los medios posibles y al costo de cualquier consideración
estética.
El tema que eligió Thomas Vinterberg para el primer film de la hermandad Dogma no sólo
es acorde a su juventud (29 años) sino también claramente programático: la rebelión
contra las leyes patriarcales y la condena pública de la figura paterna. En una primera
instancia, La celebración es la crónica feroz de una fiesta de cumpleaños de una
familia de la alta burguesía danesa, que culmina en una carnicería psicológica, con
horribles secretos saliendo a la luz. Pero por encima de ese banquete sacrificial, en el
que el siniestro pater familias queda expuesto en toda su monstruosa humanidad, no parece
difícil intuir en la lujosa casona que sirve de escenario a La celebración el
microcosmos de la sociedad escandinava en su conjunto, viciada en la visión
parricida del film por la hipocresía, el incesto, la cobardía y el racismo. Como
bien señaló el crítico francés Olivier Séguret, de Libération, después de la
exhibición de Festen en el Festival de Cannes donde la película obtuvo el Premio
del Jurado, los hijos de la familia Klingfeld son como los Fanny y
Alexander de Bergman, pero ya crecidos y dispuestos a tomarse revancha con su
padre.
Hay una furia, un vértigo en la manera en que Vinterberg encaró el rodaje con una
pequeña cámara en mano de video digital que pueden hacer pensar en cierta
anarquía formal, muy acorde con la masacre tribal que va desenmascarando el discreto
encanto de la burguesía, hasta terminar en un pequeño apocalipsis doméstico. Sin
embargo, más allá de la textura áspera del soporte original video (ampliado luego a
35mm), de la permanente inestabilidad de la cámara (que remite a su vez a la
inestabilidad emocional de los personajes) y de la fricción que produce un montaje
siempre cortante, agresivo, acorde con las barbaridades que se van conociendo del clan
Klingfeld, la organización dramática del film es, sin embargo, de un clasicismo
sorprendente.
Estructurada como un huis-clos, cuyo encierro trae un poco a la memoria El ángel
exterminador, el clásico de Luis Buñuel en el que un grupo de burgueses no podía
abandonar una velada de gala y terminaba a las puertas del canibalismo, en La celebración
escrita por Vinterberg con la colaboración de Mogens Rukov, su profesor de guión
en la Escuela de Cine de Dinamarca todo tiene un carácter eminentemente teatral. Si
el film se abre y se cierra con su correspondiente prólogo y epílogo, la representación
propiamente dicha, que tiene lugar durante la larga cena en familia, está prolijamente
dividida en actos, marcados por la llegada a la mesa de cada uno de los platos, ya sea una
sopa de langosta, un venado con salsa de arándono o un postre al que los comensales ya
llegan en estado de descomposición social, mientras en la cocina se produce una revuelta
paralela a la que en el salón inicia Christian (Ulrich Thomsen), el hijo mayor del
matrimonio Klingfeld. Esta estructura es quizás un poco demasiado rígida para un film
que se pretende de ruptura, pero esa rigidez en todo caso se compensa con el caos de Los
idiotas y la ligereza de tono de Mifune, los otros dos films que vienen a demostrar que el
Dogma es lo suficientemente antidogmático como para que cada director haga con él lo que
quiera ... siempre y cuando no renuncie a su voto de pureza.
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