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LOS ESTRENOS DE LA SEMANA

El primer film de la hermandad del Dogma, “La celebración”, tiene un espíritu catártico y una propuesta programática: la rebelión contra las leyes patriarcales y la condena pública de la figura paterna. Mientras tanto, el cine para niños sigue tomando la cartelera por asalto, esta semana con “Rugrats”, los populares dibujos de Nickelodeon, y el producto local “Manuelita”, que desvirtúa al clásico personaje de María Elena Walsh.

El mundo, desde un metro de alto

En el film, la pandilla de “Rugrats” está conmocionada por la llegada del hermanito de Tommy.
La decisión es llevarlo de vuelta al hospital: “Si llora tanto debe estar roto”, razonan los pequeños.

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Por Martín Pérez

t.gif (862 bytes) En el comienzo hay una selva, una montaña y un túnel. Un tesoro escondido sobre un monolito, y una huida peligrosa corriendo delante de una inmensa bola que amenaza la pequeña humanidad de los diminutos pero valientes exploradores. Claro que, cuando el entusiasmo propio de toda aventura se desvanece, se pueden ver las cosas de otra manera. Entonces, la selva apenas si es un parque; el túnel, una cocina; el monolito, una heladera, y el tesoro, una humilde frutera. Y esa bola inmensa, caprichosamente similar a la que alguna vez amenazó a Indiana Jones, se revela como la abultada panza de embarazada de la madre de Tommy, que se acerca al lugar para ver a qué se debe tanto alboroto.
Semejante transición no sólo es resultado de la desbordante imaginación infantil, sino que funciona como apropiado prólogo de la versión cinematográfica de Rugrats, un show televisivo que es fiel a la idea de que incluso el acto más cotidiano puede verse como una aventura. En particular si se lo mira desde el punto de vista de un bebé de uno o dos años, la edad de los protagonistas de estas apropiadamente tituladas Aventuras en pañales.
Principal éxito del estudio fundado por el húngaro Gabor Csupo y su mujer Arlene Klasky –responsable también de la animación de Duckman y Real Monsters, entre otros–, Rugrats debutó en 1991 en la señal Nickelodeon, entonces famosa por haberle quitado su espacio a la irreverencia a-lo-Tex-Avery de los revolucionarios Ren & Stimpy. Protagonizada por una banda de bebés liderada por un atrevido héroe en pañales llamado Tommy, la creación de Klasky-Csupo supo ganar varios premios Emmy con su idea de mirar al mundo con los ojos de los niños más pequeños. Un punto de vista respetado a rajatabla en su primer largometraje, en el que principalmente se cuenta la historia del nacimiento del hermanito de Tommy, tema de conflicto en la vida de todos los niños, sean animados o no.
Pese al pasar a la pantalla grande, entonces, está claro que nada ha cambiado en la concepción de mundo Rugrats. Algo que argumentalmente es decididamente una ventaja, pero técnicamente es una lástima, ya que por momentos se nota la calidad televisiva del producto. Pero está claro que eso es lo de menos. Como el hecho de que, al doblarse al castellano, varias de las canciones compuestas por el ex Devo Mark Mothersbaugh pierden gran parte de su gracia. El musical de la nursery, sin ir más lejos, se queda sin las voces de Laurie Anderson, Beck, Jakob Dylan, Iggy Pop, Lenny Kravitz y Patti Smith, entre otros. Se sabe: negocios son negocios, sobre todo si apuntan a los infantes. Y entonces, en vez de lamentarse por lo que falta, mejor festejar que –a pesar de esos pequeños detalles– el producto final se deja disfrutar alegremente.
Sensible, ingeniosa y también algo asquerosa –sus protagonistas, claro, son sucios, pegajosos y están obsesionados por sus secreciones– , Rugrats, aventuras en pañales cuenta cómo es recibido el pequeño Dylan por el mundo animado que lo rodea. Y también cómo el resto de la banda deTommy decide llevarlo de regreso al hospital, ya que –como llora todo el tiempo– sospechan que está roto. “No pueden hacer eso, mis papás quieren quedárselo”, se queja con lógica de hijo el bueno de Tommy. Pero no hay nada que hacer: hacia allí partirán los Rugrats sin permiso de nadie, y sólo para terminar perdidos en un bosque inmenso. “Más grande que el patio de casa y el parque juntos”, según precisan los niños.
Claramente dividida en dos partes –una para el nacimiento del nuevo hermanito y otra para la aventura en el bosque– The Rugrats Movie sufre del mismo mal que suelen sufrir las aventuras de televisión llevadas al cine: es larga. A pesar de estar aderezada por gags apropiados para mayores, sus ochenta minutos se hacen excesivos. No por el lado del nacimiento del nuevo personaje –lo mejor del film–, sino por el lado de la aventura en el bosque. Es que, pese a la abundancia de personajes en esta segunda parte (hay un lobo, guardabosques, periodistas e incluso una troupe de monos abandonados por sus domadores rusos), la esencia del film está en la gracia y la inventiva con las que recrea algo tan normal como la llegada de un nuevo miembro a la familia Rugrats. Después de todo, con las maravillas de lo cotidiano estos pequeños aventureros se hacen toda una película. O media. De la rodilla para abajo, digamos. Su particular punto de vista.

 


 

"MANUELITA", ESTA A AÑOS LUZ DE LA CANCION FAMOSA
De tortuguita, a top model en París

Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) Si hay un nombre que en la Argentina representa el respeto por la infancia desde la literatura, la poesía, la música y las letras de canciones, ese nombre es el de María Elena Walsh. Aun pese a algunas de sus declaraciones y actitudes de los últimos años, como la denuncia airada de la Carpa Blanca de los maestros hasta, hace sólo unas días, la caracterización del menemismo como “la etapa de mayor libertad artística que yo recuerde en toda mi vida”. Sus elogios hacia Manuelita (la película) encajan perfectamente dentro de esa serie que llama a perplejidad. La película de García Ferré Entertainment (sic) no sólo traiciona la memorable canción original, usándola no como disparador creativo sino como marca vendedora. Además, empobrece el imaginario infantil, al que la propia Walsh durante tanto tiempo se ocupó de darle alas.
Factotum de este emprendimiento comercial que introduce la modalidad del chivo animado (se citan revistas de Editorial Atlántida, socia en la producción), para el exitoso autor de Hijitus y Anteojito la tortuga Manuelita parecería, más que un personaje (como sí lo era en la canción original), un estereotipo antropomorfizado. Este universo manuelítico está presidido por el Patriarca de los Pájaros, anciano sentencioso y gagá al que García Ferré vuelve a echar mano. Como también lo hace con Larguirucho, cuyo coeficiente intelectual mejor no medir. “Voy a contarles una historia plena de ternura, suspenso y aventuras”, anuncia de entrada el Patriarca, como para que los niños vayan sabiendo cómo deben recibir esta fábula. Que comienza en una Pehuajó plena de tonos durazno (ni rastros del gris pueblito homónimo de la provincia de Buenos Aires), donde Mamá Tortuga da a luz a Manuelita. Y termina, como Dios manda y corresponde a las nenas buenas, con la quelonia casándose con el galán Bartolito, un tortugo compadre que parecería escapado de Pelota de trapo o alguna otra película de hace medio siglo. Casándose por iglesia, obvio.
En algún momento de este film biográfico-animado, la tortuga, ya adolescente, va a parar a unas postales kitsch que se supone representan París. A años luz de la canción de María Elena (que una soprano se ocupa de convertir en algo parecido a un himno escolar), Manuelita triunfará allí como top model. En esa capital del estereotipo, Manuelita se cruza con Lautrec, “apaches” arrabaleros, un famoso cuarto de Van Gogh que parece haberse trasladado desde Arlès, el Gorrión de París y, faltaba más, el mismísimo Carlitos (Gardel), que le sonríe canchero desde algún lugar cristalizado en el tiempo. Como lo está la película entera, llena de ancianos sentenciosos, adultos almidonados que hablan de tú y niños que van contentos a la escuela, mientras tres lobos callejeros los patotean, seguramente queriéndolos arrastrar a la vagancia, el vicio y la droga.

 


 

“LA CELEBRACION - DOGMA 1”, DE THOMAS VINTERBERG
El ángel exterminador es un danés

Por Luciano Monteagudo

Todo queda al desnudo en la familia Klingfeld, signada por la hipocresía, el incesto y el racismo.Los hijos son como los Fanny y Alexander de Bergman, pero crecidos y dispuestos a tomarse revancha con su padre.t.gif (862 bytes) Más allá de si se trata de una impostura o de una excelente estrategia publicitaria, hay algo que no se le puede discutir al “Dogma” –la bandera bajo la cual Lars Von Trier y sus amigos volvieron a instalar al cine danés en el mapa– y es su efecto liberador, su resultado catártico, que se manifiesta de manera transparente en el espíritu de La celebración, el primero de los tres films que hasta ahora ostentan el sello del grupo (Los idiotas, de Von Trier, y Mifune, de Soren KraghJacobsen, llegarán más adelante a la Argentina). La interesantísima paradoja del Dogma es que, para alcanzar esta suerte de emancipación de la tiranía técnica del cine, Von Trier, Vinterberg y compañía se impusieron una serie de limitaciones –“Voto de castidad”, lo llaman– que funciona como una forma de purificación de su medio de expresión. No se permiten absolutamente nada artificial –ni luces, ni maquillaje, ni lentes especiales o utilería–, sólo se autorizan a utilizar la cámara en mano y reniegan de su condición de autores, al punto que sus nombres no aparecen en los títulos. “Mi meta suprema es forzar la verdad de mis personajes y ambientes”, dice el último de sus diez mandamientos. “Y juro hacer esto por todos los medios posibles y al costo de cualquier consideración estética.”
El tema que eligió Thomas Vinterberg para el primer film de la hermandad Dogma no sólo es acorde a su juventud (29 años) sino también claramente programático: la rebelión contra las leyes patriarcales y la condena pública de la figura paterna. En una primera instancia, La celebración es la crónica feroz de una fiesta de cumpleaños de una familia de la alta burguesía danesa, que culmina en una carnicería psicológica, con horribles secretos saliendo a la luz. Pero por encima de ese banquete sacrificial, en el que el siniestro pater familias queda expuesto en toda su monstruosa humanidad, no parece difícil intuir en la lujosa casona que sirve de escenario a La celebración el microcosmos de la sociedad escandinava en su conjunto, viciada –en la visión parricida del film– por la hipocresía, el incesto, la cobardía y el racismo. Como bien señaló el crítico francés Olivier Séguret, de Libération, después de la exhibición de Festen en el Festival de Cannes –donde la película obtuvo el Premio del Jurado–, los hijos de la familia Klingfeld son como los “Fanny” y “Alexander” de Bergman, pero ya crecidos y dispuestos a tomarse revancha con su padre.
Hay una furia, un vértigo en la manera en que Vinterberg encaró el rodaje –con una pequeña cámara en mano de video digital– que pueden hacer pensar en cierta anarquía formal, muy acorde con la masacre tribal que va desenmascarando el discreto encanto de la burguesía, hasta terminar en un pequeño apocalipsis doméstico. Sin embargo, más allá de la textura áspera del soporte original video (ampliado luego a 35mm), de la permanente inestabilidad de la cámara (que remite a su vez a la inestabilidad emocional de los personajes) y de la fricción que produce un montaje siempre cortante, agresivo, acorde con las barbaridades que se van conociendo del clan Klingfeld, la organización dramática del film es, sin embargo, de un clasicismo sorprendente.
Estructurada como un huis-clos, cuyo encierro trae un poco a la memoria El ángel exterminador, el clásico de Luis Buñuel en el que un grupo de burgueses no podía abandonar una velada de gala y terminaba a las puertas del canibalismo, en La celebración –escrita por Vinterberg con la colaboración de Mogens Rukov, su profesor de guión en la Escuela de Cine de Dinamarca– todo tiene un carácter eminentemente teatral. Si el film se abre y se cierra con su correspondiente prólogo y epílogo, la representación propiamente dicha, que tiene lugar durante la larga cena en familia, está prolijamente dividida en actos, marcados por la llegada a la mesa de cada uno de los platos, ya sea una sopa de langosta, un venado con salsa de arándono o un postre al que los comensales ya llegan en estado de descomposición social, mientras en la cocina se produce una revuelta paralela a la que en el salón inicia Christian (Ulrich Thomsen), el hijo mayor del matrimonio Klingfeld. Esta estructura es quizás un poco demasiado rígida para un film que se pretende de ruptura, pero esa rigidez en todo caso se compensa con el caos de Los idiotas y la ligereza de tono de Mifune, los otros dos films que vienen a demostrar que el Dogma es lo suficientemente antidogmático como para que cada director haga con él lo que quiera ... siempre y cuando no renuncie a su voto de pureza.

 

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