Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

Un lugar critico
Por David Viñas

“El desaliento nos dominaba a casi todos; ya parecía un silencio definitivo. Pero, desde abajo, apareció un pastor. No hablaba de ovejas. Después, un rabino de Hamburgo; y por último, un cura inesperadamente heterodoxo”.
Heinrich Mann, Epistolario, 1937

na32fo01.jpg (9204 bytes)t.gif (862 bytes) Al hombre esposado lo hacen entrar por el fondo: no sostiene un gesto agresivo, tampoco resignado. Más bien exhibe un ademán de rutina y parece que va a cumplir su horario de oficina bajo la mirada de los jueces.
–Es nuestro enemigo –me codea, inquieta, una periodista neoyorquina.
“Algo de buey aburrido”, calculo tratando de ser más preciso. Sobre todo cuando el policía de los tribunales se demora en soltarle las manos que lleva esposadas a la espalda. “Cierto; como si lo ayudara a quitarse el perramus”.
–Menos mal –murmura alguien desde el banco de atrás. Me doy vuelta: es un pastor protestante que vino desde Nueva Chicago. –Parecía un esclavo al que fueran a rematar –dice, y agrega silabeando Mercado, Humillación, Pese a todo es una persona.
–Enemiga –lo encara la periodista con su cuchicheo.
–De acuerdo, señorita, de acuerdo –interviene en voz muy baja un rabino sentado a mi izquierda–; pero que el tribunal lo juzgue.
–¿Y usted no lo juzga? –se irrita la neoyorquina.
–Yo ya lo juzgué.
–Y su veredicto, ¿cuál es, eh? ¿Cuál?
–Culpable, señorita –el rabino se acomoda el kipá–; pero escandaliza ver a una persona así, encadenada –y rápidamente busca mi apoyo lateral-. ¿Usted qué opina, Viñas?
“El tribunal”, voy reflexionando. En ese mismo escenario juzgaron a generales y almirantes; todavía parece flotar una especie de niebla obscena. Los jueces allá adelante, debajo de un Cristo y de un escudo con laureles y gorro frigio. “Me preguntan mi opinión”. Sea. Pero yo me tomo mi tiempo: el Gólgota, uno de los jueces canoso, la Revolución Francesa. El acusado se va sentando entre sus abogados defensores. “Realmente es un buey que no sabe de sobresaltos”.
–Verdugo –me repite impaciente la periodista neoyorquina; escribe en su libreta de notas esa misma palabra y la va rodeando, certera, con un círculo violeta.
–¿Y, Viñas? –me urge el rabino–, ¿no nos va a decir qué piensa?
–Pienso varias cosas...
–Ustedes piensan demasiado –la neoyorquina borronea el círculo de su libreta.
–Los argumentos de la defensa me parecen idiotas –digo por fin.
–¡Bien, Viñas!
–Irrelevantes –carraspeo–; y no se los traga nadie. Ninguno. Ni siquiera los abogados que defienden a ese tipo.
–Muy bien. ¿Y qué más? Dele.
–Que no parecen abogados, sino cómplices.
–Así me gusta que se juegue, Viñas –me palmea, condescendiente, la periodista–. A ver. Un poco más. Diga ¡Diga! No se achique.
“El tribunal es una escenografía”; un lugar común del cine de Hollywood: desde Paul Muni hasta Charles Laughton, por lo menos, recorrieron con su oratoria un sitio parecido. “Y ese tipo que está ahí, sentado, es un asesino”.
–Un verdugo, Viñas.
“Los verdugos siempre tienen cara de bueyes de rutina”. Como los generales y los almirantes engominados que se sentaban en ese mismo lugar y fueron condenados. “Antes”. Ahora el escenario del tribunal está rodeadode neblina; como enormes gasas se han ido depositando sobre esos bancos de iglesia, encima de la balaustrada de piedra y hasta alrededor de esas máquinas negras. “Televisión”. Gracias. “Almirantes pringosos, por lo tanto, generales, brigadieres, delatores, espías”. Necesito conjurar ese clima que me resulta alucinado:
–Miserables –rezongo. Y voy saliendo.
El café de Talcahuano, en la esquina, se llamaba “Fuji” y lo atendían unos mozos japoneses. “Previsiblemente”. Desde una mesa junto al ventanal, me reclaman el pastor y el rabino. “Aquí dentro no hay bruma”. Y la neoyorquina alza una mano y sacude dos dedos abiertos: “Ve, Viñas, velo, vacilo”.
–Un asesino –me comenta, de paso, un cura apoyándose en la barra–. Lo van a condenar. Se lo merece.
–¿Seguro, padre?
–Segurísimo; le hago una apuesta. Y por favor, no me diga “padre”.
–Pero, ¿usted estaba adentro?
–Marcos, me llamo –y se tironea de la camisa–; llegué un poco tarde y me senté en la última fila. A ése...
–¿Lo vio cuando entró esposado?
–Sí, Viñas, sí; eso no me gusta. Nunca me gustó. Pero ese tipo es un verdugo. Despiadado. Como los de la ESMA. A ése no lo salva ni Dios.
––––––––––
El agente de la SIDE Alberto Dattoli fue condenado el 14 de julio a diez años de prisión por haber asesinado a Sofía Fijman, de 75 años, accionando el portón de la Escuela de Inteligencia.

rep.gif (706 bytes)

PRINCIPAL