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OPINION

Los gestos simbólicos

Por Carlos Polimeni

1. El jueves, cuando el presidente electo Fernando de la Rúa visitó por primerana18fo01.jpg (46348 bytes) vez a Carlos Menem en la Residencia de Olivos, que ocupará a partir del 10 de diciembre, se encargó de llenar de símbolos el imaginario colectivo: se negó a comer pizza, le dio la mano en público durante contadísimos segundos, no aceptó volver sobre sus pasos y posar para la eternidad a pedido de los fotógrafos, no caminó bucólicamente por senderos que se pierden en la lontananza. Caracúlico y distante, el futuro presidente buscaba despegarse de cualquier sensación de contubernio con el hombre que durante una década ha vivido en la Residencia como si fuese su casa para siempre. La actitud de De la Rúa tenía las mismas resonancias emocionales de aquellos momentos de sus discursos electorales en que hablaba despectivamente de "éstos" para referirse a los adversarios de la Alianza. Ponía límites, trazaba una línea divisoria entre una forma de cultura política cambalachesca, que la sociedad conoce ya al dedillo, y una por venir, que sueña austera, menos contaminada por los delirios ególatras. De La Rúa, ha empezado a quedar claro, no jugará un partido de básquet, se fotografiará besando a Claudia Schiffer o se dejará abrazar por sudorosos jugadores del seleccionado de fútbol. Chacho Alvarez tampoco.

Lentamente, el ámbito público ha ido llenándose de signos de que se viene una época distinta. Los humoristas están en problemas, por ejemplo: no les será tan fácil con De la Rúa como lo fue con Menem. "La verdad, no estamos acostumbrados a un país con un presidente normal", graficó el imitador y empresario Nito Artaza en "Sábado bus", el programa de Nicolás Repetto. De la Rúa es fácil de dibujar, pero, más allá del chascarrillo de que es aburrido, difícil de imitar y, peor, de satirizar. Como está en una etapa de mieles con la sociedad --basta ver cómo trata todo lo que tenga que ver con su presencia el establishment periodístico--, parece hoy más un superhéroe de una democracia definitiva que un político que empieza a toparse con los peores y más graves problemas de su vida, rodeado de presiones, de operaciones de prensa y de expectativas difíciles de satisfacer. Sin embargo, ocupa un lugar muy claro, ahora que está no a cien sino a diez pasos de la Casa Rosada: es el hombre de las esperanzas, en un país que estuvo demasiado tiempo en una meseta de abulia. Si cumple con una cuarta parte de lo que de él se espera, su gobierno será importante. Menem prometió la revolución productiva y, sin ningún atisbo de algo que se le parezca en el horizonte, fue reelecto en el '95 por los votos-licuadora.

2. La televisión, uno de los espacios claves de la cultura menemista, es otra, aunque siga siendo la misma. Más allá de los oportunos cambios de discurso --Marcelo Tinelli era el primer menemista al comenzar los 90 y hoy parece delarruista de la primera hora--, no son menores las cosas que están pasando al aire. La repercusión de la actitud de la actriz Cristina Banegas de retirarse del programa de Mirtha Legrand al darse cuenta de que debía compartir, sin estar avisada, el almuerzo con Luis Patti es sintomática de algunas de las cosas que están ocurriendo en la Argentina. No por Banegas, de una coherencia al respecto fuera de discusión, sino por los polos de simpatías que su actitud generó. Negarse a comer con un hombre acusado de torturas, por más que sea votado en un distrito y haya sido reciclado por la democracia, es un gesto simbólico de aquellos que fogonean otros gestos simbólicos, que vienen desde arriba del imaginario.

De la Rúa se hubiese sentado con Patti, esto está casi claro, pero aquí el asunto no es él, sino el abanico de universos que habilitan sus posturas públicas, el aire nuevo que la sociedad quiere comenzar a respirar.

Es en este marco, y no en otro, que los actores de televisión están en huelga contra la televisión, en un hecho casi sin antecedentes en la historia. Gremio difícil si los hay --está lleno de millonarios, narcisos irrecuperables y figuretis sempiternos, además de esforzados trabajadores culturales--, el de los actores se ha parado contra las corporaciones en una actitud de defensa de sus fuentes de trabajo que, por lo menos, expresa un entusiasmo considerable. Lo que los actores piden (que no los usen para llenar programas de buen rating mientras se niegan a contratarlos para actuar) es tan importante como el modo en que lo piden: haciendo de la unión la fuerza, pese a que se trata de un gremio en que el individualismo cotiza alto. Los actores no perderán esta batalla, pero si lo hicieren, no la habrían iniciado en vano: están dando un ejemplo, si bien vip, a muchos otros sectores de la sociedad, aletargados casi que por costumbre.

El programa "Plan B", que conduce Fena por América, es otro ejemplo del signo de los tiempos: con una sucesión de formas que remiten a varios otros programas de la década, el conductor y músico se mueve con soltura en el terreno de la cultura postmenemista, llenando su discurso de resonancias gravosas sobre el tiempo que inevitablemente se va. Fena está haciendo, y bien, en su propio espacio aquello que Tinelli no le dejó hacer más con Los Rappoteros, que era utilizar un formato estandarizado para trazar un mapa crítico de la sociedad circundante. En esta era, empiezan a brillar como dinosaurios en vías de extinción especímenes como los que Mariano Grodona acumuló en su mesa para que defendieran a Aldo Rico como próximo jefe de policía del gobernador electo Carlos Ruckauf. La apología de la represión ilegal del coronel amaliafortabatista Luis Premoli y el amor por los uniformes --aun de los históricamente manchados con sangre inocente-- del periodista de derecha Eduardo Feimann sonaban el jueves como música de un pasado delirante.

3. Sean realistas: pidan lo imposible.

 

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