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“No odio a los dictadores, porque fueron derrotados”

El escritor uruguayo Mario Delgado Aparaín está presentando aquí su novela “Alivio de luto”, cuyo protagonista se dedica a reinventar la historia, como una manera de recuperar la identidad colectiva. “Soy de una generación que perdió la sonrisa”, define.

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Por Verónica Abdala

t.gif (862 bytes)  En la Argentina podría ganarse la vida como el doble de Alberto de Mendoza, al que se parece ostensible. Pero el uruguayo Mario Delgado Aparaín es escritor, docente y periodista, y su única intención seria es seguir escribiendo libros. Hipervalorado por la crítica española, Delgado Aparaín –ex secretario Cultura de Montevideo durante la intendencia de Tabaré Vázquez– está aquí presentando Alivio de luto, su nueva novela. El autor de Estado de gracia, Por mandato de madre y La balada de Johnny Sosa, entre otras obras, narra esta vez la historia de Gregorio Esnal, un héroe anónimo aficionado a la historia universal, que en dictadura la uruguaya (1972-1984) se revela a la inercia del pueblo de Mosquitos y asume la aventura de inventar un pasado ficticio y glorioso, que rescate a sus habitantes del aletargamiento en el que (sobre)viven. Esnal intenta, además, reivindicar en sus clases de historia a su amigo Milo Striga, un desaparecido cuya familia es discriminada por los vecinos, a quien también le atribuye un pasado mítico y fundacional. La novela es una metáfora de lo que le ocurre a una sociedad que, bajo el imperio del terror, pierde su autoestima y sus posibilidades de resistencia, describe en la entrevista con Página/12. Muestra, por otra parte, cómo a partir de la recuperación de la identidad y la dignidad, los habitantes de un pueblo oprimido logran superar la inmovilidad y el miedo, para volver a construir.
–En su libro integra hechos históricos recientes con otros de su imaginación. ¿La relación entre política y literatura es espontánea?
–Absolutamente, no hay en mí voluntarismo de ningún tipo en ese sentido. Soy un hombre político en el sentido aristotélico, es decir que en mí están naturalmente integrados los aspectos que componen mi vida. Es una postura ética. Siempre me interesó ver cómo sobrevivía la gente común en el marco de opresión, de censura y de miedo de una dictadura.
–¿Y qué descubrió?
–Que las dictaduras provocan una sensación muy singular en la gente que las padece. Es una especie de noción de eternidad. Parece que no van a terminar nunca, y que no hay espacio para la esperanza. Los individuos se van mimetizando con el gris imperante. Los dictadores se aprovechan y se amparan en su impunidad. Eso se termina cuando se agota el miedo, cuando el pueblo deja de temer, recupera su autoestima y se resiste, o se rebela, en una revolución interior. Los primeros que se sorprenden, entonces, son los dictadores.
–El protagonista de su libro encuentra una posibilidad de fuga a la opresión en la invención de un pasado ficticio...
–No sé si es ficticio, en el sentido de que no cambia la historia si descubrimos que los vikingos descubrieron América antes que Colón. Lo que quiero decir es que eso que llamamos historia, no es más que lo que algunos han jerarquizado como lo importante. Lo que no se jerarquiza es lo que queda oculto, desconocido para siempre.
–Usted es de un pueblo de Uruguay, chico y pobre. ¿Qué sensaciones formaron su sensibilidad?
–No hay nada más triste que ver un tren que se va del pueblo. Quizás en esos momentos uno tiene conciencia de que nació afuera, quizás esa sea la imagen de la exclusión. Parece que todo lo que abandona el pueblo va hacia un lugar mejor. Yo lo viví, por eso sé que la gente pobre no es pobre solamente porque no tiene dinero, sino que además tiene una crisis de autoestima enorme. Por eso el protagonista de mi libro advierte que sólo si valoran su pasado y quiénes son podrán encontrar la fuerza necesaria para sobrevivir. Esa recuperación de orgullo es un modo primitivo de recuperar la dignidad. Eso fue muy propio de mi generación, enamorada del humanismo, amante del conocimiento, cargada de utopías.
–Le hubiese gustado, también, reescribir la historia.
–Sin duda: somos una generación huérfana, que perdió la sonrisa. Eso es lo que permitió el revisionismo histórico, por ejemplo, desde las ciencias sociales que se está dando en la actualidad. Ese revisionismo se hizo aún más necesario después de nuestras terribles dictaduras. Creo que todos en algún momento nos preguntamos qué tipo humano componíamos entre todos para ser tan sanguinarios y rapaces con nosotros mismos.
–¿La literatura puede ser en ese marco el “alivio del luto”, la reparación del duelo?
–No sé si la literatura trae respuestas. Seguro que trae preguntas. Supongo que las respuestas las tendremos que encontrar entre todos. No las tengo yo ni las tendrá ningún libro. Para lo único que puede servir una novela es para permitir que las ideas circulen, que el pensamiento no quede estático. Para mí, escribir es una forma de resistir físicamente a ese embate, no sólo desde el punto de vista intelectual.
–¿Las historias que se cuentan son soportes de la identidad?
–Creo que son el vehículo para resistir la destrucción de la identidad. Eso es notorio en los pueblos que transmiten la historia en forma oral.
–Siguiendo ese razonamiento, en un mundo globalizado, las sociedades deberían estar más necesitadas del arte, en general,
–La única posibilidad de resistencia a la uniformización está en la recuperación de la identidad regional y nacional, que no tiene nada que ver con el nacionalismo. A veces me pregunto que alguien sea tan frágil como para dejarse ganar por la uniformidad y que otros sean tan poderosos como para globalizarle la vida, la identidad, el vestuario y, así anular su capacidad de pensamiento y bastardear su condición humana. En ese sentido la literatura cumple con un rol sin proponérselo.
–Usted cubre con un manto de ternura a todos sus personajes, en su lenguaje no hay violencia de ningún tipo. ¿No es contradictorio que trate de igual modo al personaje sometido por la dictadura y al dictador?
–Sí. Pero llega un momento en que uno comienza a ver su vida como a la distancia y a quererla, porque la valora. Esa es la causa de que ese manto de ternura cubra a los enemigos también, porque ellos son, se quiera o no, parte de esa vida. Es una contradicción dramática pero inevitable, inherente a la recuperación del pasado. Cada uno de nosotros es lo mejor y lo peor que tuvo, y tarde o temprano se amiga consigo mismo, y pierde toda violencia. A esta altura no siento tanto odio con los dictadores como compasión, porque fueron derrotados. Si no fuera así, yo no estaría aquí, y el lector no estaría leyendo esto.

 

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