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OPINION

Miradas

Por J. M. Pasquini Durán

Una enseñanza de fin de siglo: Antonio Domingo Bussi no pudo jurar como miembro de la Cámara de Diputados. El jefe de la represión en Tucumán tendrá que esperar hasta que sus colegas decidan si tiene aptitud moral habilitante. No la tiene, claro, para los defensores de los derechos humanos ni para los que saben de sus malandanzas como terrorista de Estado. A causa de esos antecedentes, figura como inculpado en juicios por el robo de bebés nacidos en cautiverio, por enriquecimiento ilícito (el derecho al botín fue parte de la naturaleza de la "guerra sucia" de la dictadura) y por la desaparición forzada de numerosas personas detenidas al margen de toda ley, incluso la del honor militar. Esas evidencias no fueron suficientes, sin embargo, para impedir que un número suficiente de votantes en Tucumán lo eligiera como representante en el Congreso Nacional y poco faltó que hicieran gobernador a su hijo Ricardo, electo también diputado, única voz que discrepó con el resto unánime de la Cámara.

Hijo y padre tomaron la precaución de postularse simultáneamente para varios cargos a fin dena04fo01.jpg (8438 bytes) asegurarse la apropiación de alguno, y de sus fueros. Pero no fue esa astucia la única gorra para recolectar votos. Detrás de ese escrutinio, como el de otros, hay muchos años de caciquismo feudal, clientelismo electoral y degradación cívica por miseria, ignorancia, prejuicios y hasta falta de costumbre para elegir. Evitar que se consume ese mandato sin debate previo, "fue una decisión política contra la impunidad", aclaró el vicepresidente electo Carlos Alvarez. Y fue una decisión correcta y un mensaje alentador, tanto como la extraterritorialidad de los derechos humanos que se invoca para juzgar a Pinochet y a casi un centenar de terroristas argentinos, Bussi entre ellos, imputados por crímenes que el derecho internacional condena. Ninguna soberanía puede amparar cualquier cosa. El tiempo tampoco alcanza para prescribir delitos como la desaparición de menores, como supo ayer Guillermo Suárez Mason, cuando fue ordenada su prisión preventiva.

La globalización de asuntos públicos, restringida hasta ahora al movimiento de finanzas, deberá cubrir dimensiones nuevas, incluidos los alcances éticos, desde el momento que el planeta tierra es concebido como la casa común. Las manifestaciones en Seattle, frente a la sede de la ronda del milenio de la Organización Mundial de Comercio, y algunas voces en su interior, comprueban que hasta para la confrontación de asuntos muy diversos hay que pensar en soberanías ampliadas. La casa--nación tampoco puede ser una, sin valores compartidos. También, cada casa partidaria deberá anotar que sus líderes y candidatos tendrían que ajustarse a ciertos requisitos mínimos indispensables.

Los derechos y las leyes se elaboran para protección de los débiles, y por eso ponen límites a los fuertes. En esa tensión, es más confortable para los gobiernos la desigualdad de los poderosos. Cuando Raúl Alfonsín inauguró esta etapa de democracia, en el pináculo de su popularidad, pidió el informe de la Conadep y dejó actuar a los tribunales civiles que condenaron al terrorismo de Estado, después que los jueces militares declinaron sus obligaciones, pero en una segunda etapa, carapintadas mediante, a esa misma administración no le alcanzaron las fuerzas para seguir hasta el final, y reculó.

Carlos Menem, también en su momento de mayor adhesión popular, eligió la desigualdad ante la ley. Sancionó el indulto para los condenados por aquellos tribunales legítimos y quiso promover, en vano, la reconciliación nacional con los verdugos de la dictadura. Hasta el último minuto dio instrucciones para defender a Bussi en el Congreso, también sin éxito. Esas gestiones formaron parte de una concepción general de abuso del poder en favor de la inequidad. Aun sus fervorosos aliados deberán reconocer que la impunidad y el "vale todo" fueron rasgos característicos de los diez años y medio que terminan el próximo viernes. Terminan, sí, aunque Menem sigue actuando y decidiendo como si el próximo gobierno fuera sólo un paréntesis temporal, provisional, hasta que decida regresar.

Algunas de las resoluciones de última hora corresponden a negocios privados, demagogias públicas, desafíos al gobierno electo, pero además pretende emitir señales --ordeno y mando-- a su propio movimiento en defensa de una jefatura que dejó de ser única o incuestionable desde el mismo momento en que derrapó su proyecto de tercer mandato. Para retenerla no le alcanzará con el golf, los viajes por el mundo o las estampitas del Vaticano. Si quiere volver, tendrá que lograr que la mayoría de los argentinos, ante todo de sus partidarios, sientan nostalgia por su obra. Esa clase de remembranza es la que volvió a instalar al frente del Comité Nacional de la UCR a Raúl Alfonsín, aunque ese partido tendrá a Fernando de la Rúa en la Casa Rosada. La división de roles es otra forma de descentralizar la cadena de mandos y aunque hace más complejas las relaciones, con la posibilidad incluso de severas discrepancias o choques de personalidades, siempre es preferible a los unicatos autoritarios.

A su manera, De la Rúa está logrando que su flamante autoridad sea reconocida en plenitud, primero por sus colaboradores, luego por la oposición y finalmente por los ciudadanos. Reconocer esa autoridad implica una dosis mayor de lealtades, sobre todo porque se trata de una alianza interpartidaria, pero sería bueno suponer que, a diferencia de otras experiencias, la lealtad no será confundida con sumisión ni reverencia. El país afronta demasiados problemas viejos en circunstancias demasiado nuevas, algunas inéditas, como para agotar la imaginación de las respuestas en la voluntad de un solo hombre. El debate con las provincias, por ejemplo, aparece concentrado en el reparto de fondos fiscales, porque es el dato inmediato, pero subyace una cuestión de fondo: la reintegración del territorio, los intereses y la identidad de la nación como un cuerpo único, en lugar del actual mapa insular, donde cada provincia es un feudo aparte. La decisión sobre Bussi es un acto de integridad nacional, aunque no faltarán quienes pretendan presentarlo, con malicia, como el intento de minusvalidar la opinión de una minoría tucumana.

No hay problema en Argentina, desde el empleo a los impuestos, de la educación a la Justicia, de cualquier índole que sea, que pueda ser concebido en compartimentos estancos. El gobierno entrante dio una buena señal cuando el ministro de Trabajo designado visitó a las dos centrales obreras, la CGT y la CTA, porque la construcción de políticas democráticas comienza por escuchar a todas las voces. Del mismo modo, el punto de vista para analizarlos será determinante para fijar el rumbo. La austeridad y la transparencia son virtudes indispensables para una sociedad atragantadas de sospechas, la mayoría con fundamento, pero la manera de mirar también marca la diferencia.

El gobierno apoya en dos trípodes: uno son los tres poderes de la Constitución y el otro es la relación Estado - mercado - sociedad. El menemismo los redujo a dos elementos: el Poder Ejecutivo y el mercado; todo lo demás le interesaba poco o quedaba subordinado. Hay otras miradas posibles, que activen los seis elementos completos, en una misma dirección si es posible. Por ejemplo, acaban de reunirse los banqueros locales, y desembarcaron financistas prominentes del extranjero, además del ex presidente George Bush y otros comisionistas de rango parecido, todos presionando por definiciones particulares. El punto de vista del menemismo, en consonancia con el establishment, sostenía que halagarlos y conformarlos era obligatorio, a cualquier precio, porque los vencimientos de la deuda nacional los volvían imprescindibles.

El ex presidente norteamericano Herbert Hoover inmortalizó una frase, que resulta apropiada para estos casos: "Lo peor del capitalismo son los capitalistas, porque son avaros". Mirado de otro modo: todos ellos vienen porque Argentina necesita crédito, en efecto, y ese es precisamente el negocio que los ocupa, colocar sus capitales en préstamo, así que en todo caso la necesidad es mutua. Hay que negociar, no rendirse de antemano. Y si hay que perder la virtud que por lo menos sea por algo que valga la pena.

 

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