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Cartas de lectores

Sobre “Imposturas intelectuales” -algunas impre(ci)siones-

¿Tienen los estudios culturales el status de saber científico? ¿Pueden pretenderlo? Y si la respuesta fuese afirmativa: ¿qué “querría” decir científico? Estas preguntas quizá se deban a que el “Imposturas intelectuales” que Leonardo Moledo escribe (el 8-5-99) a propósito del libro homónimo de Sokal y Bricmont, para quienes nos inscribimos en el área, constituye una provocación. Pero una provocación en el sentido de invitación a intervenir en una polémica, a poner en juego nuestras posiciones. Por lo tanto, no se trata de dar rienda suelta a una defensa ciega del campo de saberes en cuestión.

Celebración y riesgo

Muchas de las opiniones vertidas en el comentario del texto podrían ser celebradas fervientemente. Más aún teniendo en cuenta la abundancia de ensayos llenos de lugares comunes (dichos en tono poético) que reclaman para sí el nombre de “estudios culturales”. No todos los analistas culturales están al nivel de Beatriz Sarlo o Renato Ortiz. Pero no pueden dejar de advertirse algunos riesgos debidos tal vez a las generalizaciones que promueve, para decirlo con ironía, tanto elogio del “hipotético deductivo”. Lógica deductiva reñida con la intuición (que como escribía Adorno, le recuerda lo que olvida) con la particularidad (que se le resiste a ser un caso más), con la oscuridad (que nos pone siempre al borde de las imprecisiones) con la diferencia (que no acepta el papel de excepción a la regla). Y de todos estos despreciables factores han sabido valerse -muchas veces con interesantes resultados- los estudios culturales.

Por momentos, la referencia genérica a los estudios culturales y las escasas especificaciones que se realizan sobre ellos tienden a reducir a un denominador común a un espectro muy diverso de autores y textos cuyas diferencias suelen ser sumamente significativas. De hecho, en ningún momento se pone sobre la mesa algún tipo de criterio que permita distinguir aquellos enfoques e investigaciones de intelectuales que han trabajado seriamente de aquellos que sólo se suman al discurso de moda. A eso, con seguridad, alude “el cultivo de una jerga erudita” acompañada de “oscurantismo” que tanto preocupa a Sokal y Bricmont, pero que no sólo es patrimonio de las ciencias sociales. Más bien todo lo contrario. Quienes tienen pasión por el ideal de “la reducción a la fórmula” llegan a niveles de abstracción y sofisticación muy próximas al “esteticismo” y, obviamente, de carácter elitista. Elitismo que, en última instancia, no se salva declarando la adhesión a la izquierda política.

Lamento

También está presente un lamento. Se trata del dolor por la pérdida de un supuesto “compañerismo de ruta” entre ciencia y movimientos progresistas si bien no puede ocultar que, como toda nostalgia por un tiempo perdido, la imagen construida es unilateral y hasta mítica. Seguramente se podrían hallar los fundamentos que la validen. Pero la tesis contraria, la de la alianza entre la ciencia, la dominación política y el desarrollo de potenciales autodestructivos, podría reunir la misma -o quizá mayor- cantidad de pruebas históricas que la primera. Una mirada dialéctica, al menos para estos científicos que se dicen de izquierda, le aportaría dinamismo y complejidad al tema.

Se acusa al posmodernismo. El “posmodernismo” que supuestamente abre camino al irracionalismo, subsume a los intelectuales en debates estériles, podría ser leído como una posibilidad para la emergencia de movimientos referidos a problemas de la condición humana que ni muchos “científicos” (en un sentido restringido), ni el sistema de partidos, ni el sindicalismo, ni los que permanentemente se autodefinen como revolucionarios, fueron capaces de plantear y desarrollar. Además, cuando se sostiene casi de modo indiferenciado el carácter reaccionario del relativismo presente en los estudios culturales probablemente haya cierta dosis de desconocimiento. Por una parte, porque los más clásicos y lúcidos representantes del análisis cultural -específicamente, los ingleses- han adscripto a posiciones progresistas y bregaron por una renovación de la izquierda. Por otra, muchas veces se cataloga como relativistas a discursos que en realidad pugnan por la vigencia del pluralismo cultural. Pluralismo que seguramente hace tambalear la pretensión de “los científicos” de constituirse en los únicos actores autorizados para hablar. Es obvio que el relativismo conduce a consecuencias nefastas. La negación de la existencia de los campos de concentración del nazismo es una de ellas. Pero también sería perverso tener que someter esa situación a la comprobación empírica.

De Sokal a Los Andes

A partir de Sokal y Bricmont, Moledo llega a un problema al que suele referirse con frecuencia: el de la significación. Cuando afirma que el sociólogo ve en los Andes un constructo lingüístico debería explicitar que se trata de una caricatura. Más aún cuando el autor no sólo se ha dedicado a los estudios geoheliofísicos sino también a la narrativa de ficción y la crítica literaria. La unilateralidad de los significados que estimulan algunas posiciones teóricas que no toleran que el mundo no sea claro y distinto, lógicamente se ve trastocada frente a la lingüística y el análisis del discurso. Los Andes existen pero sabemos que también tienen una existencia simbólica en tanto es a través de la mediación del lenguaje que podemos conocerlos. Nuestra relación con los objetos es la mejor prueba de su existencia. Incluso de la existencia de lo simbólico, cuya materialidad es tan densa y pesada como la de los Andes.

La gravedad señalada en torno a la dificultad que todo esto produce para un diálogo entre cientistas naturales y sociales es en algún punto tramposa. Ese diálogo, por cierto deseable, sería plausible -según sugiere la argumentación de Moledo- a condición de que las ciencias sociales adopten los mismos cánones que las ciencias naturales. Respecto a esta cuestión, se repetirían los mismos gastados argumentos en torno a la inmadurez de las primeras comparadas con las segundas. Como muy certeramente ha señalado Agnes Heller, las ciencias sociales son más parecidas a la filosofía que a las ciencias naturales, de ahí que una reconciliación después del fracasado intento de matrimonio daría por resultado un nuevo divorcio.

Final

Mucho de lo que señalan Sokal y Bricmont, como también Moledo, no debería pasar inadvertido. Pero sería deseable que el tratamiento en torno a los estudios culturales sea más ecuánime. A muchos de los vicios mencionados como “imposturas” pueden responderles los propios estudios culturales, especialmente, recuperando el espíritu de aquellos que formularon el programa originario de los mismos: Raymond Williams, Stuart Hall, Edward Thompson, para mencionar a los más renombrados. También el de las matrices que nutrieron ese programa: Gramsci, Benjamin y la Escuela de Frankfurt, Bajtin. A esta altura, el status científico de los estudios culturales es lo menos importante. Mucho más urgente es reivindicar sus fundamentos éticos y políticos.

Víctor Lenarduzzi
Magister en Sociología de la Cultura y Análisis cultural. Docente de la Facultad de Ciencias de la Educación UNER.

Respuesta:

Es de celebrar que desde las ciencias sociales, y en especial desde los estudios culturales, se admita alguna vez la proliferación de “ensayos llenos de lugares comunes que reclaman para sí el nombre de ‘estudios culturales’”. En la respuesta de Víctor Lenarduzzi hay muchas afirmaciones que comparto y otras cuya discusión sería por cierto interesante continuar. Pero en esta breve nota sólo quiero limitarme a ciertas consideraciones políticas (en especial, porque la carta no está referida al libro de Sokal y Bricmont sino al artículo sobre el mismo).

“Está presente el lamento" por la ruptura "entre ciencia y movimientos progresistas si bien no puede ocultar que, como toda nostalgia por un tiempo perdido, la imagen construida es unilateral y hasta mítica. Seguramente se podrían hallar los fundamentos que la validen. Pero la tesis contraria, la de la alianza entre la ciencia, la dominación política y el desarrollo de potenciales autodestructivos, podría reunir la misma -o quizá mayor- cantidad de pruebas históricas que la primera” . Naturalmente, y en el mismo artículo aludido se aclara expresamente: “Es innegable que la ciencia, como institución social, está vinculada con el poder político, económico y militar y que, con frecuencia, la función social que desempeñan los científicos es perniciosa”. etc. (p.3, columna 2). Pero justamente por eso mismo no se entiende por qué razón la racionalidad y la ciencia como empresa cultural y humana debe ser monopolio de la derecha política y científica y los movimientos progresistas deben renunciar expresamente a ella. Es realmente una lástima que, justamente en un momento en que hubo movimientos en todo el país en defensa de la universidad pública y se declamó a favor de la educación y la ciencia y la tecnología como patrimonios y derechos públicos, se trate de legitimar el control sobre ellos por parte del establishment neoliberal, descalificando como “lamento” y “dolor” las opiniones sobre la conveniencia de reconstruir o replantear de alguna forma esa alianza.

Lenarduzzi reconoce que “es obvio que el relativismo conduce a consecuencias nefastas. La negación de la existencia de los campos de concentración del nazismo es una de ellas”. Sin embargo, puntualiza que “también sería perverso tener que someter esa situación a la comprobación empírica”. ¿Sería perverso, verdaderamente? Creo que todavía no hubo suficiente constatación empírica sobre los campos de concentración, y me parecen excelentes algunas de las iniciativas que se implementan en Alemania, llevando a los estudiantes a que constaten empíricamente su existencia, para mantener la memoria del horror, descalificar las posturas de los neonazis que niegan su existencia, y que no queden fijadas versiones como la que da, por ejemplo, La vida es bella, o la que quedaría si se hubiera, como se intentó hacer hace no mucho, instalado un shopping frente a Auschwitz.

Finalmente, “cuando afirma que el sociólogo ve en los Andes un constructo lingüístico debería explicitar que se trata de una caricatura”. Justamente, en el artículo que Lenarduzzi comenta, yo decía “para el debate hace falta un poco de sentido del humor, tal vez el primer paso de la crítica”. Me parece que explicitar “ahora hablaremos jocosamente” cada vez que se lo hace sería la manera más obvia de caer en la literalidad, perder la oportunidad de que la discusión, además de interesante sea divertida, y se remita, tediosamente, a la defensa corporativa de las diferentes disciplinas.

Leonardo Moledo