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secciones La discusión levita sobre un “imposible” de la física

Antigravedad,

divino tesoro

Por Ileana Lotersztain

En “Los primeros hombres en la luna”, el escritor y filósofo inglés Herbert George Wells ideó una manera de escapar de la atracción gravitatoria. Wells inventó una sustancia, a la que bautizó Cavorita, que actuaba como un escudo, protegiendo a los objetos de la acción de la gravedad. Fuera del marco de la ciencia ficción, o en ese terreno delgado y resbaladizo que a veces la ciencia comparte con ella, la ciencia, la idea de romper los grilletes que nos mantienen prisioneros en la Tierra ha desvelado a varios científicos. Pero a la mayoría el problema no le quita el sueño. Es más, se burlan de quienes piensan que es posible desafiar la gravedad. Sin embargo, una serie de experimentos desarrollados en la última década parece indicar que sobre este tema aún no se ha dicho la última palabra. Aunque rodeados de escepticismo, algunos investigadores sostienen que la respuesta está en la expansión del universo. Otros, en cambio, apuestan sus fichas a los nuevos materiales superconductores.

Una cuestión de suerte

Eugene Podkletnov no es un especialista en física gravitatoria, ni mucho menos. En realidad, tropezó con este asunto de la modificación de la gravedad (como se la conoce en el ambiente) mientras trabajaba en un tema del que sí sabe un rato largo: la superconductividad de alta temperatura. Los materiales superconductores transportan las corrientes eléctricas en forma muy eficiente, con una mínima pérdida de energía. Podkletnov estudia las propiedades de uno de ellos, un tipo especial de cerámica. En su laboratorio de la Universidad de Tampere, en Finlandia, el científico, ruso de nacimiento y finés por adopción, fabrica unos discos muy delgados de esta cerámica, los pone a girar a alta velocidad en una cámara fría y les aplica un campo magnético para estudiar su comportamiento. En uno de esos experimentos, allá por los años 90, Podkletnov observó algo inesperado: si ponía objetos pequeños por encima del disco en movimiento, éstos perdían hasta un dos por ciento de su peso. Aunque no podía explicar lo que estaba pasando, el científico decidió repetir la experiencia, pero primero ajustó rigurosamente todas las variables que pudieran estar “contaminando” sus observaciones. Aun así, los resultados fueron idénticos. Los objetos parecían desafiar, aunque tímidamente, la poderosa atracción de la Tierra.

Made in Japan

Podkletnov no es un pionero en el campo de la antigravedad. Un par de años antes que él, los investigadores Hideo Hayasaka y Sakae Takeuchi, de la universidad japonesa de Tohoku, vieron que si hacían rotar una rueda especial (giróscopo) a muy alta velocidad su peso disminuía en un 0,001 por ciento. Una reducción pequeña, pero detectable. Los científicos sospecharon que estaban en presencia de un efecto antigravitatorio. Pero sus pares le restaron importancia al asunto, porque pensaron que sus resultados no podían ser otra cosa que un error en el diseño del experimento.

Los hallazgos de Podkletnov tampoco tuvieron una calurosa bienvenida. Su primer trabajo, que se publicó en la revista Physica C, no tuvo mayor difusión. Lejos de desanimarse, el investigador refinó aún más su sistema de medición. En 1996 consideró que estaba listo para atacar de nuevo. Ordenó la evidencia que había acumulado en esos 4 años y envió sus resultados a la distinguida revista Journal of Physics-D: Applied Physics. El trabajo, que describía un nuevo efecto, el apantallamiento de la gravedad, fue aceptado para su publicación.

El 1-a de septiembre de 1996 el Sunday Telegraph londinense publicó un artículo en el que describía “uno de los más asombrosos desarrollos científicos del siglo”, el primer dispositivo antigravedad del mundo. Pero pocos días después Podkletnov cambió de idea y retiró el trabajo de la revista.

Con los pies sobre la tierra

Aún sin publicación de por medio, el científico soviético había lanzado la primera piedra. Y la respuesta no se hizo esperar. Uno de los críticos que más se ensañó con Podkletnov fue el físico y divulgador John Cramer, quien sostiene que el control de la gravedad es, hoy por hoy, una utopía. Y hasta se anima a decir que cuanto más se aprende sobre esta fuerza fascinante, más lejos se está de dominarla. En su columna de la revista norteamericana Analog, Cramer explica que la atracción gravitatoria surge de la distorsión y curvatura del espacio, y que se necesitarían cantidades monstruosas de masa y de energía para alterar esa curvatura. “La naturaleza parece haber conspirado para mantenernos pegados a la superficie de este planeta. Estamos en el fondo de un profundo pozo de gravedad, y necesitamos grandes y costosos cohetes para salir de él”. “Cramer no es el único que rechaza los hallazgos de Podkletnov. La razón es simple: las condiciones en las que se realiza un experimento como el que describe el investigador soviético -argumentan sus oponentes- dan lugar a efectos engañosos que podrían alterar el peso aparente de un objeto. En definitiva, están convencidos de que lo que Podkletnov midió fueron campos magnéticos o corrientes de aire pero no una disminución de peso real.

Un mundo sin fronteras

La idea de dominar la fuerza de gravedad es más que tentadora. Al igual que con la imprenta o el ferrocarril, en la historia de la humanidad habría un antes y un después del control de la gravedad. Los vehículos podrían levitar libremente, los aviones ya no necesitarían alas y algunas industrias, principalmente la constructora y la minera se verían absolutamente revolucionadas. Y no sólo eso. El transporte espacial sería rápido y barato y el sueño de colonizar mundos lejanos estaría al alcance de la mano. Aunque el efecto sea mínimo, observar algo de antigravedad es como estar un poco feliz; o se está o no se está. Si el efecto existe, sólo es cuestión de ingeniárselas para magnificarlo, y ésa no es justamente la parte más complicada.

Con tanto por ganar, no es sorprendente que algunos científicos tomaran en serio a Podkletnov y decidieran darle una oportunidad. Uno de ellos es la doctora Ning Li, de la Universidad de Alabama, a quien el bichito de la antigravedad ya le había picado a fines de la década del ‘80. Cuando oyó hablar de Podkletnov, Li ya tenía escritos varios trabajos teóricos que vinculaban la gravedad con la rotación, los superconductores y los campos magnéticos. Y ahora está intentando repetir, con algunas modificaciones, el experimento finés. La investigadora confía en que su trabajo tendrá éxito, y ya sueña con las aplicaciones: imagina que en unos 10 años va a hacer historia diseñando el primer coche antigravedad.

Li no es la única que cree en Podkletnov. El investigador ruso acaba de sumarse al equipo de la NASA que lleva adelante el experimento Delta G, un ambicioso proyecto que intenta averiguar si realmente se puede combatir la fuerza gravitatoria.

La gravedad bajo la lupa

Otro de los aliados de Podkletnov es el físico italiano Giovanni Modanese, quien asegura que el científico ruso va por la buena senda. Modanese aclara que, a nivel subatómico, aún no se sabe cómo funciona la atracción gravitatoria. “Todavía nos falta estudiar los aspectos microscópicos o “cuánticos” de la gravedad, para entenderla como entendemos las fuerzas electromagnéticas o las nucleares”. Modanese no se queda en palabras: en su laboratorio del Instituto Max Planck, en la ciudad de Munich, desarrolló una teoría que podría explicar el efecto que se observó en Finlandia.

La sociedad de la gravedad

Como no podía ser de otro modo, Podkletnov también tiene su club de fans. En 1996, el inventor norteamericano J. Schnurer fundó la “sociedad de la gravedad”, y armó una página web (www.gravity.org) para todos aquellos que estén interesados en conocer los detalles del trabajo del investigador soviético.

Pero mientras Podkletnov sigue despertando amores y odios dentro de la comunidad científica, otros físicos se plantean que tal vez sea posible abordar el problema desde otro ángulo. En 1928, el físico británico Paul Dirac propuso que, además de los electrones, protones y otras yerbas, el Universo está poblado de antimateria. Según Dirac, para cada partícula que se precie de serlo debe existir una antipartícula “complementaria”, que tenga la misma masa pero distinta carga eléctrica, entre otras cosas. El físico estaba en lo cierto: cuatro años más tarde se encontró un electrón con carga positiva, al que se bautizó positrón. Los antiprotones y los antineutrones se hicieron desear un poco: pasaron más de veinte años antes de que se comprobara su existencia.

Un positrón no es algo que se pueda ver todos los días. En primer lugar, se necesita un acelerador de partículas. Este enorme y costosísimo instrumento es una especie de montaña rusa donde las partículas se mueven alegremente, a una velocidad cercana a la de la luz. Pero la cosa no termina ahí. Cuando las partículas alcanzan niveles monstruosos de energía se las hace chocar unas con otras. Y en esa colisión se pueden formar positrones, antineutrones, luz, de todo un poco. Pero el problema con las antipartículas es que son muy inestables. Y cuando se encuentran con sus “medias naranjas” nada bueno puede pasar: tanto unas como otras quedan completamente destruidas.

La antimateria

Los físicos están convencidos de que las antipartículas encierran muchos secretos sobre la estructura del Universo. Quizás existan galaxias enteras compuestas de antimateria, aunque por el momento no es posible comprobarlo.

Por ahora, los investigadores se plantean objetivos más modestos. En el Laboratorio Nacional de Los Alamos, Michael Nieto se pregunta si la antimateria podría ser repelida por la gravedad en lugar de verse atraída por ella. Probablemente Nieto no deba esperar demasiado para despejar su duda. En 1996, los físicos de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN), produjeron los primeros átomos de antihidrógeno. Eso sí, los antiátomos se destruyeron en un suspiro, pero es un primer paso. Y además, a principios del próximo milenio los científicos contarán con un chiche nuevo: dos superpotentes aceleradores de partículas. Con esta tecnología, el próximo paso será fabricar antiátomos más duraderos y someterlos a la fuerza de gravedad para ver si los atrae o los repele.

Gravedad e inercia

James Woodward es otro científico obsesionado por la antigravedad. Aunque en los papeles se dedica a otra cosa, en su laboratorio de la Universidad Estatal de California gasta el tiempo libre en averiguar cuál es la conexión entre la gravedad y la inercia, la tendencia de la materia a oponerse a los cambios de velocidad. Woodward cuenta con algunas pistas: en su teoría de la relatividad, Albert Einstein enunció que la inercia está relacionada con el campo gravitatorio del Universo. Ahora Woodward postula que si se golpea un objeto, durante un instante se produce una pequeña fluctuación en su masa y ésta provoca a su vez un cambio sutil en su velocidad. El científico cree tener evidencias suficientes de que se puede modificar las masas en el laboratorio, pero todavía no se juega del todo, porque admite que sus mediciones pueden estar contaminadas por muchas fuentes de error.

De todos modos, Woodward está muy entusiasmado con los resultados de sus experimentos. Y sabe que, si está en la buena senda, sus investigaciones podrían revolucionar la tecnología espacial. Los cambios de masa podrían ser la base de una novedosa forma de propulsión.

A la gente de la NASA sus ideas no le parecen nada descabelladas. Y ya tiene en marcha un programa para investigar la modificación de la masa y sus posibles aplicaciones.

¿El secreto está en el Big Bang?

Otros investigadores tiran la pelota afuera y proponen que la clave de la antigravedad no está en los átomos o los superconductores sino en el espacio. Su carta de triunfo es el descubrimiento reciente de que la expansión del Universo, lejos de detenerse, avanza cada vez más rápido. Los especialistas llaman a esto la prueba de la “constante cosmológica”, una especie de energía oculta que neutralizaría y hasta superaría el tironeo de la gravedad.

Por ahora no se sabe cuál es la “respuesta correcta”, si es que la hay. Pero si alguno de estos investigadores da en la tecla, y si todo va bien, tal vez dentro de un par de años (o un par de décadas, o un par de siglos,o, ¿por qué no? de milenios) ya no se necesite una nave espacial sino un poco de abrigo, agua y algo de oxígeno para pasar un romántico fin de semana en la luna.