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Helen Beatrix Potter nació a mediados del siglopasado en la Inglaterra victoriana.
Sus textos y dibujos, que llevan décadas cautivando a
niños de todo el mundo, dan cuenta de la bucólica infancia de la señora Potter,
pero también de su avidez por saber,
algo que le estuvo vedado.

Por Soledad Vallejos

Erase una vez una niña de Inglaterra cuyo nombre era Helen Beatrix Potter. Había nacido a fines de julio de 1866, en una típica familia victoriana: papá Rupert –un licenciado en Derecho que amaba la fotografía y el arte–, mamá (su nombre no es rastreable en las biografías), un número indeterminado pero considerable de criados, una casa con muchas habitaciones y un parque extenso en Kensington –una zona próspera gracias a las fortunas amasadas por la industria algodonera–. No había otros niños en las cercanías (aunque, parece, a ella tampoco le interesaba demasiado ampliar sus amistades), y sus padres –como, por otra parte, era usual para una familia de clase media alta por entonces– confiaron su crianza a una institutriz. (Cuenta la leyenda que ya en esas horas la primogénita de los Potter prestaba más atención a los animales y sus travesuras que a sus modales, pero eso es parte del halo que puede envolver a cualquiera medianamente famoso cuando ya la última despedida se perdió en el tiempo. Pero eso, en realidad, tampoco importa.) Cuando Beatrix tenía seis años, nació Bertram, su hermanito, el mismo con el que empezó a compartir el deleite de descubrir la naturaleza en sus juegos y excursiones a la campaña. La familia Potter solía pasar los veranos en los campos de Escocia. En el tiempo que las tertulias con artistas –Isabel y William Gaskel y Everett Millais eran amigos íntimos de sus padres y eternos convidados a la residencia de verano– les dejaban libre, los hermanitos se perdían entre los bosques con la intención de recolectar más ejemplares para su colección de animales y plantas que luego observaban hasta el cansancio. Pero Beatrix y Bertram debieron interrumpir sus juegos cuando él alcanzó la edad propicia para ser instruido en un colegio y ella volvió a estar sola, aunque afortunadamente con una institutriz que la alentaba a leer y le dictaba clases de música y arte. Es ahí donde comienza nuestra historia.


De la importancia de los líquenes en la
Inglaterra victoriana

Todas las escenas que relatan la biografías de Beatrix Potter evocan paisajes bucólicos, animalitos –jamás, bajo ningún concepto podría alguien referirse a esos seres hechizados como simples “animales” antropomorfizados so pena de convertirse en blanco de las miradas furibundas y las acusaciones de olor de herejía por parte de los fanáticos–, mariposas y deliciosos tonos pastel. Y es que la vida de Potter tuvo siempre e inexcusablemente ese marco: desde su infancia en los jardines de Kensington y la campiña escocesa hasta sus últimos días, en el Distrito de los Lagos, todo fue naturaleza a su alrededor. Pero eso no implica, necesariamente, que su propia vida también lo fuera; muy por el contrario, los detalles que llegan hasta nuestros días permiten perfilar una lucha casi constante con los vicios propios de una sociedad regida por la moral estrictamente hipócrita de la venerable –y adúltera– reina Victoria, y es entonces cuando la figura de Beatrix se despega considerablemente de la de Laura Ingalls. Ejemplo: a sus 16 años, durante una temporada de verano en el lago Windermere –en el Distrito de los Lagos, que luego la contaría entre sus habitantes permanentes–, Beatrix conoció al cartero del pueblo, Charlie Macintosh, y descubrió que ambos sentían la misma pasión por la naturaleza (más datos: por los líquenes y los hongos). Al volver a Londres, la relación no se enfrió, pero sí cambió levemente de forma: Charlie le hacía llegar paquetes rellenos de paja que envolvía, claro está, muestras de hongos para que ella estudiara y dibujara. Ella hacía las tareas con pasión, observaba y anotaba, dibujaba y teorizaba, hasta que, con ayuda de su tío Sir Henry Roscoe, se decidió a presentar ante el Real Jardín Botánico de Kew su hipótesis sobre la manera de criar esporas. No hubo caso, las autoridades de la institución no tenían entre sus planes abrirle las puertas. Insistió, y elaboró su disertación Sobre la germinación de las esporas de los agáricos con la idea de exponerla en la Sociedad Linnean el 1° de abril de 1897. Inconveniente: las mujeres no tenían permitida la entrada a las conferencias. Por lo tanto, otra persona debió hacerlo en su lugar, pero de todas maneras su teoría no tuvo mayor trascendencia. (PD: sin embargo, sus descubrimientos, ratificó la botánica a posteriori, no estaban errados.)

En el comienzo
fueron
los animales

Entrado 1890, los bocetos de Beatrix dejaron de existir solamente como creación para el placer personal, cuando logró que la editorial Hildeshlemer y Faulkner le comprara unos dibujos para ilustrar tarjetas de Navidad. A partir de entonces, empezó a conocer los placeres de la independencia económica. Más o menos por el mismo tiempo, escribió su primera historia para niños, Cuento de Perico el conejo travieso, aunque sin conciencia de haber hallado el oficio con el cual se mantendría en adelante. Beatrix solía mantener correspondencia con Annie Moore, su antigua institutriz –aun cuando ésta se mudara al suroeste de Londres– y adoraba a sus pequeños hijos Noel y Norah, a quienes también acostumbraba a escribir cartas con ilustraciones en las que narraba las aventuras de sus –muchos– animales. En 1893, escribió: “Mi querido Noel: como no sé qué escribirte, te contaré el cuento de cuatro conejitos llamados Pelusa, Pitusa, Colita de Algodón y Perico...”. Algunos años después, Beatrix recordó esa historia y pensó en publicarla tras reescribirla. La presentó a seis editores y fue rechazada por cada uno de ellos. Fue entonces que decidió costear ella misma una pequeña edición –250 ejemplares– que causó furor entre allegados y amigos. Poco después, halló al editor Frederick Warne, quien en 1902 lanzó una tirada de 8000 ejemplares que causó sensación de la noche a la mañana. (En los 88 años siguientes, Frederick Warne & Co. realizó cerca de 300 reimpresiones, todas agotadas.) Conforme con esa edición –y, por lo visto, decidida a seguir por ese camino–, Beatrix siguió enviando otras historias ilustradas a la compañía, tomaba parte activamente en los procesos de diseño, supervisaba las pruebas de imprenta y las traducciones al francés. Ella lo sabía, una cosa son los dibujitos y los animales y otra muy distinta llevar adelante un gran negocio: en 1903 la ingenua Beatrix produjo y patentó el muñeco Conejo Perico de juguete, una idea que le dio más que buenos réditos.
Para 1905, y con seis libros publicados, Beatrix compró Hill Top, una encantadora finca de labranza en Near Sawrey –Distrito de los Lagos– que participaría activamente –con sus parajes y animales, se entiende– de sus siguientes cuentos. A medida que pasaban los atardeceres, parecía sentirse más y más cautivada por la vida de campo, y gradualmente se convirtió en una granjera. Durante ese verano –pareciera que hay gente en cuyas vidas imperan los inviernos, y en otras los veranos–, Norman Warne, uno de sus editores, le propuso matrimonio. Los padres de Beatrix se opusieron terminantemente, no era de buen tino que una muchacha –tenía, por entonces, 37 años– de su clase se convirtiera en la mujer de un“comerciante” sin encantos. De todas maneras, ella aceptó encantada y anunció el compromiso. A las cuatro semanas, Norman, tras haber enfermado repentinamente, murió de anemia perniciosa. Y Beatrix volvió a recluirse en su granja, más dedicada al campo y los libros que nunca. Durante los años siguientes, y bajo el consejo del abogado William Heelis, continuó adquiriendo enormes extensiones de tierra en el Distrito, se dedicó a la crianza de animales –era una criadora especializada en ovejas Herdwick, y se convirtió en la primera mujer presidenta de la Asociación de Criadores de Ovejas Herdwick en 1930–, y escribió cada vez menos. Llegado 1912, vio una nueva oportunidad de formar pareja en la propuesta de matrimonio de Heelis. Familia propia en contra, Beatrix aceptó. Y se casó al año siguiente, con 47 años.


Una
protoecologista

En una de sus vacaciones de adolescente, Beatrix conoció a Canon Rawnsley, un conservacionista de la región de los Lagos que fue cofundador de Patrimonio Nacional, un organismo benéfico que se ha convertido en el protector más importante de tierras y edificios. Beatrix, de más está decirlo, se deslumbró con ese afán de preservar la zona de los estragos de la creciente industrialización y del turismo depredador. De hecho, tras su muerte en 1943, legó 4000 acres –que incluían 15 granjas y pequeñas residencias– al patrimonio de la fundación, y en la actualidad su casa se conserva tal como ella la dejó para recibir a los posibles visitantes.