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La siempreviva

A fin de siglo es de buen tono acabar con las reliquias y agregar el prefijo “post” a todos los ismos. Simone de Beauvoir no se salvó de la tendencia. Ciertas revelaciones privadas en forma de cartas y autobiografías hicieron blanco en la pensadora francesa sustentándose en las vertientes dramáticas de su vínculo con Sartre y en su supuesta misoginia apenas encubierta. Hoy, la reedición en la Argentina de El segundo sexo a cincuenta años de su aparición y un coloquio de homenaje a su autora, organizado por la Universidad de Buenos Aires, intentan la recuperación crítica de una obra mayor.

Por Maria Moreno

Hace cincuenta años, el 24 de mayo de 1949, apareció El segundo sexo, algo así como “el libro rojo de la nueva feminidad”. Hoy, la editorial Sudamericana acaba de reeditarlo, reduciendo a uno los dos tomos originales que circulaban en los años sesenta, lo que inspiró a la escritora Tununa Mercado la frase: “El libro ha renacido” y ojalá sea cierto. El hecho coincidió con las Jornadas de Homenaje a Simone de Beauvoir en el cincuentenario de El segundo sexo, organizadas por el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, que se extendieron durante dos días (5 y 6 de agosto) en el Museo Histórico Roca. Ya en enero de 1999 la historiadora Michelle Perrot y el Ministerio de Investigación y Educación de París habían convocado a los salones de la Sorbona a 120 mujeres provenientes de todas partes del mundo para homenajear a la autora del que sigue siendo, sin duda, el talismán teórico más abarcativo sobre la condición femenina del siglo XX. El título del libro fue una ocurrencia de Jacques Bost, amante de Simone y amigo en común de ella y Sartre. El segundo sexo vendió, a la semana de estar en la calle, 22.000 ejemplares, pero Simone de Beauvoir recibió entonces algo más que una suma notable en calidad de derechos de autor: “Firmados o anónimos –cuenta en sus memorias– recibí epigramas, cartas, sátiras, amonestaciones, exhortaciones que me dirigían, por ejemplo, ‘miembros muy activos del primer sexo’. Insatisfecha, frígida, priápica, ninfómana, lesbiana, cien veces abortada, fui todo, hasta madre clandestina. Me ofrecían curarme de mi frigidez, saciar mis apetitos de gula, me prometían revelaciones en términos groseros, pero en nombre de la verdad, de la belleza, del bien, de la santidad y hasta de la poesía indignamente devastadas por mí.... También Mauriac. Escribió a uno de los colaboradores de Temps Moderns: ‘He aprendido todo sobre la vagina de vuestra patrona’ ”. Las reseñas no fueron más eufemísticas. Un tal Armand Hoog escribió: “Humillada por ser mujer, dolorosamente consciente de estar encerrada en su condición por las miradas de los hombres, rechaza simultáneamente esa mirada y esa condición”. Una de las organizadoras de las jornadas de homenaje en París, también presente en las de Buenos Aires, Sylvie Chaperon, hizo una historia de las traducciones realizadas a partir del éxito del libro: los japoneses, por ejemplo, habían reemplazado “feminidad” por “maternidad”. En EE.UU. el texto fue cortado de manera que quedaran fuera las partes más complejas, privilegiando las positivas. En la desaparecida URSS estuvo prohibido hasta la llegada de Gorbachov. Como en las jornadas de París, en las de Buenos Aires se intentó resignificar un texto escrito por una mujer que, sin ser feminista, denunciaba y probaba, al borde de los años 50, con una descomunal documentación, que ser mujer no era una esencia ni un destino y que la opresión tiene un status contingente. Era un libro escéptico en sus consecuencias políticas, desconocía la ilusión abarcadora de la revolución socialista y se abstenía de sugerir estrategias. Pero también en los dos homenajes no se perdió de vista que, como todos los que están fundando un campo –Freud, por ejemplo–, Simone de Beauvoir se vio obligada a tantear, a desdecirse, a volver una y otra vez sobre sus hipótesis, dando nuevas versiones de lo que a cada relectura veía con una mirada nueva. En su trabajo Simone de Beauvoir: la soberanía de la palabra, leído la jornada del 5 de agosto, en el Museo Roca, Graciela Torrecillas la evocó en su última praxis: “Simone de Beauvoir participa entre las feministas de la corriente más radical del movimiento. Ella permitió utilizar su nombre para las operaciones de pronunciamiento político, y participó en esas acciones, proyectando sus ideas, así estuvo en la creación en 1974 de la Liga de los Derechos de la Mujer, a semejanza de la Liga de los Derechos del Hombre, siendo luego su presidenta. Entre sus numerosas actividades, puso en pie la red de lugares para abortar e introdujo en Francia el método de aspiración no mutilante. Pompidou no se mostraba tan represivo con las feministas como con los maoístas, pero ellas, para evitar el escándalo, preferían tomar medidas de seguridad y trataban de practicar los abortos en las casas de personalidades reconocidas. Simone puso su departamento a disposición”. ¿A qué distancia se encontraba entonces de El segundo sexo?

Entre dos jóvenes no tan formales
En la inauguración de las Jornadas de Homenaje a Simone de Beauvoir de Buenos Aires, Nora Domínguez, del comité organizador, aclaró: “La palabra homenaje, dice el diccionario, implica juramentos de fidelidad, veneración, tributo. En todas sus acepciones, la idea de obediencia y sumisión. Sin embargo, más allá de que, en esta oportunidad y con este homenaje a Simone de Beauvoir, pretendemos aportar la parte sudamericana de este tributo, queremos también ubicarnos en una versión más moderna del homenaje y, en todo caso, practicar, poner en escena, no sus rasgos de pasividad sino los de una actividad transformadora. Prefiero entonces hablar de recuperación de la memoria, de una recuperación crítica y de una relectura”. Entre la vastedad de “recuperaciones críticas” de las jornadas parecía importante elegir, entonces Las doce decidió desplegar el tema de la primera mesa: Historia y política. Allí Mabel Bellucci, Andrea Bevacqua, Marcela Nari y Mónica Tarducci dejaron flotando algunas respuestas para una pregunta: ¿por qué El segundo sexo irrumpió en la Argentina a la manera de una revelación privada y fructífera y no como una bomba de tiempo, Tiempo de mujeres, como el título de un muy feminista libro de Julia Kristeva? Marcela Nari, en su ensayo No se nace feminista, se llega a serlo. Lecturas y recuerdos de Simone de Beauvoir en Argentina, 1950 y 1990 registra que en la década del 50 las discusiones en torno a la guerra entre los sexos pasaban por antiguallas como Gregorio Marañón o Wilhem Steckel. La biblia de las mujeres que buscaban construirse a sí mismas pasaba por el infaltable El carácter femenino de Viola Klein. Nari llega a sospechar, a través de testimonios recogidos en los años 90 entre lectoras de El segundo sexo de los 50, que se trataba de un libro leído pero no citado ¿incómodo? ¿maldito? Las importaciones pasaban en ese entonces, en la “cultura alta”, por esa revista que según la ironía de Pepe Bianco se empecinaba en representar a una elite con un nombre de tango: Sur. Nari descubre, en un número de 1947, una traducción que María Rosa Oliver ha hecho de un artículo de Simone de Beauvoir: Literatura y metafísica. Era un número dedicado a Francia y –pesca Nari– Victoria Ocampo, la directora de Sur, lo definía como un número dedicado a escritores poco conocidos entre nosotros o no traducidos aún. En 1950 Sur publica un comentario de Emilie Noulet que Nari define como “moderado, prolijo, bastante inexpresivo” y que sospecha colocado como por compromiso. Existen reseñas posteriores de otras obras de Simone de Beauvoir, una de Rosa Chacel, sobre La invitada, que parece un pretexto para saldar cuentas con las furias y los escándalos desatados, aunque con sordina, por El segundo sexo. Alicia Jurado comenta Los mandarines en 1959 y vuelve a hacer sonar la palabra “escándalo”, esta vez para referirse a las autobiografías de Beauvoir y, según Nari, la comentarista encuentra una extraña aplicación al término libertad –la existencialista– a la “Revolución Libertadora”. En una reseña de La fuerza de las cosas hecha en 1965 por Marta Gallo se lee el lugar común: Simone de Beauvoir era una difundidora del hombre que amaba, “el ángel del mimeógrafo”, del ideólogo. En 1952, un libro de Ernesto Sabato, La metafísica de los sexos, provoca la furia de la Furia mayor de la cultura de esos años, Victoria Ocampo, pero en sus réplicas resulta impensable –tanto para Nari como para el lector– que no se mencione a De Beauvoir. ¿Por qué no se acercaron estas dos mujeres? En principio, Victoria buscaba lo consagrado o lo que venía de la mano de un consagrado. En el París que visitaba una y otra vez estaban ya Jean Paul Sartre, Georges Bataille, Maurice Blanchot, Jacques Lacan –a quien sólo llegó a vislumbrar como “un joven trepador”–. Se quedó con el conde de Keiserling, un filósofo de micro radial, con Paul Valéry que ya tenía el peso del bronce sobre las sienes, con Drieu La Rochelle, fascista pero buen mozo, venía de Ortega y Gasset que la apodó la Gioconda de las Pampas, de Rabindranath Tagore que le había tocado un seno con aire de revelación. Por otra parte Victoria, lo mismo que el resto de su grupo, creía en algo así como en la naturalidad del lenguaje del artista que debería permanecer intocada, y prefería los masajeadores del espíritu a los teóricos. En la polémica Sartre/Camus, Sur se alineó con Camus pero a grandes rasgos detestaba a la izquierda que asociaba fundamentalmente con los campos de concentración, y esto pudo haber influido en la recepción de El segundo sexo. Seguramente a Simone de Beauvoir no debían impresionarle las princesas agrícolo-ganaderas. Sin embargo, en Construir la mujer. La narración autobiográfica en Beauvoir y Ocampo, un trabajo presentado en las Jornadas por la licenciada María Magdalena Uzin, de la Universidad Nacional de Córdoba, hay una anécdota simpática y significativa sobre el encuentro entre las dos papisas: “En una especie de reconocimiento, se interrogan mutuamente sobre la obra de Virginia Woolf. Ocampo, traductora y editora de la inglesa, responde molesta cuando Simone de Beauvoir pregunta si conoce Un cuarto propio y subraya la falta de lecturas de su interlocutora, en especial de aquellas obras de Woolf que resultan ‘importantes desde el punto de vista feminista’ (Tres guineas y un prólogo a testimonios de obreras), pero también encuentra un gesto solidario que sus amigos varones no pueden brindarle, cuando Beauvoir le ofrece las páginas de Temps Moderns para aclarar un equívoco (un caso de acoso sexual, diríamos hoy) con el conde de Keiserling. Entre el malentendido y la solidaridad femenina, ambas compartían quizá más de una actitud desafiante ante las leyes y convenciones que regulaban el cuerpo y la vida de las mujeres en la primera mitad del siglo XX”. De todos modos, El segundo sexo no se transforma en la bandera de Sur. Marcela Nari realiza una aguda crítica de las formas de aparición de Simone de Beauvoir en otros medios, más allá de Sur, como El grillo de papel (subrayada sobre todo como militante pro Argelia, entrevistada como literata, descripta como “femenina”). Pero ¿qué sucedía con lo que la publicidad de 1954 definía como “texto capital” de Simone de Beauvoir entre los lectores de El capital, es decir la izquierda exquisita? En su trabajo El segundo sexo en la Argentina: entre el ayer y el hoy Mabel Belucci concluye, a partir de sus propias encuestas realizadas entre profesionales, militantes y feministas históricas: “A mitad de los cincuenta, pertenecer a la izquierda política en la Argentina no garantizaba una ampliación de las referencialidades intelectuales. De acuerdo con las opiniones del historiador Emilio Corbière, el eje vertebrador de los debates públicos de entonces se centran en la antinomia peronismo-antiperonismo, en la crisis de la Iglesia. También se discute sobre las secuelas políticas y culturales del fascismo, el Holocausto y el comienzo de la descolonización. De allí que Simone de Beauvoir era un tanto desconocida en esos ambientes, pero también lo era en los medios académicos durante esos años y los posteriores”. Juan José Sebreli le explicó a Belucci que la invisibilidad de El segundo sexo pudo haber estado motivada por la ausencia de figuras relevantes del existencialismo en el campo universitario: “Ella en su primera época era la existencialista y esto fue repudiado por las izquierdas nacionales. Después del ‘55 en la Universidad de Buenos Aires se impone en las ciencias sociales el funcionalismo. El período de Gino Germani estaba fuera del horizonte de Sartre y Simone de Beauvoir. Después viene el psicoanálisis, que es irreconciliable con El segundo sexo”. En síntesis, las argentinas no salieron de la cocina por El segundo sexo sino por zonas antípodas, la rama femenina y la APA (Asociación Psicoanalítica Argentina) que, fundada en 1942, en principio no exigía título de médico (podría decirse que era laica) y comenzó por reclutar entre sus seguidores a mujeres notables como Arminda Aberastury, Reba Alvarez de Toledo o Marie Langer. La emergencia de la carrera de Psicología invitó a adscribirse a una ciencia conjetural que ha denunciado que toda teoría es portadora del deseo de quien la enuncia y, según expresión de Jorge Balán, permitió muchos pases del diván al sillón, posibilitando un piedra libre a las mujeres. Cuando en 1951 Marie Langer escribió Maternidad y sexo, la maestra era la psicoanalista Melanie Klein, la Venus de las Pieles, Evita. Simone de Beauvoir comenzaba a ser, como en La batalla de Argelia, la guerrillera que deja su bolso inocente en nuestra biblioteca, clandestina.

La boina, la cave ¿y después qué?
En el principio se parecía mucho a un fashion: la boina era algo así como el antisombrero con voilette de la esposa sometida, un emblema de obrero que sale temprano a pescar el bus que lo llevará a la fábrica, de pintor de atelier sin calefacción (de donde se creía que salían las grandes obras) y el color negro en la vestimenta evocaba la noche de la clandestinidad y del sexo (se ignoraba que también el hábito sacerdotal y la Biblia del misionero). La conversación exhaustiva permitía la creencia de que podía vivírselo todo y decir la verdad: estar con los condenados de la tierra y comiéndose unas lentejas en un sótano sin ventanas. Los hombres tenían un paradigma de lo odioso: “el ingeniero”, que en las obras de Sartre representaba al burgués, a la mala fe, el sistema. Las mujeres, a la “buena burguesita”; para apartarse de serlo era preciso considerar el himen una especie en extinción. Una performance muy aplaudida pero sólo para audaces era atravesarse la palma de la mano por aburrimiento como la Ivich de Los caminos de la libertad. Se amaba en triángulos que podían convertirse en cuadriláteros. Se pensaba los unos contra los otros pero siempre con ese matiz formal. (Toda filosofía debe tener quien la vista). Por supuesto que había gente seria que trabajaba: Juan José Sebreli, Oscar Massotta, Carlos Correa, David Viñas, intelectuales que leían, dialogaban y hasta disentían con el matrimonio laico de Sartre y Simone de Beauvoir. Si El segundo sexo se fue convirtiendo, poco a poco, en el secreto de muchas, las autobiografías de Simone de Beauvoir (Memorias de una joven formal, La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas y Final de cuentas) permitían una lectura paradójica de la propia vida: al mismo tiempo como una elección y como una profecía. Pero también funcionaban como un recuerdo encubridor, una novela de iniciación en la libertad cuyos capítulos suelen retocarse de acuerdo con la experiencia vivida, unos títulos en una marquesina de la memoria, pero también a la manera de una amnesia que, al parecer, se ha vuelto fecunda para explicar hoy quién se es como feminista. Por eso cuando la antropóloga Mónica Tarducci tituló su ponencia ¿Pero lo leíste en los cincuenta, o más adelante? Memorias de la primera edición argentina de ‘El segundo sexo’ dudó sobre si no tenía que haberlo titulado Las desventuras cronológicas. Y no sólo porque le costó descubrir que había una edición anterior a la realizada por la editorial Siglo XX en 1962: la de Psique de 1954. Entonces pudo ubicar un aviso publicitario de El segundo sexo adonde se anunciaba: “La obra capital de Simone de Beauvoir y uno de los libros capitales de nuestro tiempo. Dos tomos. 1000 pág.”. ¿Pero y las críticas? “Tanto La Prensa como La Nación se ocupan en esos días de un mundo posbélico –expone Tarducci–, donde los conflictos Este-Oeste tensaban el panorama internacional: grandes discusiones sobre desarme-rearme, preocupación por las armas atómicas, las consecuencias de la ocupación de Palestina, la situación de la India. En las noticias nacionales están sobredimensionadas las que tienen relación con las actividades militares y es casi inexistente la actividad política partidaria, salvo la oficial. Las películas argentinas en cartelera son varias y para marzo de 1955 Cuando los duendes cazan perdices lleva 8 semanas de exhibición. Doris Day nos sonríe desde la pantalla junto a películas musicales y El manto sagrado inaugura el cinemascope”. Tarducci entrevistó a trece mujeres que habían leído El segundo sexo en la década del cincuenta. Algunas pertenecían a clases privilegiadas y cercanas a Sur, a otras el libro se lo habían dado conocedores que les veían el pedigrí feminista, muchas lo habían recibido en el contexto de la izquierda, en donde, sin embargo, se leía de a dos o tres chicas sotto voce, otras, habiéndose fascinado por Sartre, se dignaron a interesarse por “la Sartresa”. La mayoría mezclaba sus recuerdos con la atmósfera de los sesenta, alguna hasta se dispara hasta la evocación del Instituto Di Tella que en los cincuenta no existía. Otras le atribuyen el sentido de una rebelión posterior o lo reinterpretan sin volver a leerlo. En todas habría quedado, define Tarducci, como “una latencia, un prepararse para los sesenta, lo que en algunos casos significó poder dar el gran salto hacia el feminismo de los setenta”. Luego de sus entrevistas con feministas históricas como Safina Newbery, Sara Torres o María Elena Oddone, Mabel Belucci hizo deducciones semejantes: “Muchas de las feministas históricas se sienten interpeladas por ese texto inaugural pero de manera personal. Aún no están dadas las condiciones objetivas para la reconfiguración de una narrativa emancipatoria de mujeres, no sólo en nuestro país sino en las sociedades centrales. Este es un dato fundamental para entender por qué El segundo sexo no tomó auge en la Argentina en los finales del peronismo. Habrá que esperar el arribo del Women’s Lib para que se convirtiera en una lectura colectiva”. En todo caso las secuelas han sido por lo menos heterogéneas: El segundo sexo instó a Silvina Bullrich –que la tradujo incansablemente– a una interpretación pragmática y burguesa que la llevó a promover en sus obras la independencia sexual y la voracidad profesional (¿un toque de Françoise Sagan en ese look?). Alentó a Beatriz Guido a imitar en su vínculo con Leopoldo Torre Nilsson una unión místico-intelectual y, en sus novelas, el sello del compromiso político. En las entrevistas realizadas por Marcela Nari aparece una y otra vez la expresión “me abrió los ojos”, pero también que la subordinación femenina había sido elaborada como un problema para las otras. Y su síntesis es ajustada cuando concluye que esas lecturas “a solas”, a las que se dio sentido más tarde, tuvieron como efecto “el peso que la obra colocaba en la responsabilidad individual, el voluntarismo solitario y en el lugar de vanguardia de algunas mujeres frente a las otras”.

Simone fin de siglo
Las Jornadas de Homenaje a Simone de Beauvoir tuvieron, aun enmarcadas en el ámbito académico, ese tono de “cosa nostra” y de la misma emoción con que El segundo sexo funcionó durante varias décadas como contraseña para llegar a ser otra mujer diferente de la que se ha sido al nacer. Faltó quizás el análisis de la ética del amor y de la amistad en la que la práctica de Sartre y Simone de Beauvoir fue tan fecunda, urgente en momentos en que el modelo neoconservador invita a la monogamia, a la vuelta a casa de la “estresada” mujer independiente y a las pasiones de segunda que se obtienen cuando se vive como destino lo que el existencialismo, con todas sus falacias, nombró cómodamente como elección. Porque aunque el libro tenga esa rara cualidad de no impulsarnos a otras mujeres, sino de desafiarnos a constituirnos en una excepción, es el pilar de una tradición, aún a reconstruir, como esa civilización miceno-minoica que Freud vislumbraba debajo de las ruinas de Grecia (y que según la lectura desafiante de la psicoanalista Sarah Kofman no era lo superado o perdido sino que formaba parte de ésta). El segundo sexo señala un momento tan importante como cuando escritoras como Hilda Dolitle, Natalie Barney y Renée Vivien reinterpretaron los fragmentos de Safo exhumados en el siglo XlX. Por eso es deseable que las mujeres de las nuevas generaciones lo lean, no necesariamente para encontrar una genealogía a la manera feminista, ni como quien lleva a cabo una liquidación que salda una deuda, sino en el sentido de contar con un eslabón más que garantice una continuidad. No hay pos Segundo sexo y ¡mala suerte! tenía que ser un hombre el que lo dijera: “En los setenta El segundo sexo ya era viejo –describió Juan José Sebreli–. Se lo concebía como un libro del siglo XlX, era el Antiguo Testamento. Para mí sigue siendo el libro teórico más completo, aunque tiene ciertas cosas que han envejecido, ninguno posterior es tan abarcativo, por eso es preciso reconocer una deuda con Simone de Beauvoir”.