Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira
 

La señora de las noticias

Mónica Cahen D’Anvers destila alcurnia y buen apellido, pero a lo largo de más de treinta años de trayectoria en el periodismo televisivo consiguió barrer de su imagen todo indicio de señora bien, y transmite, en cambio, sentido común y sencillez. Su eterna melena corta y su cara sin señales de quirófano son otros de los datos que la caracterizan como una mujer que no pretende mostrar algo distinto de lo que es.

Por Moira Soto

Tampoco es que ella se haga la doña Rosa, pero sin duda hay algo de vecina campechana y accesible, sensata y atenta, que hace que sus comentarios en “Telenoche” resulten siempre cercanos, casi una conversación de igual a igual con los televidentes. Además, claro, del diálogo que mantiene con César Mascetti, su compañero de todo momento desde hace veinte años. Mónica Cahen D’Anvers ha vuelto a su apellido original, aunque para todo el mundo es Mónica a secas. O Mónica y César, una firma conjunta en el noticiero más visto y premiado de la TV, y también en la producción de cítricos y duraznos (“hechos con amor”, se lee en los correspondientes cajones) allá en la chacra de San Pedro hacia donde la pareja parte indefectiblemente todos los fines de semana.
Desde el living de su preciosa casa de San Telmo –un edificio de 1836 confortablemente reciclado–, entre un cigarrillo y un café, escuetos pantalones grises y suéter azul, Mónica ríe al contar que ya tuvo su clase de computación del día “como chica de colegio” (“un mundo fascinante para descubrir a los 64, era hora: en el 2000 cumplo 40 con la televisión”). Sobre la mesa blanca un poco cuarteada hay azaleas y jazmines, y apoyado contra la pared un cartel de La Campiña. Es el nombre de la chacra que empezó a tomar forma hace diez años, el lugar donde Mónica redescubrió el amor por el campo que no pudo desarrollar del todo cuando era chica y no la dejaban hacer “las cosas divertidas de varones”. Confiesa que un día, regando la tierra agrietada en San Pedro, se escuchó decir “qué poco te queremos”, y ahí nomás se estableció una conexión muy fuerte y entrañable.
A ella no le gustan las tareas domésticas (“sobre todo odio limpiar”), salvo las que tengan que ver con la jardinería y la decoración. También le divierte cocinar en la casa de campo, “que no es Versailles ni nada que se le parezca, cómoda pero nada paqueta”. La empresa productora de fruta la quiere “chiquita y personalizada, ni soñamos con jugar a Pindapoy”. Incluso Mónica se identifica con la Diane Keaton de Baby Boom en su deseo de hacer dulces caseros en pequeña escala. Por el momento, mientras custodia el crecimiento y multiplicación de las rosas, prepara un potrerito para tener un par de caballos y fantasea con una vaca lechera (“no puede ser que no hagamos dulce de leche fresco”). Por el momento, no hay en la chacra otros animales que varios perros a los que adora y gallinas picoteando al sol para los huevos con gusto a campo.
De actriz a periodista
–En épocas en que ex modelos y ex actrices –a veces no del todo ex– devenidas conductoras y periodistas se fruncen todas por parecer finas y distinguidas, usted que tendría antecedentes –incluso títulos nobiliarios– para ser la dama, al decir de Landrú, más bienuda de la TV, aparece como la más campechana y espontánea...
–Si esa descripción implica alguna virtud, no se trata de una virtud conquistada por mí: yo soy así. Siempre fui así. La vieja era así, toda la familia Láinez era así. Yo lo mamé, lo tengo adentro. Sandra (Mihanovich) es igual a mí.
–¿Nunca tuvo tics de Barrio Norte, de chica bien de colegio de monjas clasistas?
–Por suerte, creo que nunca se me pegó nada. No fui a colegio de monjas sino al Northlands, que en esa época era mucho más chico de lo que es ahora. Lo había creado una mujer sensacional para los hijos de los trabajadores de los ferrocarriles ingleses, y antes de morirse fundó una sociedad de padres para que fuera una institución sin fines de lucro, la ganancia se invirtiera en el colegio y se otorgaran determinadas becas anuales. Un punto de vista que siempre me pareció muy abierto y generoso.
–¿No había demasiada tilinguería por ese entonces?
–No la había. No sé cómo están las cosas hoy, ha habido tantos cambios... Quizá sea la diferencia de edad, pero ahora veo una tilinguería que no se puede creer. Puede que existiera en mi época y yo no le daba bola. Siempre ha habido presumidos, gente que se la cree.
Sin embargo, temas como el lenguaje de clan, la pilcha aceptada, cosas bien y mal vistas tenían mucha vigencia. Había un adjetivo que definía lo cursi, de mal gusto...
–Cache... Sí, esta palabra era de mis tiempos. Creo que ahora dicen mersa, grasa, kitsch, no sé qué cuernos. En aquella época funcionaba el quién es, hoy el qué parecés. Esto está globalizado, es un momento terriblemente materialista. Muy triste y preocupante para mí. En nuestro país han ocurrido hechos gravísimos, pero lo peor de todo me parece la impunidad.
¿Su corazón estuvo dividido desde el vamos entre la actuación y el periodismo televisivo?
–Empezó en el ‘60, con “La Justa del Saber”, no sé si le suena: canal 7, Julio Bringuer Ayala. Preguntas para chicos que venían de todo el país con sus delantales blancos... Cuando empezó el Canal 13 estuve en un programa de entretenimientos. Sin embargo, a pesar de que en la familia hubo periodistas –como mi bisabuelo Manuel Láinez, fundador de El Diario– y escritores –Manuchito (Mujica Lainez), primo hermano de mamá–, la vocación periodística no fue lo primero que apareció en mí. En un momento dado, me ofrecieron hacer televisión, me atrajo la idea y acepté. Pero la verdad es que toda mi vida hasta entonces había querido ser actriz, una profesión por esas fechas considerada mala palabra. Me acuerdo de discusiones con mi viejo en las que él sostenía que era librepensador. Y cuando llegaba el momento de probarlo, de librepensador no tenía nada, sobre todo si se trataba de las mujeres de la familia. Así que, después de casarme como se esperaba de mí, tener a Sandra y a Vane y llevarlos al jardín de infantes, volví a la carga. Iván Mihanovich, mi primer marido, venía de una familia de artistas y le pareció muy bien que empezara a estudiar con Carlos Gandolfo. Después hice dos teleteatros: “Cuatro hombres para Eva” y “El amor tiene cara de mujer”. Alguien del 13 me vio, y apareció el ofrecimiento de hacer “Telenoche”, en el ‘65. En ese momento no había escuelas de periodismo y aprendí sobre la marcha.
–¿Ahí fue cuando la atacó el virus del periodismo para siempre?
–Sí, me picó el bichito de una manera impresionante y duradera, ya van para 34 años. A menudo me han preguntado si no lamento haber dejado mi carrera de actriz, si no la retomaría: no, ni mamada...
¿Valió la pena la corta experiencia en esa profesión?
–Fue divertido hacer teleteatros, pero yo quería ser actriz en serio, ir a la Royal Academy of Dramatic Art, en Londres. Ahí me salió la paquetería ¿vio? La dirigía nada menos que Laurence Olivier, lo que se dice apuntar alto.
–¿De manera que en estos momentos podría estar haciendo a Lady Macbeth en el San Martín?
–(Risas.) Sí, ¿qué tal? Lo que nos perdimos ¿eh?...

Pero hay una melena
Si algo distingue a su carrera a través de largos años es la estabilidad y la credibilidad, lejos de reality shows y otras formas del sensacionalismo. ¿Se planteó desde el vamos una conducta a seguir?
–Yo estoy feliz y agradecida con mi carrera, con mi permanencia. He tenido mucha suerte. Creo que es maravilloso ganarse la vida con lo que te gusta. ¿A cuánta gente le pasa lo mismo? La mayoría tiene que arreglarse con lo que venga, y en esta época ni hablemos. Soy una privilegiada, más allá de los logros económicos, al poder hacer algo con pasión, con calentura. Si he tenido una conducta, ha sido tratando de no traicionarme nunca.
Y todos estos años fiel a un aspecto físico que se ha convertido en una especie de clásico inalterable: nunca siguiendo la moda al pie de la letra, nunca ropa llamativa o bijouterie brillosa. Vinieron los pelos largos, cortos, enrulados, batidos, y usted leal a su melenita si no de oro, al menos castaña y siempre tan oronda... ¿Jamás nos va a sorprender?
–Todavía no sé si mi aspecto no es un plomazo extraordinario. Cada tanto me pregunto: Mónica, ¿no sería tiempo de tomar medidas, hacer algo extraño? Tendría que animarme, quizá. No puedo decir que haya premeditado esta imagen: salió así, yo soy así. Recién casi no me gustó oír decir eso de que no voy a sorprender nunca... Por otra parte, no es para justificarme, pero debo señalar que al hacer “Telenoche”, esta imagen mía se adapta a un estilo general de sobriedad. Me doy cuenta de cómo me desestructuro cuando hago en cable, por TN, el programa semanal “Al pan, pan”, donde con los invitados tomamos un vaso de vino y comemos una nuez.
¿Pero siempre con la melenita bien cepillada?
–Es cierto: siempre con la melenita. Me voy a tener que rapar, algo tendré que hacer...
Bueno, no se deprima. A lo mejor lo suyo es ir contra la corriente con el peinado: mientras todo el mundo cambia de corte, de color, se pone extensiones y demás, la cabeza de Mónica es lo único seguro y reconocible.
–Sí, está muy bien como consuelo, pero no evitará que cada tanto le diga a Mario, mi peluquero, que piense en algún cambio para no seguir con el mismo pelo. A veces un poco más enrulado, que es como lo tengo naturalmente, igual que Sandra. En verano, cuando salgo de la pileta, soy puro rulo. Pero para la tele sería un look demasiado pendex y yo, será de acomplejada, pero no quiero dar la sensación de que me estoy tratando de hacer la nena.
¿Nunca se inventó un personaje para la tele?
–Para nada. Soy así: en mi casa, en el canal, en el campo. Después de tantos años sería imposible: si se hace un personaje, se muestra la hilacha. Creo que César y yo funcionamos porque no inventamos nada, no fingimos otra cosa, no estamos representando ninguna comedia.
Otra cosa que la singulariza es su resistencia a la cirugía plástica en un ambiente donde los liftings, labios colagenados, pechos siliconados y liposucciones están a la orden del día. Es decir, esta idea suya de que la historia escrita en su cara no la quiere borrar.
–En realidad, eso es lo que me dice César, tengo mucho respaldo de su parte en ese sentido. Es innegable, nos toca a todos envejecer, y creo que hay que tratar de envejecer lo mejor posible. Tengo el privilegio de ser una mujer verdaderamente feliz. Creo que eso se nota en los ojos, en la expresión. Nunca me quise hacer un lifting ni ningún otro retoque. No querría terminar como Goldie Hawn en El club de las divorciadas, con la boca como un neumático, pidiendo más colágeno... César dice que si he tardado 64 años en fabricar esta cara, por qué va a venir un señor con un bisturí y me va a convertir en otra persona que quizás él no reconozca.
El haber encontrado una imagen con la que se identifica y el aceptar el paso de los años, ¿está relacionado con esa falta de ansiedad y de énfasis, esa suerte de relax que irradia como conductora?
–Puede ser que tenga que ver con no querer vender ni aparentar lo que no soy. Acá estoy: si les gusta, bien, y si no, mala suerte. Creo que esta actitud puede resultar relajante también para las personas que miran ¿no?. Porque la mayoría de las cirugías provocan esa cara de sorpresa, de estupor total, como de vacío. Cuando veo caras así la tentación que pude haber tenido de operarme se esfuma por completo. Creo que la mayor presión viene del medio, no del público.

Un bicho de la tele
–¿Se siente idealizada por los televidentes a pesar de cultivar la naturalidad y la sencillez?
–Eso es algo característico de la televisión. Las cartas que recibo y las personas que me esperan en la puerta del canal, me demuestran que una parte del público cree que una es una mezcla de la Madre Teresa con Evita y Florence Nightingale. Te van agregando virtudes que no tenés, y otorgándote una omnipotencia casi milagrosa. Es aterrador. Y una se siente muy mal cuando comprueba lo poco que puede hacer, por más dispuesta que se esté a dar una mano.
¿Cuál es su participación en el armado de “Telenoche”?
–Tenemos reuniones al mediodía a las que vienen todos, productores y periodistas, César y yo. Es realmente un congreso abierto, todo el mundo da su opinión, hay mucho intercambio, mucha horizontalidad. La idea más piola puede venir del último orejón del tarro. Luego, a las cinco de la tarde, vemos con César lo que vamos a presentar, de qué manera, si surgieron novedades. Somos muy distintos y muy parecidos. Tenemos ideas básicas coincidentes sobre lo que está bien y lo que está mal, lo que nos importa y lo que no. Nuestros modos de ser son diferentes: yo tengo un motor, un cuete en el traste, soy atolondrada, hablo más rápido de lo que pienso y puedo meter la pata. César es el ancla. Como habría dicho mi abuelo, tiene aires lacustres, tranquilo. Es un buen balance. Yo como que lo pincho, y él que me ataja. Además de quererlo, lo respeto mucho como periodista. A veces se enoja conmigo porque no hago los deberes: cuando estoy con un tema, me dejo llevar por el cuore, la sensibilidad, la intuición. Felizmente, no cometo demasiados errores. Pero a veces debería tomarme más tiempo para informarme.
–¿Es quizás una actitud típica de una hija de la televisión, ciento por ciento?
–No hay nada que hacer: soy un bicho de la televisión, a lo sumo me preparo machetes. Esto viene de la época en que los conductores éramos todo terreno. Yo llegaba al canal a las 8.30, hacía la primera nota a las 9, llegaba de vuelta a las siete de la tarde, me ataba el pelo con una gomita y conducía “Telenoche”. O sea que hacíamos todo. Me decían sobre el pucho: Mónica, hoy llega Fulano a Ezeiza. Y yo me informaba como podía durante el viaje, no había celulares. En esa época, ibas al toro, deducías, rogaban para que el teléfono público funcionara... Claro, una va adquiriendo reflejos sobre la marcha. Por eso le tengo tanto respeto a la gráfica, porque se trabaja de otra manera y eso te moldea. Ahora por suerte hay tantos recursos... Pensar que fui a cubrir el primer viaje tripulado a la luna en el ’69, y mi primera nota la mandé por avión.
En un caso como el del terrible accidente de LAPA, ¿es muy complicado establecer límites entre periodismo informativo, de denuncia pero sin regodeo en lo macabro, y lo que es amarillismo y explotación del sufrimiento ajeno?
–Es difícil a veces marcar el límite justo. ¿Cuándo algo deja de ser información y empieza a ser morbo? Porque el problema es que todos estamos expuestos, todos en mayor o menor medida en algún momento nos enganchamos con el morbo, para qué negarlo. Creo que hay que tratar, con toda honestidad, de discernir el punto en que la información deja de ser necesaria, útil, conducente.
Hace muchos años, al escuchar por primera vez la canción de los Beatles “Cuando tenga 64”, ¿se veía a esta edad y enamorada?
–Ay, me había olvidado de esa canción. (Mónica se pone a canturrear.) When I get older losing my hair... En esa época no proyectaba el tema de la vejez hacia el futuro. Y sí, se puede estar enamorada a los 64, por fortuna. Se puede compartir, que para mí es la definición más sintética del amor. Yo espero tener ilusiones hasta que me entierren.