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UN TERAPEUTA DE LA ASOCIACION DE GRUPOS ANALIZA EL CONOCIDO PROGRAMA DE LA TELE
Purapinta y Fallutelli también eran vulnerables

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“El argumento parece escrito por alguien que no tiene la
menor idea de la psicología de los personajes ni de lo
que es un grupo terapéutico. El resultado es desconcertante.”

Por Marcos Bernard *

Los personajes del programa de televisión “Vulnerables” tienen en común su participación en un “grupo terapéutico”, coordinado por un “excelente psicoanalista”, según opinión de uno de sus maestros en la ficción; episodios de sus respectivas vidas alternan con escenas de sesión grupal. Los artistas son realmente buenos, algunos descollantes, como Alfredo Casero o Inés Estévez. Pero el argumento parece escrito por alguien que conoce el lenguaje de la TV, pero no tiene la menor idea de la psicología de los personajes que crea; no ya desde el punto de vista psicoanalítico –después de todo, no es su métier–, sino desde una mínima perspectiva humana.
En cuanto al grupo psicoanalítico, foco de la historia, aquí sí hubiera sido necesario algún tipo de asesoramiento técnico. Como dije, el autor no tiene por qué ser psicoanalista, pero si se propone escribir de eso, alguna idea debería tener de lo que es un grupo terapéutico. Y el resultado final es desconcertante: ¿a dónde va la historia, cuál es su sentido? ¿Qué se propone el autor?
Tal vez una escena pueda darnos alguna clave. Roberto (Alfredo Casero) ha ido a visitar a su amigo travesti y le pide que le permita observar su trabajo con algún cliente. Escondido detrás de un biombo, espía toda la escena con pasión. La cámara alterna entre enfoques de la pareja homosexual y primeros planos de los ojos del espión, que no pierde detalle. ¿Son los ojos de este protagonista representantes de los de todos los espectadores de la serie? ¿Terminamos todos transformados en voyeuristas de la escena que contempla Roberto? Desde nuestra posición, y en tanto nos confundimos con la escena del programa, sería una ménage à quatre.
Pero, ¿qué es lo que se nos está ofreciendo? Manifiestamente, un programa “serio”, que encara con “altura y madurez” problemas contemporáneos: la homosexualidad, el travestismo, la drogadicción, la frustración sexual, el incesto, el sometimiento masoquista. Si observamos con atención, más que una lista de patologías parece un repertorio de pecados capitales.
Y es aquí donde podemos empezar el cuestionamiento. Enrique PichonRivière decía que acostumbraba no ejemplificar sus clases de psicopatología con material clínico real: problemas de ética y de didáctica se lo impedían. Había inventado un buen recurso alternativo: creaba un personaje, que, con humor, llamaba “Abstractus”, al que atribuía todos los rasgos del problema patológico que intentaba ejemplificar. Para él y para sus alumnos esta ficción estaba explícita: no había engaños. Ese paciente obsesivo, por ejemplo, tenía absolutamente todos los rasgos de la obsesividad; podría haberse hecho de él un molde de platino iridiado, para ser enviado al Museo de Pesas y Medidas de París, tal como se hizo en su momento con el metro. Sería así el “obsesivo patrón”, medida de todos los rasgos obsesivos que el alumno fuera a encontrar, de allí en más, en el ejercicio de su profesión. Desde el punto de vista didáctico, impecable, siempre que el alumno no olvidara que en la vida real las cosas no suceden nunca de esa manera y que un ser humano es algo muy complejo, que desborda cualquier intento de clasificación.
Los pacientes de este grupo, en cambio, no son seres humanos. Son “abstractus”, prototipos, modelos, que no pueden dejar de ejercer constantemente su particularidad. En la década del 50, algunas revistas publicaban historietas sobre ciertos personajes característicos de la fauna porteña: Fallutelli, Purapinta, Bólido, Pochita Morfoni, Fúlmine. Cada uno de ellos podía reconocerse, en su rasgo específico, ya desde su mismo nombre, y las tiras que protagonizaban reiteraban infinitamente la puesta en acto de su emblema. Lo mismo pasa aquí: el personaje drogadicto aspira su cocaína varias veces por episodio, la tía seduce sin cesar (y”sin darse cuenta”) a su entusiasmado sobrino, el pusilánime es patoteado todo el tiempo por su novia policía, con o sin exhibición del arma de la repartición. El Gordo, por su parte, no deja de mirar a sus travestis, a veces hasta con un largavista. Estos pacientes no se desgarran en las contradicciones de sus impulsos y normas, sino en el caos infernal de la incoherencia del libreto.
Algo con respecto al psicoanalista, en la ficción “Doctor Segura”. No es el primer grupo que coordina, dice: el anterior se disolvió por el suicidio de uno de sus integrantes, producido porque él (analista) “intentó habilitar el amor entre dos pacientes” (¿hizo de Celestina?). Organiza este nuevo grupo porque tiene que superar el trauma que le dejó no haber podido evitar lo sucedido: se reprocha “haber fallado”. No parece preocupado por la suerte de su ex paciente, sino porque “no tolera el fracaso personal”, problema que cualquiera del gremio podría diagnosticar como trauma narcisista. Va a “utilizar” (palabra fea si la hay en esta profesión, usada con esta acepción) a sus nuevos pacientes para remontar su problema personal. No se trata de una sublimación, lo que sería legítimo, sino de implementar una contrafobia... Pero no es cuestión de aburrir a los lectores con problemas tan técnicos.
Los psicoanalistas trabajamos con la transferencia, lo que quiere decir que prestamos atención a lo que los pacientes hacen y dicen en la sesión; en el caso de un grupo, entre ellos y con el analista. Allí repiten, dramatizan o actúan sus conflictos, y el analista entrenado puede tener una imagen de primera mano sobre sus fantasías y problemas. El doctor Segura no procede de esta manera: permanentemente exhorta a sus pacientes para que digan “la verdad”, “se larguen”, expresen sus sentimientos, se abran, como si un paciente no estuviera dando en todo momento lo que el analista necesita para comprender su situación.
Esto no quiere decir, por supuesto, que el analista sepa todo desde un comienzo, sino que su trabajo es comprender aquello que el paciente le está mostrando, aun cuando manifiestamente no le cuente nada: en este caso el material es la renuencia a contar, más que la naturaleza de lo que está específicamente ocultando. En “Vulnerables” se puede comprobar cómo, en las distintas secuencias, algunos de los pacientes engañan alevosamente al coordinador y a sus compañeros. Como la consigna es “contar” (lo repiten hasta los mismos pacientes), este engaño es inevitable: todo pasa por el desfiladero de lo manifiesto, y allí cada uno puede controlar lo que dice... y lo que calla.
¿Qué tiene que ver esto con la riquísima experiencia vivencial de un grupo terapéutico analítico, con la emoción que siente un sujeto cuando es contenido y comprendido por los otros en su sufrimiento, con compartir fantasías y emociones, con tener la posibilidad de probar nuevas alternativas de vida dentro de un contexto de continencia y cuidado, de conocer al otro y conocerse a sí mismo?: nada.
A modo de conclusión: un sujeto adulto puede elegir lo que se le ocurra, si no vulnera la ley y los derechos de sus semejantes. Puede elegir sus preferencias sexuales, la literatura que va a consumir y los programas que va a ver por televisión. Lo que no es correcto, es que, envuelto en el excipiente de un programa “serio” y “adulto”, le ofrezcan un producto trucho: la obscenidad de ciertas escenas no tiene nada que ver con el planteo de la problemática homosexual; ni la macchietta del “drogadicto”, con la de la droga; ni la madre que sostiene un permanente vaso de whisky en la mano con la indefensión y abandono afectivo de ella y de su hijo; ni el padre malvado, que “curte” la droga con su hijo, aspirándola con un billete de 100 dólares, con la de “los niños ricos que están tristes”. Ni eso que hacen en conjunto, con un grupo terapéutico.
* Director científico del departamento de grupos de la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo.

 


 

EN EL 10 DE JUNIO, LOS COMBATIENTES DE MALVINAS
La guerra que sigue matando

Por Dalmiro M. Bustos *

Una multitud llenó la Plaza de Mayo al grito de: “¡Recuperamos las Malvinas!” Era el 2 de abril de 1982. Para “defender a la Patria” fueron allí 10.000 muchachos sin preparación militar. Los slogans escondían la verdadera intención de la Junta Militar de lavar la “guerra sucia” con una “guerra limpia”. Alrededor de 700 muchachos murieron en combate. No hay estadísticas sobre el número de discapacitados.
Pero la guerra siguió matando aun después de su fin aparente. Al regresar, algunos recibieron medallas, se los compensó con una pequeña pensión y a otra cosa. Como ocurrió ya en muchos casos, el grupo de pares fue el encargado de conservar la memoria activa. Los grupos de ex combatientes ayudaron y siguen haciéndolo. Sin embargo, entre 250 y 280 chicos se suicidaron desde el fin de la guerra. Hoy tendrían treinta y seis o treinta y siete años. ¿Por qué? ¿Quién armó su mano?
El primer caso del que tuve conocimiento ocurrió en setiembre de 1982: un ex combatiente se ahorcó “como consecuencia de una desilusión amorosa”. Se puede pensar que los veinte años se caracterizan por una tendencia a las soluciones drásticas. Todo parece absoluto y final. La pérdida de un amor puede ser la pérdida del Amor, para siempre. Puede ser. Pero a este suicidio siguieron otros, con motivos aparentes de distinta índole. Entonces debemos mirar cuál es el factor que los 250 o 280 muchachos tienen en común: la guerra y posguerra de las Malvinas.
Durante la guerra, el stress del campo de batalla no permitía asumir el miedo, el espanto, el desamparo: había que sobrevivir, sobreadaptarse para seguir adelante. Después, regreso sin gloria. La Madre Patria, que los mandó a pelear por ella, ¿dónde estaba? El general Leopoldo Fortunato Galtieri justificaba: “Total, murieron más personas en accidentes de tránsito que en las islas”. En los jóvenes quedaba el desamparo, la desorientación, la profunda desconfianza en una sociedad que los llevó a aquella descabellada aventura. Y, ante declaraciones como aquella de Galtieri, un profundo odio.
Odio y desamparo son dos componentes explosivos cuando se los combina. 280 muchachos eligieron que no valía la pena vivir. Muchos pudieron rehacer su proyecto agrupándose, pero otros sólo encontraron la salida final: el suicidio.
Desde un enfoque individual, el problema es psicológico. Yo mismo he trabajado terapéuticamente con muchos ex combatientes y sus familias. Pero más profundamente se trata de un problema psicosocial. Soy médico, psicodramatista y padre de un ex combatiente: desde los tres roles digo que es necesaria una acción conjunta que repare esa herida. Ahora no están Galtieri ni los usurpadores del poder. Si vivimos en una democracia, ese lugar es de todos para dar una respuesta de respeto, amparo, confirmación.
No es un consultorio psicológico el que ofrecerá las respuestas contundentes. Solo y aislado sirve sólo parcialmente. Los ex combatientes perdieron la fe en las instituciones productoras del engaño. La Plaza de Mayo que los empujó a la locura debería contener los brazos que les trasmitan: “Estamos aquí para juntos aprender de una herida que aún sangra”. Tal vez así puedan sentir que, todavía, optar por la vida tiene sentido. Cada chico que opta por la muerte representa una parte de nuestra propia vida, que decide que ésa es la única salida. Entonces, el propio país sería el que se suicida.

* Director del Instituto de Psicodrama “Jacob L. Moreno”. Padre de un ex combatiente de Malvinas

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