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Las lucha
de clases

Por DANIEL LINK

Venían de todas partes: de la zona norte del Gran Buenos Aires en sus autos importados, de los barrios porteños en subterráneo, caminando desde el sur. Llenaron Plaza de Mayo como nunca antes, en los últimos veinte años, se la vio. Sabían, les habían dicho, que en Plaza de Mayo iba a suceder algo que nunca antes había sucedido. Venían a ver un acontecimiento. Lo que no sabían es que eran ellos, la masa de público convocado por un Concierto de Campanas, el verdadero acontecimiento.

Por Diagonal Sur, unos jóvenes horadaban la multitud envueltos en una nube de marihuana, rumbo al Cabildo. Las familias allí aposentadas miraron mal esa invasión indisciplinada, pero callaron. Después de todo, la convocatoria era pluralista y democrática y la democracia es así: todo lo incluye, hasta la contradicción.

Pero llegaban a Plaza de Mayo (muchos niños, seguramente por primera vez), el espacio público con más historia y por lo tanto con más sentidos: ¿qué hacer? Contra toda recomendación y contra el sentido común, la gente eligió no caminar, no circular, sino asentarse en la plaza con todo lo que la imaginación popular asocia con un “concierto”. Sobre todo, la separación ilusoria entre auditorio y ejecutantes. La multitud miraba, fijamente, el carrillón de Diagonal Sur y Bolívar como esperando la aparición fantasmática de la Historia: Perón, Evita, los desaparecidos, quién sabe.

El concierto suscitó tres estados sucesivos en la multitud: la comunión, el duelo, el pánico. Los primeros acordes sumieron a la muchedumbre en un silencio extático. Estábamos todos y todos juntos: los jóvenes portadores de marihuana, los abuelos centenarios, las señoras finas de Barrio Norte, los homosexuales de Santa Fe y Pueyrredón, los intelectuales, los docentes, las vendedoras de la calle Florida, las parejitas del conurbano bonaerense, las chicas de Flores con sus senos como magnolias, los tullidos en muletas o sillas de ruedas. Las campanas, que tañían con la melancolía típica de toda campana, acentuada por los silencios marcados por el compositor, inmediatamente convocaron a los muertos. Fue entonces cuando supimos que estábamos de duelo y el silencio imponente de la Plaza de Mayo (repleta como nunca antes en los últimos veinte años) venía a convertirse en la oportunidad de interrogar a la Historia y a la Política por las razones de un luto tan largo como la cifra de desaparecidos. La letanía de Perlongher (“Hay cadáveres”) parecía el poema más adecuado para murmurar colectivamente.

Sobre la terraza de la sede del Gobierno de la Ciudad (en uno de cuyos balcones estaban De La Rúa, Darío Lopérfido, Tono Martínez, etc.) había percusionistas y expertos en fuegos de artificio. El concierto de campanas incluía también luz como recordatorio del sentido político del acto y el milagro de las abominables palomas de la plaza integradas (¡por una vez!), en su propio terror a las explosiones, a un contexto estético.

Pero los riesgos de articular la política y el goce extático del arte son muchos: inmediatamente la muchedumbre se transforma en masa y la masa en objeto de manipulación. Goebbels. El Gobierno de la Ciudad ardía en fuegos, brillaba como un palco imperial mientras la Casa Rosada, en la otra punta de la plaza, permanecía en sombras. Sobre el río, otros fuegos cerraban el círculo alrededor de un centro vacío: el Poder Ejecutivo de la Nación. Era la apoteosis de un régimen: el radicalismo no podía creer la fortuna que Tono Martínez (gestor de la idea desde su puesto en el ICI) le ponía en las manos.

Y fue, claro, el momento en el cual la comunión se disolvió y el duelo fue reemplazado por el pánico. En las escalinatas de la Catedral, detrás de las cámaras de TV y de Aníbal Ibarra (como un príncipe bello y vacuo que hubiera preferido una relación más cercana con sus súbditos), las señoras de la Acción Católica se peleaban con vecinos de otros barrios: “Qué horror, fuegos de artificio en un concierto”, decían. “Shhhh”, chistaban a una multitud que, como no alcanzaba a comprender los alcancesdel minimalismo sonoro al que se la sometía, empezaba a querer salir de la plaza.

Era el retorno de la lucha de clases, aplicada a la cultura y el arte. Los puntos de vista que la gente defendía eran no sólo extremadamente teóricos (qué es arte, qué no lo es) sino, de inmediato, de clase. Era claro que algunos habían ido por el arte puro (el concierto), otros por la tradición recuperada (los carrillones, las campanas de Europa que son el centro de las peregrinaciones turísticas católicas) y la mayoría, por qué no, por el espectáculo. Y como el espectáculo era mínimo, muchos empezaron a huir: descompuestos de calor, de indignación, de vacío, huían. Una multitud en pánico chocando contra las paredes de la Catedral, guiados por jóvenes tatuados que estaban trepados en los andamios laterales del edificio. Y tirando sus autos fabulosos contra los peatones que caminaban tranquilamente por la calle San Martín, rumbo a Retiro, la clase media acomodada de la Zona Norte, sus refrigeradas caras descompuestas por la decepción y el pánico de clase.

Argentina es eso: desaparecidos, duelos no resueltos, la nostalgia por una Europa definitivamente remota, el fantasma de Evita, el pánico clasista, el menemato en descomposición, la exaltación del radicalismo, el deseo de comunidad, la adhesión espontánea a una convocatoria gratuita, ciudadana, popular. Todo eso puesto en escena es mucho más que un concierto, es mucho más que la cultura como estrategia electoralista o como mercado. Cuando el arte hace visible (aunque sea involuntariamente) esas tensiones que constituyen la tradición cultural argentina, es arte de verdad, el instante irrepetible en el cual la Historia brilla en un momento de peligro.

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