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El lado oculto de la
almendra

POR DIEGO FISCHERMAN

Hubo un tiempo que fue hermoso, podría decirse, si no fuera por la cursilería. ¿Por qué? La respuesta ensayada por la caja de Almendra (cuatro CDs que agrupan sus dos álbumes y los simples editados en su momento por RCA Victor) es peligrosa. Allí hay sólo tres bonus tracks y en la elección del material descansa una ideología fatídica. Los “inéditos” son la voz de un técnico de grabación antes de “Gabinetes espaciales” y una curiosa remasterización de “Muchacha...” y “Ana no duerme” con ruido a púa. La reivindicación de esa época pasa, para los productores del primer box set de rock argentino, por un argumento pueril. La hermosura de esos tiempos tiene que ver, exclusivamente, con que éramos jóvenes. Y hasta el ruido a púa del Winco queda convertido en algo digno de ser apreciado (y cuya recuperación parece resultar deseable). La verdad es, por supuesto, otra.
En el reportaje publicado la semana pasada por Radar, Luis Alberto Spinetta decía: “Queríamos ser todo a la vez: Piazzolla, Los Beatles, los Doble Seis de París. Ibamos a escuchar jazz, nos gustaba el folklore de vanguardia, los sonidos electrónicos de Waldo de Los Ríos, Rovira, Mederos, un montón de música que no era el Club del Clan”. Y, también, contaba haber escuchado “La balsa” por televisión, en el programa de Mancera. Ese recuerdo encierra una pequeña crónica acerca de la circulación de cultura y de la formación del gusto a finales de los 60. Un adolescente curioso se formaba por su curiosidad. Y, a diferencia de las autopistas actuales (canales de cable, algunas FM más o menos direccionadas), en ese momento todo estaba en todos lados y al alcance de casi todos. Los Gatos cabían en el programa de Mancera, de la misma manera en que era posible escuchar a Stan Getz en la revista de Dringue, o ver a Almendra en un baile de carnaval de algún club de barrio o haciendo playback por televisión en “Sótano Beat”.
La vigencia actual de Almendra no tiene nada que ver con la nostalgia y lo que los hace buenos no es haber pertenecido al mundo idealizado de la adolescencia. Raphael, Gary Puckett and The Union Gap, The Tremeloes, Luis Aguilé, Peret, Gabriela Ferri, The Archies o Pintura Fresca también se escuchaban con ruido a púa, también formaron parte de la educación sentimental de la misma generación y, sin embargo, nadie se atrevería (creo) a propiciar sus resurrecciones. No. Simplemente, los 60 fueron una época más abierta, la cultura, con todas las limitaciones del caso, era más democrática que ahora, y la enciclopedia de un grupo de jóvenes que quisiera hacer música era muchísimo más amplia que la actual (y no sólo en Argentina). Los acompañamientos de guitarra en Los Beatles –y también en Almendra– remiten frecuentemente al jazz; grupos como Traffic, The Moody Blues, el primer Pink Floyd o Jethro Tull buscaban en otras músicas. O, en realidad, venían de ellas. En ese momento, los músicos de rock que andaban entre los 18 y los 25 años, no venían ni de hacer ni de escuchar rock por la sencilla razón de que el rock todavía no existía. Pasaba, entonces, que temas como “A estos hombres tristes” eran escuchados, sin ningún problema, como temas de rock. Treinta años después, en cambio, la misma canción podría ser descalificado, por algún epígono del rock fierita, como un tema de jazz. Porque el rock dejó de ser la música en la que cabían todas las músicas. Abandonó su lugar de gigantesco contenedor de culturas para ser el receptáculo tribal de un gusto que se forma a sí mismo. O, mejor, que forma la industria.
Los dos álbumes del grupo (el segundo de ellos doble) y los siete temas editados en simple y no incluidos en ellos marcan una trayectoria acelerada, como se estilaba en esa época de muchas ideas y originalidad voraz. En apenas dos años un grupo se armó, se consolidó, se deliró y se separó, terminando chiflado en BaRock cuando presentó en vivo “Rutas argentinas”. Pero en esta nueva edición que reparte en cuatro CDs lo que el mismo sello (en el proyecto anterior, realizado por Rafael Abud) ya había sacado a la venta en dos, lo que llama la atención es todo lo que no se dice. En el folleto se reproducen algunas noticias de época, extraídas en su mayoría de la revista Pin Up. No se menciona, sin embargo, hasta qué punto Almendra obedeció, también, a una operación de marketing. Las noticias son obvias gacetillas promocionales y eso explica por qué un grupo que aún no había grabado, al que escuchaba un público reducidísimo y cuyos recitales jamás merecieron menciones en los diarios, era considerado como “el mejor conjunto beat del momento”. Por qué se decía de un compositor del que se desconocía hasta el nombre (se lo menciona como “el capo del grupo, José Luis”) que “está destinado a ser una especie de prolífico Lennon argentino”. Almendra fue fabricado como fenómeno cuando aún no lo conocía casi nadie. La leyenda vino después. Y en esa leyenda se recuerda el ruido a púa y se olvida lo más importante: una música abierta, original, bien tocada y que tuvo la oportunidad de fundar un género nuevo en Argentina.

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