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La vida de Ravel

Retrato de hombre con bolero

Era un maniático de los juguetes mecánicos. Y su música funcionó siempre como un mecanismo de relojería. Los rumores sobre el hombre detrás del “Bolero” dibujan a Maurice Ravel como gay, cínico y sin demasiado que decir más allá de su obra. La vida de Ravel, el libro de Roger Nichols que por estos días distribuye Adriana Hidalgo Editora y del que Radar publica un fragmento, da vuelta el mito y reconstruye la vida del compositor a través de los testimonios de amigos, amantes y artistas, entre los que aparecen Stravinski, Éluard, Breton, Colette y la mismísima Victoria Ocampo.

POR ROGER NICHOLS

Manuel Rosenthal (amigo de Ravel): Innumerables leyendas se han acumulado en torno a la figura de Ravel; disparates como la afirmación de Alma Mahler, que dice haber visto su rostro maquillado... Quizás como una broma para provocarla, Ravel se puso una sombra de rouge en las mejillas. No lo sabemos. Como fuere, su vida sentimental era absolutamente modesta e infeliz. Paseábamos un día por el Boulevard d’Anteuil en silencio. Siendo joven yo nunca me atreví a iniciar la conversación con él. Luego de quince minutos, dijo: “Ya lo ve usted, un artista debe tener mucho cuidado cuando desea contraer matrimonio; un artista nunca comprende del todo su capacidad de hacer desdichado a quien convive con él. Se halla obsesionado por su obra creativa y por los problemas que ésta supone. Vive en cierto modo como un sonámbulo y esto no resulta gracioso para la mujer con quien convive. Uno siempre debe pensar en estas cosas cuando piensa en casarse”. A partir de ciertos comentarios que Ravel dejó escapar supe que una vez le había propuesto matrimonio a su gran amiga Hélène Jourdan-Morhange. Según me contó ella misma, le respondió con total sinceridad: “No, Maurice; te quiero muchísimo, pero sólo como amigo, y me resulta imposible considerar la posibilidad de casarme contigo”. Eso fue todo. Pero por eso puedo decir que le gustaban mucho las mujeres y se mostraba ante ellas cortés y afectuoso. La primera vez que sugirió encontrarnos en una gran brasserie, cerca del Porte Champerret, mostré cierta sorpresa ante la propuesta. Entonces, me dijo: “Ya verá, es muy lindo, hay muchas damas”. Lo que él llamaba “damas” eran en realidad prostitutas, y cuando llegamos allí para tomar un aperitivo vi a varias de esas damas haciéndole gestos amigables, como diciendo: “Bonjour, bonjour”. Consciente de su baja estatura y de su condición de artista, frecuentar prostitutas era una suerte de escape, que además refuta la insinuación que algunos han deslizado –sin ninguna prueba– acerca de su posible homosexualidad. Podría haber sido homosexual sin perjuicio de su genio musical; pero no lo era.
Hélène Jourdan-Morhange: Ravel estaba bastante sorprendido por el éxito masivo del Bolero. “Van a transformarlo en otro Madelon (la canción preferida de los soldados franceses en los últimos años de la Primera Guerra Mundial)”, decía muy enojado; intuía que el elemento obsesivo y sexual de la pieza era la causa de su enorme popularidad. Pero una anciana fue inmune al virus. Edouard, el hermano de Ravel, la vio, durante el estreno, hundida en su butaca gritando por encima de los aplausos: “¡Basura! ¡Basura!”. Cuando su hermano le contó el incidente, Ravel respondió: “¡Esa anciana entendió el mensaje!”.
Arthur Honegger (músico miembro del grupo Les Six): Ravel me dijo un día, con esa afectación seria y objetiva, propia de él: “Escribí sólo una obra maestra: el Bolero. Pero desgraciadamente no hay música en ella”.
Colette: Rouché me invitó a escribir el libreto para un ballet-fantasía que se representaría en la Opera. Cuando leyó L’Enfant et les sortilèges, me sugirió proponerle a Ravel que compusiese la música. Ravel aceptó. Se llevó mi libreto y no volvimos a tener noticias de él ni de L’Enfant. Luego estalló la guerra y sobrevino un silencio total. Me olvidé del proyecto. Cinco años después, el compositor y la obra terminada emergieron del silencio. Junto con las patillas y las camisas verdes, los años se habían llevado la soberbia de este hombre pequeño. La partitura de L’Enfant et les sortilèges es ahora famosa. ¿Cómo describir mi emoción cuando oí por primera vez el tambor que acompaña la procesión de los pastores? El jardín a la luz de la luna, el vuelo de las libélulas y los murciélagos... “¿No es gracioso?”, decía Ravel. Pero yo sentía un nudo de lágrimas que me oprimía la garganta.
Valentine Hugo (escenógrafa y diseñadora artística): Recuerdo un almuerzo que organizamos con Ravel en su casa de Montfort l’Amaury, en 1928. Yo me había comprometido a llevar a Victoria Ocampo, escritora y directora de la revista literaria Sur, editada en Buenos Aires. Éramos seis comensales; conversamos continuamente y disfrutamos una excelente comida. Pero, de repente, advertí que Victoria Ocampo no estaba en realidad con nosotros. ¿Qué pasaba? Para empezar, el plato principal tenía ajo, condimento al que ella no estaba acostumbrada. Además, había llegado a la casa del compositor, desbordante de admiración, dispuesta a prodigarle elogios acerca de su música; hacia el final de la comida, no habíamos hablado todavía sobre la música de Ravel y, en nuestra condición de amigos, no teníamos intención de hacerlo. Lo conocíamos bien: había días en que no quería hablar de música y, mucho menos, de la suya. Después del almuerzo, nos sentamos en la terraza, como le gustaba a Ravel. Aunque todos estábamos pasando un momento agradable, Victoria permanecía alejada y no se integraba a la diversión. Encontré la respuesta diez años después, cuando escribió un artículo en Sur a propósito de la muerte de Ravel. Obviamente, ella seguía adorando su música, pero el hombre la había desilusionado. Él, seguramente, la debió haber encontrado extraordinariamente intimidatoria.
Jules Renard (escritor): Una tarde, el señor Ravel, compositor de la música para mis Histoires naturelles, insistió en que fuera a escuchar sus canciones. Le expliqué cuán ignorante era yo en asuntos musicales y le pregunté qué podría agregar él a mis Histoires naturelles. “No tengo intención de agregarles nada –dijo– sino de interpretarlas.” “Pero, ¿cuál es la conexión?”, le pregunté. “Decir con música lo que usted dice con palabras cuando, por ejemplo, contempla un árbol. Pienso y siento en música y me gustaría pensar y sentir lo mismo que usted”, me contestó. “Hay una música del instinto y del sentimiento, que es la mía (debe aprenderse primero la técnica, por supuesto) y luego hay una música del intelecto, que es la de d’Indy. El hall estará repleto de d’Indys esta tarde. No aprueban la emoción porque no encuentran modo de explicarla. Yo pienso lo contrario.”

”Hay una música del instinto y del sentimiento, que es la mía (aunque debe aprenderse primero la técnica, por supuesto), y luego hay una música del intelecto. El motivo por el que no aprueban la emoción es porque no encuentran modo de explicarla. Yo pienso lo contrario.” MAURICE RAVEL

Manuel Rosenthal: Ravel estaba suscripto al periódico de Léon Blum, Le Populaire. Sus opiniones eran, como se diría hoy, izquierdistas; esto es, decididamente contrario a cualquier desigualdad social. Diré también que cuando los primeros refugiados de la Alemania hitleriana llegaron a París, los judíos tocaban el timbre de su casa en Montfort l’Amaury para pedirle ayuda sólo porque había compuesto los Chants hébraïques, aun cuando no corría en sus venas una gota de sangre judía. Y me enteré –no por él, desde luego, sino por su casera, Madame Revelot– que, considerando lo escaso de sus propios recursos, solía donarles cheques muy abultados.
Igor Stravinski: Durante la guerra condujo un camión o una ambulancia; yo lo admiré por esa acción porque, a su edad y siendo quién era, podría haber servido en un lugar menos riesgoso, o simplemente no haber participado. Aunque se veía bastante patético enfundado en el uniforme; era muy pequeño: medía alrededor de cinco centímetros menos que yo.
Francis Poulenc (miembro de Les Six): Stravinski y Ravel fueron muy amigos. En 1913, Ravel vivió durante un tiempo en casa de Stravinski en Suiza, mientras éste estaba reorquestando para Diaghilev los pasajes perdidos de la ópera de Mussorgski, Kovantchina. Luego hubo un distanciamiento entre ellos, que duró hasta la muerte de Ravel. Ravel era muy honesto consigo mismo e igualmente intransigente con los otros, y desde Les Noces en adelante dejó de gustarle la música de Stravinski: no le interesó Oedipus Rex o cosas por el estilo, de modo que no volvieron a verse nunca más.
Marguerite Long (pianista francesa que grabó composiciones de Ravel bajo sus órdenes): Si en el medio de las ovaciones más estentóreas Ravel parecía lejano, cuando estaba físicamente obligado a estar de pie y hacer una reverencia, no era en absoluto porque fuera indiferente a tales manifestaciones de admiración sino porque seguía oyendo atentamente su música. Su legendaria propensión a las ausencias no era deliberada. Olvidaba el equipaje, extraviaba el boleto de tren y el reloj y conservaba en su bolsillo no sólo su propia correspondencia sino también la mía. Recuerdo un día, en Praga, cuando quiso encontrar una clase de frasco, fabricado con un cristal especial, para regalárselo a la madre de uno de sus discípulos. Tenía un concierto esa misma noche, pero rastrilló la ciudad de punta a punta. Regresamos exhaustos, pero él se sentía feliz de haber encontrado el frasco. Varios meses después, en su casa, vi el paquete, intacto. Había olvidado entregárselo. Este tipo de olvidos, sus agudezas y su amor por las paradojas, sin duda, contribuían a la leyenda de su “insensibilidad”. Pero, pese a su apariencia, poseía una naturaleza que se sentía herida por el más ligero desdén. Solía decir: “No hace falta abrirse el pecho para demostrar que se tiene corazón”.
Valentine Hugo: En noviembre de 1933, André Breton y Paul Éluard me habían pedido que hiciese todo lo posible para convencer a Ravel de ir a las oficinas de la revista Minotaure para que Lotte Wolff tomara una impresión de sus manos. Querían usarla, junto con las de otros artistas, para ilustrar un artículo titulado “Revelaciones psíquicas de la mano”. Sabía que Ravel sufría alguna enfermedad que le había impedido trabajar durante varios meses, así que no estaba seguro de que viniera a París. Pero su hermano me dijo que aceptaba con gusto y preguntó si podía llevar a Maurice a mi estudio y dejármelo durante un par de horas; luego Maurice debía ir al Boulevard Delessert. Me pidió que no olvidara la dirección a donde Maurice debía ir porque, probablemente, él no podría recordarla. Ravel llegó a las tres y media, sonriente, alerta y feliz. Comenzamos a hablar sobre su proyecto de ópera con el tema de Jeanne d’Arc, de Delteil. Tiempo antes le había pedido a Jean Hugo que realizara el decorado y el vestuario cuando la obra fuera puesta en la Opera. Yo estaría a cargo del diseño del vestuario. Me contó su plan general, la cautivante historia de un niño de dieciocho años que tenía los pies en la tierra, pero la cabeza en las nubes. De pronto, dijo: “Valentine, nunca escribiré mi Jeanne d’Arc. Está en mi cabeza, puedo oírla, pero nunca la escribiré; es el final, ya no puedo escribir mi música”. Y trató de explicar, con una desesperación contenida, cómo era la espantosa sombra que encarcelaba sus ideas en la cabeza.
Más tarde, en el taxi, me confesó la emoción que sentía ante la perspectiva de encontrarse con Breton y Éluard. Lotte Wolff tomó cuidadosamente las impresiones de sus manos, pero cuando llegó el momento en que Ravel tenía que firmar y se le ofreció una lapicera, él retrocedió ligeramente y dijo: “No puedo firmar, mi hermano le enviará mi firma mañana”. Después se dirigió a mí y dijo: “Valentine, vámonos ya”. Me ofrecí a llevarlo, pero dijo: “No, Valentine, está bien. Me están esperando, suelen hacerlo”. Y agregó dócilmente: “Puede verme en este momento, pero pronto la miraré como si ya no la viera y sentirá que no puede verme más”. Finalmente vimos un taxi vacío. Le di al chofer la dirección y un montón de instrucciones. Dije: “Adiós, Ravel”, nos abrazamos, le sonreí, cerré la puerta y el taxi avanzó en la lluvia.
Igor Stravinski: Me parece que, cuando ingresó al hospital para su última operación, en diciembre de 1937, Ravel sabía que dormiría para siempre. Me dijo: “Pueden hacer lo que quieran con mi cráneo mientras el éter actúe”. Pero no actuó, y el pobre hombre sintió la incisión. No lo visité en el hospital y la última imagen que me queda de él fue en la funeraria. La parte superior de su cráneo se hallaba todavía vendada. Sus últimos años fueron muy crueles: fue perdiendo gradualmente la memoria y algunas de sus facultades para coordinar; era, además, bastante consciente de todo lo que ocurría. Gogol murió gritando y Diaghilev murió riendo (y cantando La Bohème, ópera que en verdad amaba tanto como cualquier otra música). Ravel murió de a poco. Es la peor forma de morir.

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