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Gila está bien y actúa en Barcelona

Retrato de hombre con teléfono

Hemingway le pagaba tragos para oírle contar cosas de la Guerra
Civil. Miguel Hernández compartió un calabozo con él, y se le aso-
maba sobre el hombro para ver qué dibujaba. En 1938 enfrentó un pelotón de fusilamiento, pero “lo fusilaron mal”. Con Franco vino el
exilio: la Argentina. Y, con Videla, la vuelta a España. Hoy tiene 80
años, pero sigue subiéndose a un escenario todas las noches, con el espartano decorado de una mesa y un teléfono, de cara a un público
que se sigue “poniendo” cada vez que el gran Gila disca su número.

POR RODRIGO FRESAN,
DESDE BARCELONA

La cuestión, dicen, fue más o menos así: en 1876, Alexander Graham Bell observó que, al hablar ante una fina capa de metal, ésta vibraba de forma similar a la voz. Al colocar esta membrana cerca de un electroimán, el flujo eléctrico reproducía lo dicho pudiendo ser transmitido por un cable. Bell entonces construyó los prototipos de dos aparatos pequeños basados en este sistema –uno para hablar y otro para escuchar–, envió a su ayudante Thomas Watson a una habitación contigua y transmitió mecánicamente la primera frase a través de los cables. “Señor Watson, venga, necesito que me ayude”, dijo Bell con el inconfundible tono pequeño-parlamento-para-un-hombre-gran-parlamentopara-la-humanidad.
Años más tarde la cuestión y la frase seguían siendo los mismos, por más que el hombre y el tono eran otros. “Que se ponga”, dijo alguna vez Miguel Gila por primera vez. Hace cincuenta años. “Que se ponga”, sigue diciendo cualquier noche de éstas junto a un teléfono que nunca le ha dado ocupado, de cara a un público que siempre se puso, cada vez que Gila marcó el número.

1 Suma y sigue es el nombre del espectáculo con el que Gila celebra su medio sigo de hablar por teléfono. Los martes y los miércoles por la noche, en Barcelona. El resto de la semana, Gila aparece aquí y allá a lo largo y ancho de España. En algún programa de televisión donde se lo recibe y se lo festeja con justicia como auténtico tesoro nacional, en otro teatro con los mismos y perfectos chistes de siempre. Otros teléfonos y otros ámbitos pero, siempre, el impecable tempo dramático y la capacidad singular de enhebrar una veintena de chistes a lo largo de la columna vertebral de un relato que no puede dejar de seguirse. Gila sale al escenario con sus ochenta años a cuestas y la verdad es que sorprende verlo en persona, del mismo modo que sorprende ver por primera vez uno de esos cuadros clásicos que uno está demasiado acostumbrado a encontrarse en las páginas satinadas de un libro caro. Pero, a diferencia de lo que ocurre con esas reproducciones que falsean el original durante años –y que, cuando conseguimos enfrentarnos a la cosa verdadera, hacen que por algún perverso motivo las extrañemos–, el Gila en carne y hueso es estrictamente fiel a su reflejo televisivo. O mejor: para quien lo vio por primera vez en una pantalla en blanco y negro, este Gila es en colores.

2 Gila es un stand-up comedian. Un comediante de pie. Como el médico brujo marca Neanderthal, como el bufón de Enrique VIII, como Jerry Seinfeld. Especie rara, no abunda. El comediante de pie es un humorista puro. Un tipo que trabaja solo. La abundante variante argentina –el contador de chistes de teatro de revistas– no le hace sombra y, en cierto modo, no es compatible. Es fácil contar culos tocando chistes. Lo más parecido a Gila que hemos sabido conseguir es Verdaguer. Pregunta: ¿dónde está Verdaguer? Otra pregunta acaso un tanto más incómoda: ¿quién fue el primero en llamar por teléfono a estadistas? ¿Gila o Tato Bores? Tal vez no importe. Tal vez sí. La idea de utilizar ese artefacto ominoso –en las telenovelas, en las salas de mando de la Guerra Fría– para hacer reír.

3 La escenografía de Suma y sigue es de una sencillez espartana: un perchero, una mesita, un teléfono. Viejo. Uno de esos artefactos negros y pesados a los que hay que clavarles un dedo en un movimiento circular para que funcionen. Un teléfono en serio. Por estos días –finalizado el monopolio de Telefónica de España–, la realidad ibérica está invadida de ofertas de pequeñas compañías, de tarifas reducidas, de infinidad de modelos de celulares, promocionados con la misma euforia con que en otros tiempos se publicitaban tónicos para el cabello o elixires para la eterna juventud. Misteriosamente, a ningún creativo publicitario amante del bydesign se le ocurrió la funcional obviedad de llamarlo a Gila para que promocione alguno de esos aparatitos que se llevan al oído para, dicen, plantar la semilla de Parkinson o Alzheimer. A Gila todo el asunto le tiene sin cuidado y, si llamaran, no atendería. “No me gustan los celulares. Ni en el escenario ni en la calle”, dice. Y la verdad que resulta raro imaginarse a Gila hablando por teléfono con un celular porque el humor de Gila no es portátil ni masivo, así como una historia de Gila contada por alguien que no sea él pierde toda la gracia. Hagan la prueba. Si Sinatra era La Voz, Gila es La Voz en el Teléfono.

4 Se apagan las luces y Gila sale al escenario vestido con uniforme de soldado y casco. Arrastra los pies. El rostro tiene algo de la jocosa tristeza de Buster Keaton, pero también es el rostro de quien ha hablado por teléfono demasiadas veces con la España negra y profunda. Es el rostro de alguien que ha visto demasiadas cosas terribles y se le han ocurrido demasiados chistes terribles al mismo tiempo. Si continuamos con las grandes referencias del humor, poco cuesta decir que Gila funciona como la perfecta mezcla de Groucho Marx con el Goya de Los Caprichos. La fascinación por lo terrible. La carcajada que no es más que una mueca que hace ruido. La guerra según Gila –en uno de sus más justamente célebres sketches– es, claro, la Guerra Civil Española. Un guerra pobre, poco sofisticada, terrible. Una guerra donde los paracaidistas “duran una vez porque no hay plata para paracaídas; donde se van a buscar las balas usadas para volver a usarlas y que nadie se quede sin su bala y sin morirse; donde ellos bombardean los lunes, miércoles y viernes, y nosotros los martes, jueves y sábados; y los domingos alquilamos los aviones a una agencia de viajes, para cubrir gastos”. La guerra sobre la que Ernest Hemingway le pedía información y recuerdos cuando invitó a Gila a bajarse un daiquiri detrás de otro en el legendario Chicote de Madrid. La guerra en la que Gila estuvo preso –sin saberlo hasta mucho más tarde– junto al poeta Miguel Hernández, quien se acercó al humorista mientras éste mataba el tiempo dibujando monstruosidades. Los dibujos de Gila que más tarde ocuparían las páginas de las legendarias revistas La Codorniz y Hermano Lobo. Dibujos donde, por ejemplo, aparece un soldado desdentado, con la barba de varios días, rodeado de ruinas y con una sonrisa tan feroz como inexplicable. En el dibujo –en el caos de escombros y brazos tirados por el piso– sobrevive una mesita en precario equilibrio. Sobre la mesita, claro, hay un teléfono. El soldado sostiene el auricular y dice: “Bueno, mami, te dejo, que tengo que seguir avanzando”.

5 Y Gila avanza. Avanza desde entonces. Desde que se vistió de soldado por primera vez para contar la guerra. El primer volumen de las memorias de Gila tienen un título genial: Y entonces nací yo (lo publicó, o reeditó, Temas de Hoy, pero es casi un martirio conseguirlo). Allí, Gila cuenta muchas, demasiadas cosas increíbles, a veces dedicando apenas un par de líneas al encuentro con un famoso para, páginas más adelante, dedicarle dos páginas enteras a una apología de las estaciones de tren con potencia y lirismo que no desentonarían en un cuento de John Cheever. Hay muchas estaciones en esas memorias. Una de ellas lo muestra, en los principios, muerto de hambre y con la audacia kamikaze de quien no tiene nada que perder. Gila recuerda que fue al teatro Fontalba, donde se representaba la función número quinientos de una obra de éxito. Llevaba una bolsa donde había “un uniforme de soldado de infantería de los años 20 y un fusil de madera que había alquilado en Cornejo”. La función estaba terminando; los aplausos ascendían y –aprovechando una distracción, ante el asombro de la concurrencia– el joven Gila surgió desde la concha del apuntador vestido de soldado, se plantó de espaldas al elenco que saludaba y de frente al público, miró a derecha e izquierda y preguntó: “¿Ésta es la salida delmetro de Goya?”. Alguien se atrevió a responderle: “No, éste es el teatro Fontalba”. Ah, dijo Gila. Y ahí nomás se largó, cuesta abajo y sin frenos: “Les voy a contar por qué estoy aquí...”. Quince o veinte minutos más tarde había nacido una estrella. Cincuenta años después Gila dice: “Yo hago el humor contra la guerra. Yo soy el enemigo de los enemigos”.

6 Pero, en realidad, la estrella había nacido antes: el 12 de marzo de 1919 en Madrid. Para eso están los registros, para poner fechas y precisar coordenadas. El punto exacto en el que nace un humorista es mucho más difícil de precisar. Hay algunas pistas importantes y atendibles. Y, se sabe, la biografía de alguien que un día se decide a hacer reír a los otros –basta con leer vidas tristes de graciosos verdaderos, o ver vidas complicadas de graciosos de ficción–, por lo general, viene condimentada con una dosis atendible de pathos. La vida de Gila tiene pathos como para tirar al techo. Veamos, leamos, miremos, escuchemos.
Pregunta: ¿Alguna vez han visto una foto de un bebé de luto? Yo sí. La foto de Baby Gila. El padre de Gila murió como consecuencia de la pesca: una ola lo arrancó de los riscos y lo golpeó contra las rocas. Lo rescataron, salió dolorido y sonriendo. Días después empezaron a brotarle unas pequeñas manchas rojas en la cadera. Las manchas se agrandaron y se volvieron violetas. Lo llevaron rápido a un hospital donde no había camas disponibles. Derrame interior o gangrena, nunca quedó claro. Cuenta Gila: “Dos meses antes de que yo naciera, el que iba a ser mi padre murió sentado en una silla, con los ojos muy abiertos, como si el asombro de morir con veintidós años le hubiera provocado una hipnosis para un viaje sin retorno”. Con el tiempo y los años, Gila armará un monólogo demencial a la hora de explicar su génesis, con nacimiento por sorpresa y sin avisar a nadie, padre que tocaba el tambor en la Sinfónica de Londres y una adolescencia brillante en Scotland Yard, donde descubre y atrapa a Jack El Destripador. El humor, el humor...
Pregunta: ¿Alguna vez conocieron a alguien que haya sobrevivido a un pelotón de fusilamiento? Gila sí. Gila se conoce a sí mismo y se recuerda prisionero de guerra civil, una noche de diciembre de 1938: “Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal. El piquete de ejecución lo componía un grupo de moros con el estómago lleno de vino y la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas. El frío y la lluvia calaban los huesos”. Preparan, apuntan, fuego. Los cuerpos caen sobre Gila y el azar de que se prescinda del tiro de gracia. Sobreviven sólo él y un compañero. Gila vive para contar el cuento, que más tarde se convertirá en chiste. Ya como testigo de sus tiempos y reescritor del espanto: ¿no es eso un humorista, un buen humorista? Después, el trabajo, la fama, el decir aquello que no se debe y, por supuesto, el exilio. Y con el exilio el descubrimiento del mundo. Veinticuatro años dando vueltas en el aire.
Una de las treinta películas que filmó Gila se llama El hombre que viajaba despacito. Gila viaja rapidito y, si el monstruo es ese lagarto que al ser sometido a la radiación se convierte en Godzilla, entonces Gila crece y se convierte en un monstruo de alcance universal que le permite, hoy, excursiones que llegan a lo ectoplasmático. El nuevo libro de Gila se llama Encuentros en el más allá y propone la idea de un Franco espectral visitando a diferentes figuras históricas, entre las que se cuentan Cervantes, Napoleón, Hitler, García Lorca, Perón, Evita y Gardel. La idea le vino cuando recordó que, durante su infancia, nada le gustaba más que adulterar las vidas y las muertes, los monólogos y los diálogos de los grandes personajes de la historia. Así, Evita le ofrece un mate a Franco quien se disculpa con un: “No, gracias. Soy abstemio”. Así, Gila dice: “Desde muy niño me han dicho que existe una parte llamada de arriba y otra llamada de abajo; aunque nadie ha sabido explicarme por qué una parte es la de arriba y la otra la de abajo”. No importa. Gila viaja por una yotra, consciente de que “la vida es efímera como un relámpago en la tormenta” y concluye con una frase que más de uno envidiaría: “Y así pasó lo que pasó, y terminó”.

7 Pero todavía no. Todavía falta. Otro de sus monólogos en Suma y sigue gira alrededor de la condición del nómade compulsivo, del turista accidental y vertiginoso, de los tours relámpagos y de las diferentes expresiones locales que va recogiendo en escenarios de México, Cuba, Argentina. De hecho, el segundo volumen de las memorias de Gila se titula Memorias de un exilio: Argentina mon amour y es una apasionante visión extranjera de la segunda patria de Gila durante los dorados años sesenta. Gila llega a la Argentina escapando de Franco y se aleja escapando de Videla & Co. Una mañana lo llaman de Casa Rosada. Gila tiembla y va a ver qué pasa. Va con un pulóver de cuello alto. En la entrada lo obligan a ponerse una corbata. “No fue fácil ponerme una corbata encima del cuello alto”, cuenta Gila. Entra, saluda. Uno de los coroneles le dice: “Hemos pensado que usted podría hacer un programa de humor semanal en la televisión”. Gila, con toda la delicadeza que puede extraerle al asombro, pretexta otros compromisos. Agradece, sale y decide que es hora de irse: de volver. A Gila no le causa ninguna gracia hacer reír al enemigo. En España, un dibujo de El Perich le da la bienvenida con la leyenda: “No todo era malo en el franquismo... Estaba Gila”.

8 Y, por suerte, Gila sigue estando. La camisa roja casi tatuada sobre la piel y la estampa arquetípica de homo ibérico, por más que “me hinchan las pelotas el pasodoble y el chotis”. Gila funciona, sigue funcionando más que bien como testigo cruel e impiadoso de esta Nueva España Primer Mundo. La sombra que proyecta Gila es, también, la necesaria sombra de la memoria, la sombra siempre dispuesta a pegarle una buena patada a la amnesia colectiva, a las ganas de olvidar por olvidar. Y ocurre que, para ser humorista, para contar chistes, se necesita una muy buena memoria. El único momento donde Gila no está solo en Suma y sigue es cuando entra el actor Gonzalo Berzosa y los dos consiguen una brillante pieza de cámara humorística sobre el duro arte de encontrarse por la calle y, sabiéndose conocidos de algún lado, disimular el hecho de que no se sabe de cuándo y dónde y por qué. Ahí, Gila como traductor perfecto de Ionesco y Beckett, entabla con su partenaire una conversación con demasiados puntos suspensivos. El resto, ya se sabe: teléfono. Hablar por teléfono para que la gente se ría. “Entiendo que definir la risa, como definir el humor, es altamente complicado. Ni siquiera Freud ha sido capaz de hacerlo. Luego de más de cincuenta años manejándome con el humor, llegué al convencimiento de que la risa es la consecuencia de una estafa cerebral. La gente ríe porque se siente estafada. Si a cualquiera de nosotros nos vendan los ojos y nos empujan muy lentamente por un camino y, durante el trayecto, nos hacen creer que ese camino nos conduce hacia un acantilado de una altura considerable, nuestro cerebro se irá condicionando para enfrentarse a la caída desde ese acantilado. Pero, si al llegar al punto de destino, descubrimos que al final de ese camino lo único que hay es un pequeño escalón, ese engaño, esa estafa que le juegan a nuestro cerebro, es lo que provocará nuestra risa. A eso es a lo que yo llamo una estafa cerebral”.
Y, después, las definiciones pertinentes, apoyadas –no podía ser de otro modo– en una estética de lo telefónico: “Es muy importante tener en claro la diferencia que hay entre molestar, irritar y tener mala leche. Molestar es, por aburrimiento, marcar cualquier número telefónico y preguntar ¿Está Basilio? Irritar es, unos horas después, volver a llamar a ese teléfono y preguntar: ¿Está Basilio? Tener mala leche es volver a marcar ese número a las cuatro de la mañana y decir: Hola, soy Basilio. ¿Llamó alguien preguntando por mí?”. Yo, ahora tengo que hablar por teléfono con Gila. No va a ser sencillo, seguro. Hablar por teléfono con Gila, supongo, es el equivalente de pelear un round con Cassius Clay. Duele menos, claro, pero es igual de contundente. Marco el teléfono. “¿Está Gila?”, pregunto. Y espero a que se ponga.

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