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Gumier Maier expone después de siete años

La usina del Rojas

Convirtió un pasillo (entre la sala teatral y los baños del Centro Cultural Ricardo Rojas) en el centro neurálgico de la plástica porteña de los 90. Con la modernización del Rojas, publicó un catálogo que resumía la potente actividad realizada hasta entonces y renunció. Estuvo cinco años sin producir. Ahora, a modo de cierre y despedida a “su” década, Gumier Maier expone en Belleza y Felicidad, hasta el 5 de enero, sus extrañas piezas que reivindican el aspecto lúdico y mental del arte.

Por Fabián Lebenglik

Junto con Guillermo Kuitca, Pablo Suárez y Luis Benedit, Gumier Maier es una de las figuras más influyentes de las artes visuales argentinas en la década del 90. No sólo por su propia obra -.que tiene un punto de partida en el arte concreto de los 40 y 50, y explora en la decoración y el diseño, a través de los perfiles de plantillas y pistoletes, así como en la defensa del aspecto lúdico, constructivo y mental del arte, reivindicando el valor de la superficie pictórica-. sino fundamentalmente por haber sido el curador del espacio más emblemático e interesante de la década que se termina: la galería del Centro Cultural Ricardo Rojas, entre 1989 y 1996.
En un gesto totalmente coherente con su actitud artística, Gumier está presentando en estos días una muestra individual y, al mismo tiempo, cerrando a su modo la década. El lugar elegido es el sótano de Belleza y Felicidad (Acuña de Figueroa 900, esquina Lavalle), una módica tertulia de vanguardia barrial comandada por Fernanda Laguna y Cecilia Pavón, que es al mismo tiempo un pequeño centro de presentaciones de ediciones artesanales de poesía, un comercio minorista de artículos para pintores y objetos kitsch y, por supuesto, un salón de exposiciones absolutamente excéntrico y marginal.
Hace diez años, la Galería del Rojas -.un lugar de irradiación y formación cultural que brilló, a pesar del bajo presupuesto, durante gran parte de esta década-. era un hall/pasillo mal iluminado que oficiaba de transición espacial hacia la sala teatral y los baños. Sin embargo, ese espacio aparentemente de paso funcionó como una auténtica usina de arte. Tal fue su influencia -.analizada, difundida, y promovida, casi exclusivamente por quien firma estas líneas, a través de Página/12, desde el inicio-. que contagió a tres de los mejores espacios de arte de la Argentina: el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI), la Galería Ruth Benzacar y la Fundación Banco Patricios, que comenzaron a abastecerse de aquella usina para programar parte de su calendario de exposiciones y así darle entrada “formal” en el mercado a varios integrantes de aquel elenco. En otras palabras, se dio la paradoja típicamente argentina de que un centro cultural pobre -.dependiente de la Universidad de Buenos Aires-. funcionó como semillero permanente de tres sólidas instituciones privadas.
La Galería del Rojas se propuso desde su inicio funcionar como un lugar polémico. Cuando el Centro Cultural fue modernizado, la Galería -.es decir, aquel hall/pasillo-. fue transformada en una sala con condiciones aceptables de exhibición. En 1994, Gumier editó, gracias a la UBA, un libro/catálogo titulado Cinco años con el Rojas. Ambas cosas generaron una relativa consagración y, por consiguiente, una muerte simbólica de aquel espacio iniciático. La producción artística que había elegido mostrar Gumier en esos años -.y, en cierto modo, también su propia obra-. estaba en perfecta sintonía con la Argentina posdictadura: buscaba el refugio en la intimidad, en medio de la fragmentación y la disolución. El espacio despertó calificaciones sutil o explícitamente peyorativas para su estética: se habló arte light, kitsch, gay, menemista, guarango, etc.
A la distancia, cerca del fin de los módicos y vapuleados años 90, el Rojas se erige como una suerte de Di Tella de la década. Sin el glamour de los 60 ni las trincheras de entonces, pero con el talento y la capacidad que caracteriza toda zona de experimentación iniciática, con artistas que funcionaron como vasos comunicantes entre generaciones y épocas (Pablo Suárez, para citar sólo un ejemplo). Y ya no desde una vidriera como la calle Florida sino desde los márgenes: Corrientes al 2000, en pleno Balvanera. Pintar, curar, ésa ha sido y es la cuestión para Gumier Maier. Y de eso habla en este diálogo con Radar.
¿Cuándo fue su última exposición?
–En marzo de 1993, junto con Omar Schiliro, en el ICI. Después participé en tres muestras colectivas, pero ésta de Belleza y Felicidad es la primera individual que hago, después de casi siete años.
¿Por qué dejó de pintar durante tanto tiempo?
–Estaba deprimido. La muerte de Omar me dejó muy mal. No sólo porque era mi pareja sino porque era un artista. Eso me inhibió. Estuve más de cinco años sin producir. Después hice una muestra en Córdoba. Y a principios de este año participé de una exposición en Alemania, junto con Elba Bairon, Alicia Herrero, Benito Laren, Alfredo Londaibere, Cristina Schiavi y Feliciano Centurión (1962-1996), que se presentó en una galería y una feria de arte, en Friburgo. Luego la muestra fue a Düsseldorf.
¿Por qué renunció a la Galería del Rojas?
–Porque era un ciclo cumplido y porque quería retomar mi producción. Sirvió para cambiar la dirección de la mirada (la mía), porque en cuanto me fui del Rojas trabajé dando seminarios y clínicas de obra por el interior del país.
¿Coincide en que la “época de oro” del Rojas fue entre 1989 y 1992?
–Sí. El corazón del Rojas ya estaba definido para entonces, cuando también Magdalena Jitrik colaboraba conmigo en la dirección de la galería. Después fue volver a exponer a los mismos, salvo las incorporaciones de Luis Lindner, Fernanda Laguna y Jane Brodie, que fueron tardías. Al final se hizo todo más digerible y el espacio se “institucionalizó”. Ese momento tan vigoroso del Rojas también fue mi propio período de oro. Del 89 al 93 hice muestras individuales y grupales todos los años. En otras salas, claro.
¿Qué relación encuentra entre la actividad de pintar y la de ser curador?
–Pintar y curar son complementarios. Es cierto que hay varios tipos de curadores: la mía fue una curaduría “de autor”. Yo no podría, ni querría, hacer una muestra sobre el informalismo argentino, por ejemplo. No soy un curador académico. Además, nunca me propuse ser curador. Había un espacio, y me hice cargo, sin tener una propuesta programática explícita. La reflexión vino sobre la marcha. La primera sensación de curaduría que sentí fue cuando vinieron al Rojas algunos artistas de los 60 y 70 para pedirme exponer allí, como Juan Pablo Renzi, Margarita Paksa, León Ferrari, Roberto Jacoby o Juan José Cambre. La obra de ellos siempre me interesó, pero sentí que no tenían relación con lo que yo estaba mostrando en ese espacio, que tenía más que ver con ciertas particularidades de los 90, con artistas huérfanos de otros lugares. De modo que no hicieron muestras individuales.
Pero igual encontró la manera de darles cabida...
–Para poder exhibir también ese tipo de cosas organizamos dos muestras “ecuménicas”: Summertime y Bienvenida primavera, donde se incorporó a otros artistas, solidarios y de algún modo afines con el “elenco” del Rojas.
Por último, ¿qué pasó cuando volvió a pintar?
–Tengo una relación muy melancólica con mi propia producción, necesito la presión y el estímulo externos. Siempre hay algo que me resulta inalcanzable. En realidad, creo que nunca logro lo que busco. Mi obra intenta recuperar el misterio que experimentaba en mi infancia frente al mundo, mirándolo todo en busca de sentido: muebles, espejos, manteles estampados. Sólo después de mucho tiempo pude reconocer esas resonancias en mis ornamentaciones. Pero a la vez siempre aparece algo inesperado, que me desconcierta y que no me atrevo a desechar. No se trata de algo concreto, como un color, sino más bien de la sensación de que no llego a descifrar lo que hago.

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