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Bobbio analiza su pasado fascista

Mi lucha

Aprovechando el cumpleaños número noventa de Norberto Bobbio hace un mes, un periodista neofascista llamado Pietrangelo Buttafuoco le escribió una carta abierta, donde le pedía “una reflexión sobre la fascinación que ejerció el fascismo en tantos jóvenes de su época”. Nadie esperaba una respuesta, pero Bobbio recogió el guante y, contra el consejo de sus amigos, recibió al periodista y habló como nunca antes de su pasado, del fascismo, de Mussolini y de los sueños de los jóvenes de entonces, despertando una polémica que aún continúa en toda Italia. Radar reproduce la conversación y las primeras reacciones.

POR GUILLERMO PIRO

El lector debería imaginarse la puesta en escena, como en una obra de Pirandello. El escenario es el estudio de un intelectual: un escritorio, dos sillones y las paredes atestadas de libros. Dos personajes: un viejo profesor de filosofía, “papa laico”, senador vitalicio, que ha escrito infinidad de libros sobre política, derecho y filosofía, y que hace pocos años ha publicado su autobiografía; y un periodista de extracción neofascista de 36 años. El joven se sienta en uno de los sillones, frente al viejo. Enciende el grabador, lo posa en la mesa entre ellos. El viejo comienza a hablar.
El joven periodista se ha interesado por el fascismo juvenil del viejo desde que llegó a sus oídos una anécdota de Ingmar Bergman. El director sueco había convocado a sus amigos a su casa, abrió un armario y dentro había un Hitler de cartón tamaño natural: “Éste fue mi amor juvenil”, confesó Bergman, algo que podría haberse ahorrado, pero que en cambio necesitaba contar. El joven periodista, aprovechando el nonagésimo cumpleaños del viejo, le escribió el 19 de octubre de este año una carta abierta en un diario de centroderecha (Il Foglio, dirigido por Giuliano Ferrara, un ex PCI enrolado en las filas de Berlusconi, y ex director del semanario Panorama) y la concluyó con estas palabras: “Aprovecho la ocasión para hacerle saber que me gustaría hablar con usted de una página del pasado... Me gustaría escuchar una reflexión suya sobre la fascinación que ejerció el fascismo en tantos jóvenes... Algo que sólo usted, y pocos más, podrían hacer”.
Poco antes, el viejo se había negado a prologar el libro de un amigo de toda la vida, Renzo Laguzzi, un abogado de 92 años, que iba a publicarse con el título de Tramonto (Atardecer), en el que contaba la educación sentimental de los jóvenes burgueses inmersos en el fascismo (como el propio Laguzzi y como el viejo, que habían frecuentado la misma escuela y se habían enamorado de las mismas chicas). El viejo le había escrito una carta a su amigo diciéndole: “Querido Renzo, lo siento, pero no puedo escribir el prólogo que me pides. Escribir me cuesta mucho esfuerzo, y además, al contrario de lo que te pasa a ti, no me interesa volver sobre aquel período de nuestra juventud”. Sin embargo, el viejo leyó la carta abierta del joven periodista, llamó por teléfono al diario y concertó una cita con el joven para hablar. El joven se llama Pietrangelo Buttafuoco; el viejo, Norberto Bobbio.
Antes de leer la conversación que tuvieron ambos personajes, el lector debería conocer cierto antecedente: el 21 de junio de 1992 el periodista Giorgio Fabre publicó en Panorama una carta de Bobbio a Mussolini el 8 de julio de 1935 como documentación de un artículo sobre las concesiones de los intelectuales antifascistas. Fabre la había encontrado revolviendo en los archivos de Seguridad Pública, con el título “Exposición de Norberto Bobbio a S.E. el jefe de Gobierno”. En ella, Bobbio se disculpa ante el Duce por dirigirse directamente a él, traza luego una breve biografía, dice estar afiliado al PNF (Partido Nacional Fascista) y a los GUF (Grupos Universitarios Fascistas) desde 1927, y dice haber crecido “en un ambiente familiar patriótico y fascista”, para concluir la carta expresando su “total devoción”. La carta puede encontrarse en la Autobiografía de Bobbio (págs. 48-51 en la edición de Taurus), donde además escribe: “En esta carta me he encontrado de pronto cara a cara con otro yo, que creía haber derrotado para siempre. No me turbaron tanto las polémicas sobre la carta como la carta en sí y el propio hecho de haberla escrito. Aunque formaba parte, en cierto sentido, de un trámite burocrático, aconsejado por la misma policía fascista; era una invitación a humillarse: Si usted le escribiera al Duce...”. Giorgio Fabre recordaba en su nota que Cesare Pavese había escrito dos cartas “de sumisión” al Duce y que Giulio Einaudi, durante los interrogatorios de 1935, había admitido el antifascismo de algunos detenidos. En una entrevista concedida por Bobbioa Fabre, aquél declaraba: “Quien ha vivido la experiencia de un Estado dictatorial sabe que es un Estado distinto a todos los demás. Y esta carta mía, que ahora me parece vergonzosa, lo demuestra. ¿Por qué una persona como yo, que era un estudioso y pertenecía a una familia de bien, tenía que escribir una carta de este tipo? La dictadura corrompe los ánimos de las personas. Fuerza a la hipocresía, a la mentira, al servilismo. Y ésta es una carta servil. Aunque reconozco que lo que escribí era cierto, cargué la mano en mis méritos fascistas para sacar una ventaja. Y no es que ahora me esté justificando. Para salvarse, en un Estado dictatorial, se necesitan almas fuertes, generosas y valientes, y yo reconozco que, en esta carta, no lo fui. No tengo el menor reparo en hacer una vez más un examen de conciencia, que por lo demás he hecho infinidad de veces”.
Aquella carta se convirtió en un “caso” para la prensa italiana. Lo que sigue es la entrevista concedida por Bobbio a Buttafuoco. Fue publicada el 12 de noviembre en el periódico Il Foglio de Milán, el mismo día en que, por una ironía del destino, aparecía Tramonto y Renzo Laguzzi moría.
A la publicación de la entrevista siguió otro agudo debate, que dura todavía. Entre las intervenciones más significativas se encuentra la del periodista Gad Lerner, en el periódico La Repubblica. Después de haber excluido la posibilidad de una trampa tendida al viejo antifascista, Lerner ataca con fuerza lo que, a su entender, es una “operación política”. Según él, hay razones de sobra para “consternarse por esta necesidad de arrastrar a todo el mundo indistintamente, comenzando, si es posible, por los padres de la patria, en el remolino autobiográfico del fascismo, banalizando los errores y las razones, neutralizando un juicio histórico sobre la peste italiana de este siglo”. Marco Revelli, el historiador que tuvo a cargo el primer site en Internet dedicado a la obra de Bobbio (www.erasmo.it/bobbio), dijo: “Los cumpleaños, cuando se es anciano, son momentos difíciles, que llevan a ser excesivamente severos con uno mismo. Bobbio tuvo la mala suerte de hacer su balance con una persona que no estaba animada de buenas intenciones”. En otras palabras, que lamentaba que Bobbio no hubiese hecho ese balance en el prólogo para el buen abogado Laguzzi sino con el neofascista llamado Buttafuoco.

POR PIETRANGELO BUTTAFUOCO

“Un día Giorgio Pisanò se encontró con Vittorio Foa y le dijo: Combatimos en frentes opuestos, cada uno con honor; podemos darnos la mano. Foa le respondió: Es verdad, ganamos nosotros y tú has podido ser senador; si hubieras ganado tú, yo todavía estaría en la cárcel. Reflexione. Reflexione un instante”, dice Norberto Bobbio.
Reflexionamos. Bobbio escruta a su interlocutor y después se deja envolver por la penumbra que comienza a velar su estudio y opaca la estela de su grave autoridad. Cuando comenzó a caer la tarde en la noche turinesa, la conversación tuvo un fantasma, un convidado que se disipó enseguida: Ernst Jünger, el hombre de cien años que vio dos veces pasar el cometa. “Un gran hombre, una personalidad extraordinaria”. Bobbio sonríe pensando en sus noventa años, la edad de la distancia. Cuando Mussolini entraba en Roma para hacerle entrega de Italia a Vittorio Emanuele, Bobbio tenía trece. Lo sabemos todo sobre el antifascismo de los padres de la patria, pero no sabemos nada del fascismo que precedió a ese antifascismo.
“Le diré algo que parecerá un poco fuerte”. Hace una pausa. “¿Me pregunta por qué hasta ahora nunca hablamos de nuestro fascismo? Porque nos daba ver-güen-za”. Una pausa más, y silabea de nuevo: “Ver-güen-za. Ahora, que tengo noventa años, que estoy cerca del final, yo hablo. ¿Quiere saber qué fue el fascismo? Una epopeya de tragedia y de ballet. El fascismo fue Achille Starace, el inventor de los saggi ginnici [pruebas de gimnasia para las exhibiciones públicas, obligatorias y comunes en todos los regímenes totalitarios]. Créame, soy piadoso. Pero fue él quien inventó el saludo al Duce. El fascismo, como movimiento, se había vuelto grotesco. ¡Gro-tes-co!”. Y entonces el profesor alza el brazo y exclama, con la fuerza de la dolorosa caricatura de un catecismo ya olvidado: “¡Saludo al Duce, fundador del Imperio! ¡Eha, eha, alalá!”. Y, como en una sobreimpresión dadá, se lo ve junto a su otro yo, el veinteañero firme en la pose petulante y marcial. La juventud le arde dentro cuando recuerda:
“Yo también me compré el uniforme, pero nunca me lo puse. Hice tres viajes con los GUF, donde me había inscripto en 1927. El primero, a Libia; el segundo, a Budapest; y el tercero, ése ya más de élite, a Egipto. Esos viajes no implicaban ningún compromiso ideológico; eran simples vacaciones. El único momento formal tuvo lugar en El Cairo, cuando fuimos recibidos por el embajador, un jerarca importante. El resto fue sólo vacaciones. Recibí el carnet del partido después de la universidad, porque los GUF inscribían automáticamente a sus afiliados en el PNF. Pero nunca desarrollé una actividad particular dentro de los GUF. Mi fascismo, mi filofascismo familiar, corría junto a la vida de todos los días de un estudiante apasionado por el estudio. Separaba netamente el terreno de la política del de la cultura. De hecho, no existe ni una línea escrita en aquellos años donde alguna vez haya hecho una apología del fascismo. No me importaba la política. Mis amigos de entonces, de Leone Ginzburg a Vittorio Foa, que eran todos antifascistas, me perdonaban esas debilidades: Lo único que le importa a Norberto es estudiar y leer, decían. Nunca, nunca, me consideraron un fascista. Sabían que era un filofascista, pero decían: Bobbio no tiene ningún interés político. De cualquier forma no existe una frase, ni una sola que pueda probar algún tipo de complicidad de mi parte con la retórica de esa época”.
EL FASCISMO DE LOS JOVENES
Era la época de los estudiantes universitarios que cantaban: Bocche di porpora ridenti, date amor e noi daremo a tutti i venti il nostro tricolor. Era la época de los “desnudos, fríos y escuálidos cuartos” donde se estudiaba. El profesor escucha y ríe a causa de un recuerdo de estudiante: “En aquella época escribí con otros amigos el libreto de una revista de varieté, que se llamaba Gonne e colonne [faldas y columnas]. La música era de mi primo Norberto Caviglia. Un juego frívolo extraído de unanovelita de un autor francés muy ligero, especie de Pitigrilli d’Oltralpe. Imagínese, con eso ganamos el primer premio de un concurso cuyo jurado presidía Giuseppe Blanc, el autor del himno fascista Giovinezza. Nunca me gustó hablar de eso, y el libreto, que todavía conservo, es top secret. Mi fascismo (mi filofascismo familiar) termina ahí; seguía estudiando, seguía las etapas de mi carrera universitaria. ¿Cómo puedo decirlo sin refugiarme en la autoindulgencia? Estaba inmerso en la dualidad, porque me resultaba cómodo: ser fascista entre los fascistas y antifascista con los antifascistas. O también, y lo digo para hacer una interpretación más benévola, era sólo un desdoblamiento casi consciente entre el mundo cotidiano de mi familia fascista y el mundo cultural antifascista. Un desdoblamiento entre mi yo político y mi yo cultural. Vivía mi pasión por la filosofía del derecho; seguía las enseñanzas de mi maestro Gioele Solari, antifascista incorruptible; me encontraba con Piero Martinetti; me convertí en secretario de redacción de la Revista de Filosofía. Frecuentaba las reuniones antifascistas y participaba de la fundación de la editorial Einaudi, en 1933. No me preocupaba ese fascismo progresivo que satisfacía las ambiciones de orden reclamadas por la vieja derecha liberal. La pregunta que usted me hace, cómo fue el fascismo de entonces, cómo fue el fascismo de muchos intelectuales y políticos del futuro antifascismo, tiene una sola respuesta: sí o no. Porque la República fue fundada por personajes extraños al fascismo. La pregunta hace pensar que el paso por el fascismo fue un paso obligado. Yo también me lo he preguntado. Y diría que no. En el fondo, hubo un fascismo antes y un fascismo después. Ya sé que estoy diciendo un lugar común, lo sé muy bien. Hace poco leí un artículo de Montanelli donde explica perfectamente cómo, en realidad, el fascismo se volvió otra cosa en el camino. Hubo dos fascismos: uno de derecha y uno de izquierda. El de los liberales y el de los aventureros. La diferencia entre el fascismo de los jóvenes y el fascismo de los viejos, en mi opinión, se reduce a esto: el de los primeros es (si podemos usar esta palabra) revolucionario; el de los padres es, en cambio, instrumental. Lo único que querían era orden; los jóvenes, en cambio, querían un nuevo orden. Hay que llegar a 1932, el punto culminante de este fascismo primitivo, con los festejos de los diez años, el cruce oceánico en aeroplano y la Primacía Italiana. La casualidad quiso que un año después entrara en escena Hitler, de quien Mussolini, saludado por Hitler como maestro, se volverá un seguidor”.
UN JEFE CARISMATICO
En la historia que sigue se precipita la tragedia. Dice Bobbio: “Siempre juzgué al fascismo desde el punto de vista del antifascismo, pero leyendo mis estudios sobre el fascismo uno se da cuenta de su objetividad histórica. Dije, por ejemplo: con Hitler al poder, la guerra ya no es un mito exaltante, sino un programa político preciso. El fascismo también tuvo que aggiornarse. Legisladores y filósofos fueron despedidos; se impusieron las nuevas herramientas sin sentido de la retórica”. La tragedia se topará con el horror: “Los judíos, que habían sido asimilados en Italia, que incluso estaban en las estructuras del Partido Fascista, conocieron la persecución. Usted sabe muy bien cómo terminó esta historia, no hace falta que se la repita. Todo esto explica por qué tantas personas que habían sido sinceramente fascistas, o simpatizantes, en un determinado momento lo odiaron. El fin del fascismo fue una catástrofe tan grande que al final nos olvidamos. Mejor dicho, lo negamos. Lo negamos porque nos daba ver-güen-za. Ver-güen-za. Yo, que viví la juventud fascista entre los antifascistas, me avergonzaba antes que nada frente a ese yo en que me convertiría después, y también ante quien llevaba ocho años de prisión. Me avergonzaba frente a aquellos que, a diferencia de mí, no habían salido airosos”. La distancia en el tiempo permite al profesor hablar serenamente. Otros protagonistas prefieren atrincherarse en la complicidad del silencio: “No, no es así. Giorgio Bocca, por ejemplo, habla tranquilamente de su pasado fascista”. Cuando la tarde se consume en el primer casete, los ojos del profesor abren paso a los recuerdos, como un relato que surge de sus pupilas. Un fantasma irrumpe: Benito Mussolini. “Ahora es fácil hacer la caricatura de Mussolini, pero no debe olvidarse que posee todos los caracteres de lo que Max Weber hubiese podido denominar el jefe carismático. Era un hombre que, a pesar de las vicisitudes de su vida, pobre como era, había conseguido saltar todas las etapas muy rápido. Fue el más joven presidente del Consejo; sus discursos eran rapidísimos e incisivos. Era agresivo, exaltaba a las masas. Hasta tal punto fue un jefe carismático que siguió hasta el final el destino de los jefes carismáticos: tener siempre razón hasta el día en que, equivocándose, cae. Cuando declaró la guerra, no se daba cuenta, pero ya todo había acabado. Hemos visto al Mussolini de los últimos años, el Mussolini con el sombrero y el sobretodo en Campo Imperatore: tenía el rostro enjuto, agotado, pálido... Si no podía entender lo que le pasaba esa noche del 25 de julio, mucho menos podía prever su horrendo final. Es la prueba, una de los pocas pruebas certeras de que la guerra partisana fue una guerra civil. Sólo una guerra civil puede terminar con el jefe de una de las facciones colgando cabeza abajo y apedreado. Una guerra entre estados no termina así. Fue una guerra entre italianos”.
Bobbio carga con el peso de una responsabilidad: el peso propio de la autoridad moral. Ahora, cada una de sus palabras se ajusta a la decisión de cerrar la eterna posguerra italiana. A propósito de Giovanni Gentile, dice: “Mi tesis de licenciatura era la de un gentiliano. En cuanto a la lápida que le pusieron, no estoy para nada de acuerdo con la decisión del Senado académico de Pisa: Gentile no se merece la acusación de racista. En el peor momento ayudó a muchos estudiosos judíos”. Cualquier otra palabra, sobre el exilio de los Saboya, por ejemplo, hace mover la imponente cabeza de este turinés en un gesto de: no, ya no tiene sentido. Nunca es demasiado tarde para apagar los últimos fuegos de la posguerra.
Como si el más fascista de los fascistas, el trastornado miliciano Primo Arcovazzi, interpretado por Ugo Tognazzi en la película El Federal, pudiese volver a acompañar en su sidecar al profesor antifascista interpretado por Luciano Salce, y no para llevarlo desterrado a Ventotene, sino para ir a ese destierro que es la distancia donde nadie corre el riesgo de quedar preso o volverse senador, donde los generosos desconciertos de uno nutren las sólidas convicciones del otro. En la humanidad del dolor, en esa historia donde “ya no se es el que se había sido antes”. Hay una escena sublime en esa película, cuando en la desesperación del final, los dos llegan a una ruta por donde pasan jeeps norteamericanos. Durante toda la película el profesor había tenido que proteger sus libros de Arcovazzi, que quería arrancarle las páginas para liar sus cigarrillos. Ahora, exhaustos, ni siquiera le dedican una mirada a los paquetes de Pall Mall arrojados por los soldados. Por el contrario, el profesor patea furiosamente uno, toma su libro de Leopardi, arranca el poema “El infinito” y lía él mismo un cigarrillo: “Total, me lo sé de memoria”.
Ahora que la tarde ha terminado, Bobbio dice a su interlocutor: “Yo también quisiera hacerle una pregunta. Cuando conté a mis amigos, a mi entourage, que usted vendría a verme, todos ellos me dijeron: Ése es un fascista. ¿Puede usted explicarme por qué es fascista?”.
Confesión por confesión, querido profesor: yo no soy fascista. Soy otra cosa. Amé el escándalo de quien juega al fascista en esta posguerra, porque ésa ha sido la perspectiva más inédita desde donde hacer otra cosa,volverme otro, leer y estudiar en horizontes a otros inaccesibles. Se lo confieso así, pero al gran estudioso, no a su entourage.

Traducción: Guillermo Piro.

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