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MULTITUDES INVADIERON LAS CALLES DE LA CAPITAL FRANCESA
Besos, champagne y lágrimas en París

No hubo desastres, ni ataques terroristas ni asomo del temido caos del fin del milenio. Sí hubo espectacularidad y euforia en las calles. En las principales ciudades del mundo la gente acudió masivamente a los muy publicitados festejos del 2000. Aquí, tres crónicas de la noche más anunciada de los últimos años: París, Nueva York y Barcelona.

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El centro de París quedó copado hasta las siete de la mañana.

La Torre Eiffel se encendió y los fuegos artificiales estallaron.

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Página/12 en Francia

Por Eduardo Febbro Desde París


t.gif (862 bytes) Ni desastre, ni accidente, ni violencia, ni ataques terroristas, ni colapso general de las computadoras. París pasó al año 2000 en medio de una gigantesca fiesta callejera que bloqueó la Avenida de los Campos Elíseos y sus alrededores hasta las siete de la mañana. Lo único que no funcionó hasta el final fue el reloj de la Torre Eiffel, que debía restar el tiempo hasta la hora cero del año 2000. Luego de haber funcionado un año entero descontando cada uno de los días que faltaban para la entrada en el nuevo milenio, el reloj luminoso detuvo su cuenta regresiva tres cuartos de hora antes de la medianoche sin que nadie lograra ponerlo en funcionamiento. El programa informático debió contabilizar hacia atrás los 59 minutos y 60 segundos, pero en su lugar apareció el cartel que decía “An 2000” y ahí se quedó. Esa fue, en suma, la única falla del año 2000.
Los franceses pasaron el año nuevo masiva y tranquilamente en una ola de fiestas y de abrazos que nada vino a perturbar. Cosa inusual en París, a las cinco de la mañana todavía podía verse a familias enteras caminando por la calle con sus hijos. La población desmintió así los pronósticos más negros que se habían hecho antes del gran fiestón: los poderes públicos temían serios incidentes callejeros en las zonas sensibles de la capital francesa, pero en vez de golpes hubo abrazos, lágrimas y champagne para todo el mundo. A las once de la noche una imponente multitud caminaba con botellas bajo el brazo en dirección de la Place de la Concorde, Torre Eiffel y la Avenida de los Campos Elíseos.
Una señora acompañada por su marido, un tío y un ejército de niños venidos de la provincia gritaba enloquecida de efusión: “Es el año 2000, chicos, el año 2000, el mundo va a cambiar, piensen en cosas maravillosas que cada vez que se pasa de siglo los deseos se realizan”. “Ay señora –gritó un grupo de jóvenes que estaba junto a ella–, lo único que quisiéramos es no trabajar tanto por tan poco.” De pronto, sin ninguna señal, la Plaza y la Avenida de los Campos Elíseos se quedaron a oscuras y un temeroso silencio se apoderó de la gente. La multitud, sin referencia temporal precisa a causa del reloj descompuesto de la Torre, preguntaba impaciente: “¿qué hora es, por favor, ya llegó el año 2000?”. Faltaban cinco minutos para las doce. A menos tres minutos la Torre Eiffel empezó a vestirse de luces, los fuegos de artificios cubrieron el espacio y el cielo de París cambió de color, varias veces. Aplausos, abrazos colectivos, corchos de champagne volando por todas partes, varios locos sacándose la camisa, champagne y lágrimas y más lágrimas en medio de un imponente espectáculo urbano donde las luces, los alaridos, los fuegos de artificio y las ruedas gigantes de los Campos Elíseos vibraron en el mismo segundo. “Se va a volar la Torre Eiffel, va a salir como un cohete”, gritaba un señor con un enorme sombrero en la cabeza que decía: “Todavía estoy soltero, viva el 2000”. Más de uno habrá pensado que tenía razón. El monumento de Gustave Eiffel emitía fuego, chispas y luces azules, doradas y plateadas como si estuviese poseída por un diablo juguetón. A las doce y 8 minutos de la noche, un pesimista con los ojos aterrados empezó a gritar: “Esto es el fin del mundo, ahí vienen los invasores”. Un empleado del correo francés comentaba con nostalgia que “este nuevo siglo no se asemeja en nada a lo que yo pensaba cuando era chico. Creía que iba a estacionar mi auto en el planeta Marte y que los coches iban a volar como pájaros. Pero igual es hermoso...”.
Hay que remontar a las fiesta del Bicentenario de la Revolución francesa, y a la victoria de Francia en el Mundial de fútbol del ‘98 para encontrar en París un sentimiento tal de hermandad y de proximidad afectiva. La única diferencia es que esta vez París parecía una torre de Babel. De todo lo malo que tenía que ocurrir, nada pasó. Casi dos millonesde personas deambularon hasta la madrugada por París protegidos, como decía el empleado del correo, “por los ángeles del nuevo milenio”. De la gran alegría de medianoche queda una polémica. ¿Quiénes fueron los astutos que infundieron miedos planetarios para anunciar el famoso “efecto 2000” que al final no se produjo? La controversia no esperó el primer día hábil para estallar. Varios responsables franceses se preguntan con acertada razón si los riesgos de la falla informática no fueron precisamente sobrevaluados con el único pretexto de hacer negocios antes del 2000. Claro, a los heraldos de las computadoras hay que reconocerles un mérito: consiguieron que se descompusiera el reloj de la Torre Eiffel, el símbolo de París y del paso de los siglos. París es desde entonces una ciudad sin tiempo.

FESTEJOS Y FANTASMAS DEL 2000, VISTOS DESDE BARCELONA
Al principio y al final, el hombre

Página/12 en España

Por Rodrigo Fresán Desde Barcelona


t.gif (862 bytes) Ya pasó... ya pasó... ya pasó... Eso que se le dice a un niño cuando se da un golpe que es más susto que otra cosa, cuando llora más de miedo que de dolor, cuando no pasó nada. No es que hiciera mucho lío o berreara demasiado. Una encuesta de la revista británica-medicinal The Lancet reveló el pasado viernes que España y los españoles habían sido el país y el pueblo que menos preocupación práctica y ansiedad existencial habían demostrado ante la espectral amenaza del Efecto 2000. Días atrás la televisión local emitió la apocalíptica y pésima película de la NBC sobre todo el asunto y la verdad que daba un poco de risa y un poco de lástima la casi pornográfica exhibición del pánico norteamericano siempre disfrazado de efecto/defecto especial. Acá no se consigue. Temperamento latino, los fantasmas no existen y, tal vez, el miedo y las preocupaciones se hayan canalizado por otros pasillos oscuros: la reaparición del Cuco tangible de la ETA, el inicio de un año electoral, las depresiones metafísicas del jugador de fútbol Anelka.
En cualquier caso, el fin de milenio se inició en Barcelona al mediodía del 31 de diciembre por más que el Rey Juan Carlos I hubiera advertido meses atrás que de finales y principios nada hasta dentro de doce meses. El asunto en cuestión empieza y termina con el 2001 y no importa lo que el Rey proclame cuando la fascinación por los números redondos –más redondo que nunca con las curvas voluptuosas de un dos y dos ceros– se convierte en algo imposible de resistir. Así, aquellos pacientes vecinos (entre los que me incluyo) que soportaron con estoicismo durante los últimos cien días del año las evoluciones y disparos de salvas del grupo local Comediants subiendo y bajando por las venerables paredes de La Pedrera de Gaudí los contemplaron por última vez desde un Paseo de Gràcia colapsado por las masas. Así, los balcones del histórico edificio desbordando músicos y globos y, ay explosiones. Fue lindo y fue lindo que terminara. En serio. El resto del día, las calles entre llenas y vacías y matar el tiempo mirando por televisión cómo se recibía el año nuevo en Tongo, en Sidney, en Austria y sentir cómo esa sombra de euforia iba comiéndose el mapa poco a poco, sin apuro, como hace cientos de siglos, a la Aldea Global XX.
La gran convocatoria fue para las 23:30 en la Plaza Catalunya. Allí, sobre el filo de la medianoche, el grupo de performers de choque La Fura del Baus develó su gigante de hierro de quince metros. El Hombre del Milenio. Nombre que despertó las iras de las feministas (“¿Por qué no la Persona del Milenio?”, se rasgaron las vestiduras) y estructura cuya personalidad se fue ensamblando a partir de las sugerencias y/o votaciones de 30.000 internautas entrando y saliendo de un site en la red. Al final, sorpresa, se reveló que el Hombre del Milenio era Mujer, que tiene perfil psicológico femenino y una silueta donde el sexo no se hace evidente, donde entran ellos y ellas. La plaza estaba llena, la casa estaba en orden y, a minutos de las doce campanadas, imágenes psicodélicas comenzaron a proyectarse sobre un acróbata suspendido en el aire y girando en el espacio provocado un coherente efecto Douglas/Tony de El túnel del tiempo al ritmo de una punzante música electrónica donde se combinaba la languidez decadente de los Pet Shop Boys con las maquinaciones industriales de Kraftwerk. La vida, súbitamente, era una discoteca. La estructura hueca del Hombre del Milenio fue puesta en pie por una grúa y, vertical y ominosa, prontamente invadida por los integrantes de La Fura del Baus que lo fueron llenando vestidos de blanco, unos sobre otros, carne y sangre para un cuerpo de metal cuyo corazón comenzó a latir con puntualidad implacable. A las 12 y sereno, El Hombre del Milenio abrió los brazos –imposible no acordarse de la autómat del Metrópolis de Fritz Lang– y el cielo se tiñó con quince minutos de fuegos artificiales que quitaban el aliento pero prolongaban la sonrisa. Sobre las paredes de los edificios que rodean la plaza se proyectaron fechas que –todo un detalle de elegancia– invitaban a la fiesta a todas las religiones y a todos los calendarios y a todos los años que iban desde los seis mil y pico del Antiguo Egipto a los doscientos y algo desde la Revolución Francesa. Perfecta celebración by design –como corresponde a Barcelona– contrastando con el rancio tradicionalismo de las doce uvas frente al reloj de la Puerta del Sol en Madrid. Se descorcharon treinta millones de cava, las tarifas hoteleras bajaron hasta un 40% a última hora porque nadie se creyó demasiado eso del Milenio de luxe y las baby-sitters cobraron el cuádruple. Ya pasó. Y tal vez, desde aquí, desde Barcelona, la imagen de ese gigante de metal, haya puesto las cosas en su lugar, en su sitio justo: el hombre, siempre el hombre. Al final y al principio. Somos responsables de lo que hicimos y lo que haremos y –dos mil años no es nada, febril la mirada– si algún sentido ha tenido toda esta felicidad y este miedo es la de hacernos todavía más conscientes de que aquí no ha pasado nada, que todo está por suceder. Buena suerte.



MAS DE UN MILLON DE PERSONAS EN TIMES SQUARE
El festejo más custodiado

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Página/12 en EE.UU.

Por Mónica Flores Correa Desde Nueva York


t.gif (862 bytes) Con un estruendoso rugido de alegría, la multitud de más de un millón de personas reunida en Times Square para ver caer la tradicional bola de cristal que marca el paso de un año a otro recibió el 2000 y el tan mentado comienzo del tercer milenio. A la medianoche, cuando llegó el momento esperado pacientemente –por algunos durante más de quince horas-, las cámaras enfocaron primero un cartel luminoso con el número 2000 en caracteres inmensos, luego al alcalde Rudolph Giuliani, seguido por algunas caras extasiadas de la multitud y finalmente a tres policías que también sonreían a la cámara con aire de felicidad absoluta. Eran sin duda los protagonistas: el festejo estuvo sólidamente protegido por la presencia de 8000 policias uniformados y otra buena cantidad en ropas de civil, que pusieron presos a unos pocos por desorden en las calles, establecieron barricadas inaccesibles que mantuvieron a la gente en lugares acotados y también –humanos son, después de todo– se menearon un poquito al ritmo de la música ensordecedora que salía de los altoparlantes.
Los muy temidos actos de terrorismo afortunadamente no ocurrieron. Y el otro gran miedo, el Y2K o la caída de los sistemas de computación que hubiese provocado todo tipo de inconvenientes serios también quedó en nada. El siglo XXI tuvo así un nacimiento sin problemas, regocijando los corazones aunque fuera por una noche.
La fiesta no se circunscribió a Manhattan, cuya celebración callejera costó alrededor de siete millones de dólares. Fuegos artificiales estallaron sobre el río Hudson en todo su esplendor al dar las doce, ofreciendo un magnífico espectáculo a los residentes de Brooklyn. Hubo bailes barriales en Queens, Staten Island y en Prospect Park.
Pero el centro de la acción estuvo, naturalmente, en Times Square.
Desde las primeras horas de la madrugada del 31, norteamericanos y gente que había venido de los lugares más remotos del globo, como Pakistán y Tailandia, se instalaron en los alrededores del famoso edificio con la cinta giratoria que permite leer ininterrumpidamente las últimas noticias. Vestidos con trajes largos y con elegantes smokings o disfrazados como sólo los estadounidenses saben hacerlo –con gorros con absurdos pompones plateados y rojos y anteojos con lentejuelas que decían 2000–, los asistentes se fueron apiñando en las calles Séptima y Broadway con la decisión inquebrantable, y hasta cierto punto estoica, de festejar a pesar del frío, de la dificultad para encontrar baños y, sobre todo, a pesar de la prohibición de beber alcohol en el área demarcada para el festejo. Prohibición que fue por algunos burlada, según los barrenderos que limpiaron las calles ayer y que encontraron aquí y allá botellas de cerveza, vino y champagne.
En la espera del advenimiento del nuevo año, además de las presentaciones de músicos, cantantes, bailarines y titiriteros, la gente encontró formas personales de entretenimiento. En la calle 49, una señorita se sacó la remera y expuso sus bien dotados pechos a los flashes de varias cámaras fotográficas. Unos novios, residentes de Georgia, también aprovecharon la ocasión para comprometerse. Aunque el siglo XXI estaba llegando al galope, Ande Anderson, un joven de 25 años, optó por la vieja escuela de los enamorados y plantando una rodilla en tierra, le entregó un anillo de diamantes a su amada.
Una hora después de que la bola hubiera cumplido con su cometido, la multitud seguía con ánimo de festejo y sin intención de dispersarse. “Suficiente”, opinaron los policías, y alrededor de la una y media de la madrugada comenzaron a empujar hacia afuera, más o menos gentilmente, a la gente que estaba en el área delimitada por las barricadas, indicándole que todo esto del tercer milenio era muy bonito pero que ya era hora de volverse a casa. Protestando bajito, todo el mundo les hizo caso.

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