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OPINION
Aguafiestas porteños

Por James Neilson

En lugares como Washington, París y Ginebra, los diplomáticos más ricos, los que para asombro de sus pares escandinavos y holandeses tienen las limusinas más largas y organizan las reuniones más costosas, suelen ser los representantes de países paupérrimos que malviven mendigando ayuda extranjera. Por motivos idénticos, aquí los políticos mejor remunerados no son los porteños, a pesar de que su distrito cuenta con un ingreso per cápita primermundista, sino legisladores de provincias como Formosa que dependen por completo de la “coparticipación”. Para muchos, se trata de una anomalía inexplicable. ¿Cómo es posible que quienes están en la indigencia apoyen a sujetos que enseguida se votan sueldos cincuenta o cien veces más altos de lo que arañan ellos?, se preguntan incrédulos. ¿No entienden que son los responsables de la miseria? Puede que muchos sí lo entiendan, pero aún así en las próximas elecciones elegirán nuevamente a personajes para los cuales la política es el camino más corto hacia la riqueza y nada más.
Tal conducta tiene su lógica. Es que los muy pobres raramente sienten envidia por la buena fortuna de quien creen es en el fondo uno de los suyos. Antes bien la comparten por la misma razón que nunca protestan por los premios fabulosos que reparten ciertas loterías o por las ganancias igualmente fantásticas de futbolistas jóvenes. Mal que les pese a Fernando de la Rúa y Carlos “Chacho” Alvarez, los únicos indignados por la corrupción en gran escala son de clase media, gente convencida de que el “éxito” debería ser fruto de muchos años de esfuerzo. Los demás saben que el mundo es distinto, que ni el talento ni el trabajo tienen mucho que ver con los resultados. Saben que lo único que realmente cuenta es la suerte y si un “dirigente” rufianesco saca un billete ganador en la lotería política están dispuestos a celebrarlo porque confirma que a veces cualquiera puede ser un ganador.
De la Rúa, escandalizado por los sueldos magníficos que suelen darse funcionarios, legisladores y jueces de provincias en quiebra donde la mayoría vive sumergida en la miseria, quiere poner fin a la fiesta obligando a los privilegiados a conformarse con montos inferiores a los percibidos por los de jerarquía similar en el gobierno nacional. La clase media porteña lo aplaudirá, pero, ¿lo harán los pobres del interior? Claro que no. Comprenderán sus motivos pero no les gustará la medida. Será como si por razones económicas y morales el Gobierno eliminara una lotería, privándolos de un atajo a la opulencia que acaso sólo existe en su imaginación pero que no es menos real por eso.

 

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