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el Kiosco de Página/12

Voltaire contra el optimismo
Por José Pablo Feinmann

t.gif (862 bytes) Como hombre del Iluminismo, como uno de los filósofos que preparan el terreno de ideas en que surgirá la Revolución Francesa, Voltaire era un inconformista. Para él, el optimismo es reaccionario. Y cuando piensa en el optimismo piensa en Leibniz y su teoría del "mejor de los mundos posibles". Aproximadamente, Leibniz razonaba así: si Dios ha creado este mundo es porque éste es el mejor de los posibles, si no hubiera creado otro. Al no haber creado otro, y siendo Dios infinitamente bueno y deseando lo mejor para la humanidad, creo éste, este mundo que habitamos y que necesariamente tiene que ser el mejor de los posibles, de modo que quejarse es absurdo y la aceptación es el corolario espiritual de semejante filosofía.

  Voltaire le dedica a la crítica de esta concepción la mejor de sus novelas, que se llama Cándido o el optimismo y es de 1759. Uno de los personajes centrales de la novela, y sin duda el más pintoresco, es el doctor Pangloss, quien es un apasionado defensor de las tesis de Leibniz y habrá de aplicarlas a lo largo del relato. De este modo, entregará la visión optimista de todos los sucesos, aun de los más aberrantes. Por ejemplo: Cándido se entera de la terrible noticia de la muerte de su amada. Desgarrado, exclama: "¡Cunegunda ha muerto! ¡Ah! ¿Dónde estás tú, el mejor de los mundos? Pero, ¿de qué enfermedad murió? ¿Por ventura habrá ocasionado su muerte el ver cómo me arrojaban a puntapiés del hermoso castillo de su señor padre?". El doctor Pangloss (que ha sufrido desgracias, ya que es tuerto) explicará al joven cómo murió su amada sin ahorrarle detalle alguno. Dirá: "No --dijo Pangloss--, la destriparon unos soldados búlgaros después de violarla cuanto puede ser violada una mujer. Aquellos soldados destrozaron la cabeza del barón, empeñado en defender a su hija, y a la baronesa la hicieron trizas" (Cándido y otros cuentos, Alianza, 1999, p. 57. De paso, qué afortunado escritor Voltaire, ya que le siguen editando sus relatos doscientos cuarenta años después. Se parece bastante a la inmortalidad). El joven se desespera, no podía recibir peor y más cruel noticia. Pangloss, no obstante, habrá de tranquilizarlo. Le dice: "Todo eso era indispensable --arguyó el doctor tuerto--; de las desventuras particulares nace el bien general; de modo que cuanto más abundan las desdichas particulares más se difunde el bien" (p. 59). Poco después, unos náufragos (la novela de Voltaire es pródiga en acontecimientos y esto era, exactamente, lo que Voltaire entendía por novela) consiguen algo para comer. "Pero la comida fue triste hasta el extremo de que los comensales regaron con sus lágrimas el pan; Pangloss los consolaba diciéndoles que las cosas no podían pasar de otra manera; ni ser mejores de lo que eran" (p. 62). De este modo, Cándido, el héroe de la novela, formula una pregunta inevitable: "Cándido asustado, sobrecogido, loco, palpitante, decía entre sí: 'Si éste es el mejor de los mundos imaginables, ¿cómo serán los otros?'" (p. 63). No obstante, habrá de definir a Pangloss como "el más grande metafísico de Alemania" (p. 140). A este metafísico la novela lo envuelve en mil azares y peripecias, muchas horribles, en extremo desagradables. De modo que Cándido puede preguntarle: "Y bien, mi querido Pangloss --dijo Cándido--, mientras os ahorcaban y os disecaban y os medían las espaldas, ¿no varió nunca vuestro modo de pensar? ¿Siempre habéis creído que todo sucede inmejorablemente?". A lo que responde Pangloss: "Opino como opinaba, pues soy filósofo, y no me conviene contradecirme" (p. 144). De donde la condición del filósofo se identifica con la del necio, la del testarudo. Jamás la realidad le hará cambiar sus ideas, por horrible que sea. Vale más la coherencia que admitir los horrores de la vida.

  Poco más adelante, Pangloss y Cándido se encuentran con un derviche, considerado el más profundo pensador de Turquía, y Pangloss le sugiere que les diga cómo ha sido creado un animal tan raro como el hombre. El derviche lo trata de mal modo y se niega a contestar. Aquí, Cándido, una vez más, desliza una queja que surge de los sufrientes avatares que transita en la novela. Dice Cándido: "Pero mi reverendo padre, el mal está enseñoreando la tierra" (p. 148). A lo que responde el derviche: "¿Qué importa que haya mal o bien? Cuando Su Alteza envía un buque a Egipto, ¿le importa saber si los ratones que hay en el buque están bien o mal?". Humildemente, Pangloss pregunta: "¿Qué hacer pues?". Y el derviche responde: "Callar". (Importa señalar, sin duda con algún apresuramiento pero no sin poder sugerente valioso, que este derviche se aproxima a Ludwing Wittgenstein, quien, en su Tractatus, tampoco tendría respuestas para las desventuras de Cándido, para su dolorosa afirmación: el mal está enseñoreado de la tierra. Wittgenstein diría: "El método correcto de la filosofía sería propiamente éste: no decir más que lo que se puede decir". Wittgenstein diría lo que célebremente ha dicho: "De lo que no se puede hablar hay que callar". Tractatus logico-philosophicus, Alianza, p. 183. Con lo que se aproxima al derviche de Voltaire.) En el final, Pangloss insiste con su filosofía del optimismo, que ya suena a clara resignación: "Todo está rigurosamente encadenado en el mejor de los mundos posibles --decía a veces Pangloss a Cándido--; porque la verdad es que si no os hubiesen despedido de un hermoso castillo por el amor de la señorita Cunegunda, si no os hubiesen metido en la Inquisición, ni hubieseis recorrido a pie América (...) no comeríais aquí azambogos confitados y pistachos" (p. 150).

  De esta forma, Pangloss ejemplifica para Voltaire un optimismo que acepta el mundo tal cual es y no se rebela contra la cuestión fundamental que la novela expresa: que el Mal se ha enseñoreado de la tierra. Voltaire apuesta a la revolución y apuesta también al poder de la razón como instrumento para hacerla. Sin embargo, este iluminismo voltaireano será duramente criticado por la escuela de Frankfurt. Adorno y Horkheimer escriben Dialéctica del Iluminismo y parten de una certeza semejante a la del Cándido de Voltaire. Escriben: "Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie" (Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, 1987, p. 7). Habrán de llegar a resultados antagónicos a los de Voltaire. Ahí donde éste encontraba la solución (en la razón y su poder para transformar y dominar la realidad), Adorno y Horkheimer habrán de encontrar el origen del proceso histórico que llevó a Auschwitz: la razón entendida como instrumentalidad, como dominio y sometimiento. Al cabo, cuando Hannah Arendt habla de la banalidad del Mal habla del uso burocrático de la racionalidad instrumental.

  La cuestión que (recurriendo a Voltaire y su Cándido) estoy circundando es la siguiente: en un mundo entregado al Mal en todas sus formas, ¿sirve de algo el optimismo? ¿Qué oponerle al Mal? ¿La racionalidad voltaireana? ¿El silencio del positivismo lógico de Wittgenstein? ¿El abandono de la razón entendida como instrumentalidad que llevan a cabo Adorno y Horkheimer? Porque hay algo realmente terrible que los filósofos de Frankfurt, al menos en la frase que hemos citado, han eludido. La cuestión no reside en entender cómo la humanidad entró en un estado de barbarie en lugar de entrar en un estadio "verdaderamente humano", sino en aceptar que la barbarie ha sido y es un estadio verdaderamente humano, acaso el más humano de los estadios, sin duda el más persistente. Realidad que el optimismo nunca revelaría y sí, en cambio, un pesimismo crítico-práctico, como el que deberíamos ejercer.


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