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OPINION
Que juzguen al huevón

Por Martín Granovsky

Sabían que cualquier grito obligaría al juez a desalojarlos. Por eso los familiares de desaparecidos contuvieron la emoción hasta el final, cuando Baltasar Garzón leyó la condena por tormentos contra el dictador chileno Augusto Pinochet. �¡Viva Chile, mierda!�, exclamó una voz ahogada desde un rincón. �Se siente, se siente, Allende está presente�, retumbó desde otro. �Nuremberg, y ahora Madrid�, resumió en su primera declaración Joan Garcés. Valenciano, en 1973 acompañó en La Moneda a Salvador Allende hasta poco antes de morir y desde hace dos años representa frente a la Justicia española a los familiares de desaparecidos chilenos. En Chile, el presidente Ricardo Lagos dijo una frase de circunstancias para no sonar muy contento en público, mientras los ministros socialistas juntaban el champagne para el festejo privado. En la Argentina, Fernando de la Rúa afirmó, cauto, que respetaba el fallo de la Justicia española. En todo el mundo miles de manifestantes ocuparon las plazas con banderas chilenas.
Un día conmovedor. Pero pertenece a la historia que no fue. La historia que pasó muestra al gobierno de Tony Blair liberando a Pinochet con una coartada �la presunta razón humanitaria� cuando sus motivos verdaderos son otros: no chocar con el establishment conservador, que siempre recuerda agradecido la ayuda del dictador a Gran Bretaña durante la guerra de las Malvinas, y no crear un precedente tan fuerte de un Estado apoyando al derecho internacional cuando éste proclama, justamente, el valor de los individuos �las víctimas de Pinochet y sus familiares� por encima de los Estados.
La decisión de Blair parece una respuesta a los que sostenían que la detención de Pinochet era el último acto colonial del Reino Unido contra el Tercer Mundo. Si lo era, Blair lo cumplió a medias. Humilló al tirano, pero no quiso completar la obra. La verdad, sin embargo, es distinta: fueron las víctimas, y no los Estados, quienes impulsaron la aplicación del derecho internacional de los derechos humanos al caso Pinochet. El derecho sirvió, otra vez, a los débiles:
  El dictador pasó bajo arresto casi un año y cinco meses.
  Sufrió una vejación pública en el país donde menos la hubiera esperado. Como dijo Elena, la esposa de un desaparecido, en la puerta de la London Clinic una fría noche de otoño de 1998: �Había que quitarle la arrogancia. Había que sacarle la altanería�.
  En el camino de Nüremberg, los lores sentaron jurisprudencia. Aplicaron una convención internacional �la convención contra la tortura- para concluir que Pinochet era extraditable.
  El fallo impulsó el debate mundial sobre la importancia de las leyes extraterritoriales en cuestiones de derechos humanos.
  Terminó el mito de que un genocida no puede ser detenido fuera de su país.
  Sacudió la mojigata transición chilena, forzó más causas por derechos humanos, obligó a discutir sobre el pasado con un poco menos de algodones, a enfrentarse con el cuadro horrible de una dictadura y un dictador apoyados por casi la mitad del electorado.
En el último setiembre, Lagos dijo a Página/12 que dejar a Pinochet fuera de su país equivalía a decir: �Bueno, resignémonos a nuestra incapacidad de hacer las cosas bien en Chile�. Y afirmó: �El objetivo es generar las condiciones para que lo que se hace fuera también se pueda hacer dentro�. Lo repitió ayer. ¿Lo hará después del 11, cuando asuma como Presidente? Puede proclamarlo, sin poner fuerza política real en el desafuero de Pinochet del Senado, la verdadera condición para que pueda ser juzgado, o puede comprometerse con el juicio. Ojalá que se comprometa. Para decirlo en chileno: sería lindo juzgar al huevón.

 

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