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el Kiosco de Página/12

Claroscuro
Por Antonio Dal Masetto


�No quiero parecer frívola �dice la señorita Nancy�, pero cada vez que voto me siento como si en lugar de elegir el vestido que más me gusta tuviera que decidirme por el que menos horrible me queda.
�Yo cada vez que cumplo con el deber cívico vuelvo a ser niño y me aterrorizo �dice un parroquiano�. Siento que estoy dentro de un cuento lleno de ogros y tengo que elegir al menos ogro de los ogros.
�Yo debo andar con un problema de la vista �dice otro�. ¿Cómo puede ser que si elijo el más claro para zafar del oscuro, después resulta que a las 24 horas el claro también es oscuro?
�Hablando de elecciones, de claros y oscuros, de blancos y negros, me gustaría contarles una historia �dice don Eliseo el Asturiano que esta noche nos visita�. Después de salir de mi Caleao natal, buscando un sitio donde afincarme recalé en una pequeña isla del golfo de Tonkín. En el palacio imperial había quedado vacante el puesto de encargado del buffet y me contrataron. El emperador se había doctorado en filosofía y ciencias políticas en la Universidad de Maryland y había adoptado un ideario democrático. Los súbditos gozaban del derecho de elegir al encargado de administrar los asuntos públicos y recaudar los impuestos.
Cuando llegué, justamente, había mucha bronca con Chiang-Lo, el recaudador de impuestos. El tipo recorría las calles con su negra túnica y el pectoral de oro, golpeando las puertas y haciendo chasquear el látigo de siete puntas. Los súbditos ya no soportaban tanto atropello. Por suerte para ellos apareció una persona de gran corazón, Wan-Chen. Usaba una túnica blanca, visitaba las casas y escuchaba con infinita paciencia las quejas de los sufridos habitantes. Wan-Chen siempre llevaba algún chupetín para los chicos, un repasador para el ama de casa, un cigarro para el jefe de familia y, si había adolescentes, un librito de versos para la nena y un cortaplumas multiuso para el varón.
Una mañana estaba sirviéndoles el café con leche con medialunas al emperador y sus cortesanos cuando apareció una delegación de súbditos: �Sublime, Altísimo y Sabio Emperador, no lo aguantamos más a Chiang-Lo, queremos que nombre a Wan-Chen que es una persona buena�. �Hágase vuestra voluntad�, dijo el emperador. Los súbditos se retiraron felices. Pasó el tiempo, de nuevo estaba sirviendo café con leche, esta vez con tortitas negras, y apareció la misma delegación. Solicitaban la baja de Wan-Chen por déspota y malvado, y su reemplazo por Lju-Kan, que era más bueno que el pan. �Hágase vuestra voluntad�. Y así cada tanto la historia se repetía. El administrador bueno se volvía malo y el pueblo elegía su sustituto. Un día el emperador me invita a pasear por los jardines de palacio: �Mi buen Eliseo, usted está tan ocupado con la atención del buffet (con mucha eficiencia, debo reconocerlo) que seguramente no se ha dado cuenta de que esta casa imperial está pasando por una crisis muy seria. Se nos acabaron los candidatos buenos y necesitamos su ayuda�. �Soy su fiel servidor, ¿qué debo hacer?�. �Primero, ponerse una túnica blanca, bien inmaculada, visitar a los súbditos casa por casa y llevarles regalos. En los depósitos imperiales encontrará lo que le haga falta: cigarros, repasadores, libritos de versos, cortaplumas y golosinas. Es una tarea agradable�. �¿Y después qué viene�. �La gente va a pedir la destitución del administrador en funciones y usted será nombrado en su reemplazo�. �¿Y después?�. �Comenzará a usar una túnica un poco menos blanca, luego un poco más gris, y así gradualmente hasta llegar a la túnica negra. En esta última etapa tendrá que volverse algo severo y usar el látigo�. �¿Y después?�. �Los súbditos pedirán su destitución y confiamos poder disponer de un nuevo candidato bondadoso�. �Excelso emperador, lo mío es el café con leche, los saladitos, los sandwichitos y algo de repostería. Discúlpeme, pero no sirvo para otra cosa. Como decimos en Asturias, zapatero a tus zapatos�. �Medítelo, tiene tiempo hasta mañana, con el desayuno me gustaría una respuesta que endulce mis oídos�.
Lo medité, estaba ganando bien y no pagaba impuestos. Pero por otro lado yo soy muy maniático con la ropa. Jamás toleré que me dijeran cómo tenía que vestir y menos qué color debía usar. Nunca me gustaron las túnicas y mi color es el azul marino. Así que empaqué, me subí a un bote, me largué de la isla y remé duro buscando un lugar donde no hubiera tanta vocación por el juego del socio bueno y el socio malo. Y me vine para acá. 

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